Mi primera casa, después de la de mis padres, está en la segunda planta de un edifìcio con la fachada pintada de verde claro. El piso tiene dos habitaciones, una detrás de la otra, para llegar a una hay que atravesar la otra, y los techos son altísimos, nada que ver con la pequeñez del piso.
– Seis metros -dice la mujer cuando miro el techo, y enseña seis dedos.
El dormitorio, al que se accede por el comedor, tiene una cama doble tallada, las paredes cubiertas de papel pintado con gladiolos blancos sobre fondo granate, y encima de la cama cuelga un cuadro que tiene toda la pinta de ser antiguo.
– La huida de Egipto -me explica la señora, para lo que necesita cierto tiempo. Los muebles podrían proceder de alguna antigua mansión campestre señorial y tienen aspecto de piezas de colección. Pero el piso está limpio y es luminoso y no hay objetos personales, con la excepción de dos que están colocados encima de la cómoda del dormitorio: se trata de dos figuritas de yeso pintadas, un anciano encorvado con su aureola y un monje con un niño en brazos, igualmente con aureola.
– San José y San Antonio de Padua -me explica la señora. Añade que el piso es propiedad de su hermana, quien se fue a vivir a otro sitio y se llevó todas sus pertenencias, por eso estaba casi completamente vacío.
La otra estancia es más grande y hace las veces de salón, comedor y cocina, todo al mismo tiempo.
– Hay un sofá que se abre y se puede utilizar de cama -dice la señora-. Para caso de necesidad -añade mientras me mira de arriba abajo, como si le extrañara que el cura me hubiese tomado bajo su protección.
La renta es ridículamente baja, incluso pienso que h mujer se ha confundido, en realidad sólo pago por el gas.
– El gas es extra -me dice.
Hay espejos, literalmente por todas partes: cuento siete en total, y tienen el efecto de hacer que el piso parezca más grande y casi un laberinto, hay incluso un momento en que veo tres señoras a la vez. Aunque yo no tenga experiencia con bebés de nueve meses, se me ocurre que pueden resultarles divertidos los espejos.
– Es sólo algo temporal -digo.
– Eso me dijo el padre Tomás. Habló de seis semanas en principio -dice la señora-, y que estaría usted con un bebé -me examina minuciosamente, quizá piense que no tengo aspecto de padre.
Echo un rápido vistazo al espejo más cercano y me encuentro con un hombre preocupado, pelirrojo, con el cabello recién cortado. Y aunque desde luego puede servir de protección contra la soledad, es raro estar siempre viendo el propio reflejo, estar siempre recordándose a sí mismo.
La señora dice que me prestará la ropa de cama, pero no estoy seguro de haber comprendido bien si volverá enseguida o más tarde; por si acaso, no me atrevo a salir de la casa.
Cuando la mujer se ha ido, me tumbo en la cama; en el techo del dormitorio, seis metros más arriba, se ven aún restos de pintura con ángeles alados en torno a un agujero azul en la bóveda celeste. En medio del cielo azul hay una paloma blanca a la que le falta un ala. Me levanto y doy un paseo de inspección por el piso. En la mesa del comedor hay un jarrón con flores de plástico; para mí una casa no puede ser un hogar a menos que tenga flores reales, de modo que cojo el florero y lo meto en un armario vacío de la cocina.
– ¿Dónde están las flores? -es lo primero que pregunta la señora cuando vuelve con una pila de sábanas planchadas en los brazos.
Voy al armario, lo abro y sin decir una sola palabra le doy el jarrón con las flores de plástico. Ella coge el jarrón y lo pone otra vez en el centro de la mesa, exactamente en el mismo sitio donde estaba antes. Cuando la señora se ha marchado y yo me quedo solo en el umbral de mi primer apartamento, con tres llaves en la mano, vuelvo a colocar aquel horror de flores de plástico en el armario. Luego abro las pesadas cortinas del dormitorio. Son de terciopelo rojo con dibujos entrelazados que parecen azucenas rojas, tengo la sensación de que su lugar de procedencia debió de ser una mansión de mayores pretensiones. Y seguramente es cierto, porque al dar la vuelta al dobladillo se ve que las han acortado y las han vuelto a doblar. Las ventanas llegan prácticamente hasta el suelo y al abrirlas aparece un balconcito con barandilla; calculo que en él pueden caber un taburete y cuatro o cinco macetas con plantas.