Capítulo 30

Pongo el máximo cuidado para no despertar a las actrices al salir, pues no tienen que ir a la escuela hasta después de las doce. Antes de irme, pliego la sábana y la manta y las dejo en el suelo encima del colchón, debajo de un pòster de una famosísima estrella del cine con vestido negro ceñido, ojos almendrados medio cerrados, pestañas como alas de mariposa y una cascada de rizos negros. Luego escribo unas líneas para las tres inquilinas, dándoles las gracias por la agradable velada y la lasaña de espinacas, y meto la nota entre los vasos sucios sobre la mesa de la cocina. Puede decirse que desde que empecé el viaje he disfrutado de la compañía de varias personas que se han cruzado casualmente en mi camino, como la actriz y sus amigas. Apenas ha empezado a clarear cuando voy al maletero y cojo una de las rosas extranjeras, con tres capullos rosados, y la coloco en medio de la mesa, al lado de mi carta de despedida. El desorden en la vida de estas actrices es más que considerable, y uno podría perderse en su cocina, tan repleta está de platos sucios y restos de comida. Tras pensarlo un momento, cojo los platos y los vasos y los pongo en el fregadero, limpio la mesa y la ordeno un poco para que la rosa cause mejor efecto.

Aunque de vez en cuando pienso en las estrellas de cine, mientras avanzo lentamente por la carretera de montaña y vuelvo a descender al llano, me alegro de ir solo, la presencia física de una chica puede alterarlo todo. Quizá no piense en sexo a todas horas, pero en privado me rompo la cabeza para entender la relación entre mi cuerpo y yo mismo, y entre mi propio cuerpo y el cuerpo de los otros. 1 a siguiente vez que paro para estudiar el mapa, saco los esquejes del maletero y los coloco en el suelo, a mi lado. Ya han sobrevivido a un viaje en avión, a una estancia en un hospital metidos en vasos de plástico esterilizados, han sabido sobrevivir en unas condiciones bastante precarias en el maletero o en los asientos traseros de un coche, durante más de dos mil kilómetros.

Como papá está siempre preocupado por mí, le llamo desde la cabina telefónica de una estación de servicio nada más cruzar la frontera. Después de preguntarme por el tiempo y el estado de las carreteras, me cuenta que siete borrascas se han sucedido en el país a lo largo de siete días. Luego me cuenta que la sopa de fletán salió de rechupete y que ahora está pensando en hacer morcillas de cordero.

– Como las que hacía tu madre.

– Faltan más de seis meses para la temporada de la morcilla.

– Sólo quería mencionártelo con tiempo suficiente. Me parece una forma de mantener viva la memoria de tu madre. Sobre todo por Jósef.

No recuerdo que Jósef participara nunca en la preparación de morcillas. En cambio, mamá me tuvo a mí cosiendo tripa desde que cumplí los nueve años.

– Es curiosa esta manía de renovarlo todo -dice entonces.

– ¿Cómo?

– Pórarinn, el hijo de Bogga, ha cambiado un montón de cosas en el piso. En cuanto hay algo que lleva ahí dos años, hay que cambiarlo. Esa manía de renovarlo todo dista muchísimo de ser normal. Todo tiene que estar nuevecito. Se podría pensar que uno lograría dar esquinazo a la muerte si se pasa la vida renovando cables e instalaciones -dice el electricista, que sigue aún con las mismas instalaciones pintadas de azul claro que construyó cuando mamá y él se mudaron a la casa-. No tendrás problemas de dinero, ¿eh, Lobbi?

– No, no me falta nada.

– ¿Y no te sientes solo en el viaje?

– No, no.

– ¿Y la gente es amable?

– Sí, sí, la gente es muy amable.

Es cierto. La gente es increíblemente amable, yo soy de la opinión de que, en el fondo, el ser humano es bueno y honrado por naturaleza, si las condiciones se lo permiten, y que la gente suele hacer las cosas lo mejor que puede. Si la persona a la que pregunto el camino no ha oído hablar jamás del lugar que menciono y no tiene ni idea del camino, intenta pese a todo servirme de guía. En el peor de los casos, eso puede significar varias horas de rodeos por las montañas, porque la gente es incapaz de no mostrarse amable. A pesar de todo he conseguido atravesar sin problema tres fronteras en mi Opel desde que dejé a la chica, he comido cuando he tenido hambre varias clases de paté y chocolate y he dormido tres noches en sábanas limpias en otros tantos países. Como viajo solo, tengo que parar bastante para mirar el mapa. El problema es que el mapa no indica la altura a la que están las carreteras, solamente las distancias en kilómetros, y para alguien que padece vértigo no es muy agradable conducir los últimos cincuenta kilómetros por una carretera de montaña llena de curvas espeluznantes. Las curvas son pavorosamente estrechas, doy gracias a Dios por la niebla que impide ver el fondo del valle, sólo cuando llego a mi destino me doy cuenta de que hay otra carretera que va por debajo, por medio del valle. No hay mucho tráfico, los últimos kilómetros hasta la aldea solamente encuentro un coche blanco en mi camino.

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