Primero me quito la mochila con mucho cuidado, para que los esquejes no pierdan la humedad, después me tumbo cuan largo soy sobre la camilla de exploración, cubierta de plástico; veintidós años de edad y ya he llegado a mi destino, al final del viaje, cuando estaba apenas comenzando. Necesitan largo rato para escribir mi nombre en un papel, letra a letra, toda una eternidad. La que me ayuda a desvestirme en la sala de exploración con lámparas fluorescentes tiene lustrosos cabellos y ojos castaños y muchos deseos de ayudarme; estoy desnudo hasta la cintura y a punto de quitarme los pantalones. ¿Sentiría mamá lo mismo que yo cuando estaba muñéndose en medio del malpaís, en manos de desconocidos? Está bien claro que el día de mi muerte será un día de alegría para muchos habitantes de este mundo, pues antes de la puesta del sol habrán nacido incontables niños para sustituirme, y se habrá celebrado una infinidad de bodas.
No es que morir sea nada especial, la mayor parte de los mejores hijos e hijas de la tierra han muerto antes que yo. Mi anciano padre se verá muy afectado; naturalmente, mi hermano gemelo, algo atrasado, se integrará en otra red sin mí, y el infante que es aún demasiado pequeño para dormir fuera de casa nunca llegará a conocer a su padre. Pero no dejo de lamentar no haber podido hacer algunas cosas, me habría gustado acostarme con muchas otras chicas y haber plantado los esquejes en tierra fértil.
Cuando la chica del cabello reluciente me pone la palma de la mano sobre el vientre, con mucho cuidado, me doy cuenta de que lleva en el pelo un prendedor con forma de mariposa: la mujer que me cuida el último cuarto de hora de mi vida lleva en el cabello el símbolo del más allá.
Los esquejes de rosal no pueden vivir sin agua, por eso me incorporo sobre un codo y señalo la mochila.
– Plantas -digo.
Levanta la mochila y la acerca a la cama; ni siquiera necesito conocer las palabras adecuadas, señalo con el dedo y ella es una mujer que me comprende. Pienso por un momento si podríamos llegar a ser pareja, si yo no estuviera, por así decir, despidiéndome de este mundo; ella puede tener diez años más que yo, debe de andar por los treinta y dos, aunque en este momento ésa no me parece una diferencia de edad significativa. Pero el siniestro dolor del vientre me impide madurar del todo la idea de una relación estable con ella. Después de vomitar lo que aún me quedaba de la comida del avión, empanado y relleno de crema de queso, ella me ayuda a desenrollar con mucho cuidado los periódicos húmedos para dejar a la vista los esquejes, como si estuviera quitando la venda de la pierna de un enfermo tras una operación concluida con éxito.
– ¿Llevas plantas? -pregunta, y cuando se acerca veo que las alas de la mariposa tienen puntitos amarillos.
– Sí -digo con fluidez en la lengua de los nativos.
Ella asiente con la cabeza, como si yo fuera un hombre que hubiera hablado con gran sabiduría.
Luego añado, para algo fui el primero de mi clase en latín:
– Rosa candida -cuando se trata de plantas y de jardinería, crecen mi osadía y mi vocabulario. Y además, añado-: Sin espinas.
– ¿Sin espinas, de verdad? -dice ella mientras dobla cuidadosamente mis pantalones vaqueros y los coloca sobre la silba, encima pone mi jersey azul con dibujo de ochos, el último jersey que me tejió mamá. Dentro de poco, la mujer del prendedor de mariposa en el pelo será también la última de las siete mujeres que me han visto desnudo.
– Y las otras dos plantas, ¿son también -vacila- Rosa candida?.
– Sí, por si acaso una de ellas muriese -digo, y me dejo caer otra vez sobre el colchón de plástico.
Como ya ha sido testigo de mi sufrimiento, me ha ayudado a vomitar y a empapar los esquejes, tengo la impresión de que debo confiarle algo personal. Por eso saco la foto del bebé y se la paso.
– Mi hija -digo.
Coge la foto y la observa detenidamente.
– Muy linda -me dice con una sonrisa-. ¿Cuántos meses tiene? -hace preguntas más simples y accesibles de lo que permiten mis conocimientos del idioma.
– Casi siete.
– Muy linda -repite-, pero quizá no tenga mucho pelo para una niña de siete meses.
No me esperaba eso. Uno confía a otra persona algo de importancia en sus últimos momentos, y sufre una decepción. De pronto me parece fundamental que el último ser humano con el que tendré cualquier clase de relación en esta vida comprenda lo del pelo. Que las fotos engañan y que el pelo de los bebés rubios quizá no resulte tan visible el primer año, que no es comparable de ninguna manera con los niños morenos, que suelen nacer con pelo abundante. Me siento profundamente humillado, y tan sólo mis sufrimientos y las insuficiencias de mi conocimiento del idioma me impiden lanzarme en defensa de mi hija.
– Casi siete meses -corrijo, como si eso explicara de manera definitiva la falta de pelo. Y me doy cuenta de que ha sido una precipitación por mi parte enseñarle la foto, y no quiero que siga manoseándola-. Dámela -digo con brusquedad y extiendo la mano para que me dé la foto. Miro a Flora Sol, mi hija, con una sonrisa de oreja a oreja, con dos dientes en la encía inferior y recuerdo precisamente haberle visto unos ricitos en la frente, recién salida del baño, cuando fui a despedirme de ella y de su madre, sin telefonear previamente.
Cierro los ojos mientras empujan mi cama hacia el quirófano, siento frío debajo de la sábana. El dolor se ha convertido de nuevo en la única realidad tangible, aunque mis sufrimientos, naturalmente, son insignificantes en comparación con las penalidades y las miserias del mundo, las sequías, los huracanes y las guerras.
Intento adivinar por los gestos y los movimientos de aquellas personas vestidas de verde si tengo alguna esperanza de vida. Alguien le dice algo a otra persona y luego ríe tan contento detrás de su mascarilla verde, no parece que suceda nada serio, no parece que nadie vaya a morir. Nada hay más espantoso en el momento del adiós que el regocijo y la indiferencia de todas esas personas que seguirán aquí cuando yo me haya ido. Ni siquiera hablan de mí (hasta ahí comprendo), sino de una película a la que ha ido uno de ellos y que otro piensa ir a ver esta misma tarde. Justamente El campo de amapolas, conozco la película, trata de un hombre que es rechazado de muy mala manera y rapta a la mujer que le rechazó y los dos asaltan un banco; esa película obtuvo hace poco un premio especial en un festival de cine.
De pronto, alguien me acaricia suavemente el cabello. La pelambrera roja, habría dicho mamá.
– No tengas miedo, es el apéndice -dice la persona desde detrás de la mascarilla.
En realidad, acariciar no es la palabra correcta. Más bien, como si alguien pasara los dedos, con suavidad y rapidez, a través de mi pelo. Soy un pájaro y levanto el vuelo batiendo las pesadas alas y me deslizo con una corriente de aire sobre el escenario, observo todo lo que sucede allí abajo pero no participo en nada, pues estoy libre de toda inquietud. Justo antes de que todo empiece a desaparecer creo oír a papá a mi lado:
– Hoy día no hay futuro en las rosas para un hombre joven, mi querido Lobbi.