Capítulo 34

Probablemente me dormí demasiado pronto, porque no son ni las seis y estoy completamente despierto. Han llamado a la primera misa de la mañana y veo la antiquísima campana tañer casi enfrente mismo de la ventana, lo que parece una posada silenciosa y tranquila resulta estar a un paso de la iglesia del monasterio. Me pongo pantalones y jersey: ya que estoy despierto, ¿por qué no salir? Me pongo la capucha del jersey y salgo al alba violácea, no se ve a nadie y el café está aún cerrado. Sobre el pueblo se extiende una extraña neblina púrpura. Voy hacia el sonido inmediato a la posada, la puerta de la iglesia es parecida a las demás entradas de la calle y desde fuera no hay modo de adivinar lo que puede haber dentro. Al esforzarme por recordar, creo que había también un mendigo acurrucado en la oscuridad, ayer noche. ¿Le di una moneda, o no le di una moneda? ¿Gasté las monedas en la cabina de teléfono para llamar a papá, o se las di al mendigo? Ahora me parece un detalle de la máxima importancia. Miro en torno a mí, pero en la calle no hay alma viviente. Me deslizo por la puerta y allí empiezan pasillos y pasadizos hasta que llego a otra puerta. La abro y de pronto veo que estoy en una entrada lateral de la gran iglesia de piedra, donde me recibe el frío olor húmedo de la piedra; delante de mí se abre un espacio inmenso, toda una bóveda de luz de colores, inspiro el aire con fuerza y me quito la gorra. Es como penetrar por la angosta boca de una cueva y que de pronto se abra ante ti un palacio de estalactitas -y cuarzos. Salgo de la penumbra de la calle y entro directamente en el amanecer dentro de la iglesia, está comenzando la misa y el sol se abre paso hacia el coro y lo tiñe de dorado fuego. El padre Tomás me ve; en la iglesia hay otros once monjes con hábitos blancos. Por encima del altar cuelga un Cristo sufriente clavado a una cruz de madera oscura. Todas las paredes están cubiertas de imágenes multicolores. Doy una vuelta por el templo, y aunque no reconozco todos los santos representados en las estatuas, sí que sé quiénes son algunos de ellos. Me detengo un instante al lado de San José y luego me acerco a una pintura de María en su trono con el Niño Jesús. Lo que me llama la atención es que el niño tiene el pelo dorado, con tres mechoncitos sobre la frente, casi como mi hija recién salida del baño, cuando fui a despedirme de ella y de su madre. Al examinar el cuadro más detenidamente, lo que más llama mi atención es el parecido de mi hija a el niño del cuadro; la forma del rostro, grandes ojos luminosos, la misma boquita de rosa, la nariz, la barbilla, incluso las mismas ventanas de la nariz son iguales se miren como se miren. El cuadro tiene pinta de antiguo, hay algunos desconchones y probablemente han restaurado hace poco las mangas del vestido de María: el azul no es el mismo que el de debajo de los codos.

Al salir de la iglesia han puesto ya dos mesas en el café del pueblo. Me siento en una de ellas y el dueño me trae un bollo con crema pastelera para desayunar, dice que es típico de la pastelería local.

Ayer recorrí el pueblo de cabo a rabo, y no se me ocurren muchas cosas que pueda hacer hoy. Naturalmente, en el pueblo no hacen nada los domingos, la gente se queda en casa para comer y luego echarse la siesta. De modo que se me ocurre que puedo llamar otra vez a papá y oír lo que dice; desde siempre tiene costumbre de madrugar y a esta hora de la mañana ya habrá echado aceite a los goznes que crujen y habrá cepillado bien las astillas que sobresalgan en cualquier sitio. Quizá se extrañe de que le llame dos días seguidos, pero no quiero que se quede con dudas sobre el pueblo y mis asuntos, porque de otro modo haría lo que fuese para convencerme de volver a Islandia y entrar en la universidad. Después de preguntarme por el tiempo -a lo que le respondo lo mismo que ayer, con la excepción de que la niebla amarilla se ha vuelto de color púrpura por la mañana-, me dice que allí ya hay bastante más luz.

– A partir de hoy, la luz aumenta dos minutos al día.

Enseguida me harto de papá. Antes de empezar la primavera han atravesado el país ciento veinte borrascas, y papá querría describírmelas todas.

– Sí, y luego oscurecerá otra vez, papá.

– Si uno vive hasta entonces.

– Sí, si vives hasta entonces.

– Tu madre no habría debido irse antes que yo, una persona tan joven, dieciséis años menos que yo, cincuenta y nueve tenía, ésa no es edad para morirse.

– No, no habría debido irse antes que tú.

Los dos callamos y yo echo mano al bolsillo y pongo otra moneda en la ranura. Luego me dice que Bogga le ha invitado a cenar en su casa, lomo de cerdo asado.

– Vaya, ¿qué tal anda, bien?

– Sí, estupendo, aunque nunca he sido muy aficionado al lomo de cerdo ni en general a los platos de cerdo.

– ¿Te has hecho judío?

– La cuestión es qué puedo llevarle yo.

– ¿No puedes regalarle unos tomates? ¿No tiene cuatro hijos ya crecidos?

– No es ninguna tontería eso que dices, Lobbi -hace una breve pausa antes de preguntarme si tengo problemas de efectivo.

– No, no necesito nada.

– ¿No te sientes solo?

– No-, no, en absoluto. Mañana iré al jardín.

– A la rosaleda.

– Eso es, a la rosaleda.

– Imagino que será mejor que trabajar en el mar -dice papá.

No le afecta lo más mínimo que haya tenido que conducir yo solo un camino tan largo, que me haya encontrado a las puertas de la muerte al principio del viaje y que esté ahora en el umbral de una de las rosaledas más famosas del mundo, donde se puede encontrar el mayor número de especies de rosas de cualquier lugar del mundo. Mamá me enseñó el primer libro sobre la rosaleda cuando yo era sólo un chavalito, y en cualquiera de los que he leído desde entonces sobre el cultivo de las rosas, en todas partes se menciona el jardín de los monjes, alejado de todo. Pero son muy pocos los autores que conocen el jardín personalmente, y he comprobado que incluso toman literalmente las descripciones hechas en viejos manuscritos.

– Pues despidámonos ahora, Lobbi. Dile a tu padre si necesitas dinero.

Por uno u otro motivo me siento más contento con mi situación después de hablar con papá, y ya no tengo tantas ganas de volver a casa.

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