Capítulo 23

La futura madre de mi hija me llamó justo a primeros de año a preguntarme si podíamos vernos en un café. En cuanto me senté, me dijo a bote pronto que estaba esperando un niño.

– Esperamos un niño para el verano que viene.

Me llevé un buen susto y lo único que se me ocurrió fue llamar al camarero y pedir un vaso de leche. Ella tomó chocolate caliente. Miré unos momentos las migas de la mesa, no la habían limpiado después del último servicio.

– ¿Sueles beber leche? -preguntó.

– No, en realidad, no.

Ríe. Yo también río. Me alegra que ría. Ahora que estoy intentando recordar, me acuerdo sobre todo de sus mejillas mientras remueve la taza de chocolate. Los dos estamos en silencio un rato, ella bebe a sorbitos su chocolate y yo me bebo el vaso de leche. Me resultaba difícil imaginar un niño en mi vida. Todavía era invisible y por eso mismo no era aún real, incluso existía la posibilidad de que nunca llegara a nacer. No nos conocíamos mucho pero, aunque yo había hecho planes en los que no entraban ni ella ni el niño, igual que yo tampoco entraba en los planes de ella, la chica me gustaba bastante. Pero lo cierto es que la visita al invernadero nunca se repitió. ¿Tenía que decirle que lo sentía, que lamentaba haberla invitado a ver las tomateras del invernadero y pedirle perdón por no haber tomado medidas para impedir que ahora estuviese embarazada? ¿Tal vez eso la heriría? ¿O tendría que decirle que no pensaba rehuir la responsabilidad del niño que estaba creciendo en su interior, me gustara o no me gustara?

– ¿Cuándo nacerá el niño? -le pregunto.

– Hacia el siete de agosto.

Ese día es el cumpleaños de mamá. Creo que no tengo mucho que decir, quizá debería preguntar a mi amiga, sentada al otro lado de la mesa, cómo ve ella su parte del asunto, qué le parece tener un hijo conmigo. Pero lo que me dice es:

– No cuento contigo necesariamente.

Que no fuera a contar conmigo en el futuro me produjo sensaciones contrapuestas.

– Pero yo creo que podría querer al niño -le digo.

Toma un sorbo de chocolate y se limpia la nata de los labios, era flaca como un palo.

– ¿No quieres comer algo? -le digo al tiempo que le paso la carta. Lo que había era sobre todo sopas y sándwiches, pero descubrí pez lobo frito y se lo señalé con el dedo.

– No podría digerirlo -me dice.

En ese momento, quizá habría debido pensar en qué tal madre podía resultar para mi hijo, pero por uno u otro motivo no conseguí conectarme con el hijo de aquella mujer, no logré tender un puente entre el niño y yo. No logré ver mis actos en contexto, enlazar causas y consecuencias ni pensar en la relación entre la semilla que sembré en tierra fértil y lo que latía ahora dentro de la mujer que en aquel momento estaba delante de mí dando vueltas con la cucharilla a su taza de chocolate.

En realidad, lo único que podía hacer era esperar a que me telefoneara para invitarme a ver al niño. Era difícil saber si aquel niño llegaría a necesitarme un día, si su madre me invitaría a ir a su casa a ocuparme de él mientras ella se iba al cine, quizá acompañada del padrastro de la criatura. Primero tenía que nacer el niño.

– He de irme pitando -dice la estudiante de genética, y se sube la cremallera de su anorak azul-. Tengo que llegar a clase de anomalías cromosómicas.

Terminé mi vaso de leche y pagué la leche y el chocolate. Ella me dio la mano y yo se la estreché. No había más que mirarla correr por la calle y subir al autobús para darse cuenta de que sería perfectamente capaz de apañárselas sola, no había motivo alguno para los remordimientos.

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