Capítulo 38

Las películas de por la noche me son una gran ayuda, aunque no tengan subtítulos y estén en las más diversas lenguas. De vez en cuando intento hablar con mi vecino del número siete sobre cosas simples en el dialecto local. Me [longo el diccionario encima de las rodillas, lo que hace las conversaciones muy lentas, aunque no imposibles.

– Aquí tengo prácticamente de todo excepto violencia -dice mi vecino. Es evidente que cada velada de cine le sirve a mi anfitrión para refrescar su conocimiento de antiguas obras maestras-. En realidad sólo veo películas que sean mayores que la vida -me dice, pasándome una funda que hay sobre la mesa-. En ésta hay muchísima inteligencia y otro tanto de añoranza -me coge la película y la deja en la estantería. Luego va a por la botella y corre las cortinas-. Es curiosa esa exigencia de que el arte tenga que mostrar la realidad -dice al lado de la ventana-. A mí me parece que ya tenemos suficiente vida cotidiana.

Cuando hablan en alguna lengua que no comprendo, el padre Tomás resume lo esencial de la película en unas pocas frases muy concisas. Incluso aunque a veces la detiene dos o tres veces para tenerme al tanto de lo que va pasando, no es raro que me sea difícil entender, a partir de sus resúmenes, de qué trata la película; en lo que él incide más es en la creatividad del director. No se preocupa tanto de explicarme el argumento de la película, y prefiere dirigir mi atención a la construcción de algunas escenas, hacer disquisiciones sobre la perspectiva que adopta la cámara en un momento dado, a comentar el escenario y a detener la proyección para indicarme algo peculiar del montaje, que es lo que más le interesa en la realización de las películas.

– La belleza habita en el alma del espectador -dice.

También le interesa la construcción psicológica, pero por regla general va demasiado lejos en sus explicaciones y me es difícil seguirle. Preferentemente me proporciona algunas indicaciones o claves que pueda usar yo mismo para hallar el significado. Y aunque a veces es difícil comprender lo que sucede en la pequeña pantalla, siempre es mejor que pasarme yo solo todas las tardes en mi habitación. El padre Tomás organiza también semanas temáticas, dedicadas a determinados directores, tipos de argumento o actores. Al final charlamos un rato sobre el contenido mientras acabamos los vasos.

La película de esta tarde tiene todo el rato un tono azulado que no destaca mucho en el viejo televisor, aunque el padre Tomás siempre corre las cortinas. La película comienza con un accidente de tráfico en una carretera mojada y acaba con una oda al apóstol Pablo, cantada por una voz de soprano. La muerte está flotando todo el tiempo sobre la vida de la heroína, que al final desea vivir, sin embargo, a pesar de haber perdido todo lo que hacía que vivir la vida valiese la pena. Antes de darme cuenta le he confesado al padre Tomás que estoy preocupado por mis pensamientos sobre la muerte.

– No es que me preocupe la muerte en sí -le digo-, aunque sí estoy preocupado por mis ideas sobre la muerte -se ha puesto en pie y está abriendo las cortinas; fuera, la bóveda celeste es negra.

– ¿Qué quieres decir con eso de que estás todo el tiempo pensando en la muerte?

– De siete a once veces al día, no todos los días es igual. Sobre todo por la mañana temprano, cuando acabo de llegar al jardín, y luego por la noche, cuando estoy en la cama.

Casi estoy esperando que me pregunte cuántas veces pienso sobre el cuerpo y el sexo. En realidad, podría imaginarme hablar de esas cosas con él, pero es preferible comenzar hablando de algo más esencial y más controlable que el sexo. Pero si me preguntara lo mismo que ahora, le diría «igual que sobre la muerte. De siete a once veces al día». Según va avanzando el día, los pensamientos sobre el cuerpo van sustituyendo a los pensamientos sobre la muerte, podría añadir.

Si me hubiera preguntado por las plantas, habría respondido algo parecido. Pienso en las plantas tanto como en el sexo y la muerte. Pero lo que pregunta es:

– ¿Qué edad tienes?

– Veintidós -sólo Dios sabe lo que pasa por la mente de mi interlocutor. Va a por una botella y llena dos vasos con un líquido transparente.

– Aguardiente de pera -explica. Luego continúa-: Son muy pocos los que se toman el tiempo suficiente para pensar en la muerte. Luego están también los que no tienen tiempo para morir. Ese grupo no hace más que crecer. Eres muy maduro, joven.

– Ojalá cuando muera haya acumulado más experiencia y me haya encontrado a mí mismo.

– La gente se pasa la vida buscándose. Nadie logra encontrar la respuesta definitiva. Y lo cierto es que no me da la sensación de que estés en las últimas -sonríe.

– Naturalmente, todos morimos algún día -digo yo-, aunque la mayoría parece morir o demasiado tarde o demasiado pronto, nadie en el momento adecuado.

– Sí, eso es cierto, todos moriremos pero nadie sabe cuándo ni cómo -dice el sacerdote, vaciando su vaso de un solo trago-. Se nos da un tiempo, a algunos les llega el aviso con más antelación que a otros, en el caso de algunos es cosa vista y no vista. Y luego llega un momento en que el tiempo se mide en cuartos de hora, finalmente en minutos. Todos estamos en lo mismo.

Hay una mosca revoloteando por la habitación, la oigo más que la veo. El padre Tomás se levanta, va hacia la ventana abierta y el zumbido desaparece.

– ¿La ha matado?

– No, la he echado -dice mi padre espiritual.

– Y después de morir permanecemos solamente un breve tiempo en la memoria de quienes siguen viviendo -digo.

– Eso no es siempre así, ahí tienes a Goethe.

El padre Tomás vuelve a llenar los vasos.

– Sí, pero los que no son Goethe…

– Salta a la vista que eres un joven muy sensible y lleno de compasión -me da unas palmadas en la espalda, luego deja la botella y se sienta. Está en silencio un breve rato-. ¿No tienes penas de amores?

La pregunta me deja desconcertado.

– No, pero tengo una hija. Es entonces cuando uno sabe que morirá.

– Comprendo.

Vuelve a producirse otro largo silencio en la habitación. No hay forma de saber lo que puede estar pensando el religioso.

– Estoy intentando beber menos -dice al fin-. Pero todavía no he empezado a beber en soledad, de modo que a fin de cuentas no tengo por qué preocuparme.

Se ha puesto de pie, lo que quiere decir que el rato de reunión ha concluido. Tampoco yo soy persona dada a las conversaciones demasiado largas.

– Otra tarde tenemos que ver El séptimo sello -dice-, así podremos seguir hablando de la muerte.

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