Capítulo 41

Después de haber estado charlando con el padre Tomás sobre la muerte y de ver treinta y tres películas de calidad, como las define mi anfitrión, mientras los títulos de crédito de Andréi Rubliov van deslizándose por la pantalla, me siento dispuesto a dar el siguiente paso y exponerle mis ideas un tanto obsesivas sobre el cuerpo y el sexo. Pero no es que piense confesar mis pecados ni nada por el estilo, ni que busque su absolución; tampoco estoy apelando realmente al consejo de un hombre con la experiencia que le da haber oído todo lo que sucede entre los cielos y la tierra, es más bien que quiero aliviar mi corazón con mi vecino y amigo de la habitación de al lado. Claro, que me habría gustado estar mejor preparado, incluso llevar unas cuantas notas, en vez de tener que tirarme sin más al gélido estanque glaciar.

– Desde que desperté de la anestesia cuando me operaron de apendicitis estoy muy preocupado por el cuerpo, mucho más que antes.

El padre Tomás alarga el brazo para coger la botella.

– ¿Y a qué te refieres con lo de cuerpo?

– Ideas sobre el sexo -explico.

– No deja de ser normal estar con la mente ocupada con el cuerpo a tu edad.

– Quizá no esté pensando siempre en el cuerpo, pero sin embargo pienso mucho en él, al menos varias horas al día.

– En mi opinión, eso no se alejará mucho de la media.

– Cuando estoy en la calle, tengo la sensación de que las demás personas son fundamentalmente cuerpos.

Incluso hay momentos en que no sigo lo que me están diciendo -no incluyo aquí al padre Tomás.

Llena los vasos. Hoy, el líquido es de color rojo.

– A veces pienso que no soy más que cuerpo, al menos noventa y cinco por ciento de cuerpo -continúo.

– Licor de cerezas -dice. Se concentra en llenar los vasos, luego me parece que echa un rápido vistazo a la funda de un vídeo que hay sobre la mesa. Tengo la sensación de que pensaba hablar conmigo de esa película.

– El problema -digo yo- es que mi cuerpo parece tener una existencia independiente y sus propias ideas. Por lo demás, soy un joven bastante normal.

El padre Tomás me estudia por un momento. Luego se pone de pie, ordena varias cosas sobre el escritorio, cambia de sitio el portaplumas, coloca la Biblia en el centro exacto de la mesa y mete dos películas en sus lugares correspondientes de la estantería.

– El hombre es a un tiempo espíritu y carne -dice por fin-. En tu lugar, yo no me preocuparía por esas cosas -vuelve a poner el portaplumas en su lugar anterior de la mesa. Luego añade-: Naturalmente, a la larga debe de resultar bastante aburrido para un hombre de veintidós años de edad pasarse las tardes viendo películas con un sacerdote de cuarenta y nueve. ¿No crees que te vendría bien salir y conocer gente de tu edad, mezclarte con la gente del pueblo?

Realmente no estoy cansado, así que salgo a tomar el aire. En el camino me encuentro con un gato enclenque que está también paseando, pero me reprimo y no lo acaricio. Antes de darme ni cuenta estoy otra vez en la cabina de teléfonos y ya he metido una moneda en la ranura, tengo la sensación de que nadie más usa la cabina en todo el pueblo. Papá comienza la conversación contándome que el gato de Bogga, que ha estado perdido durante tres días, ha aparecido muerto: lo atropellaron y lo dejaron en un macizo de flores. También tiene algo que preguntarme.

– ¿Quién es Jennifer Connelly?

– Nunca he oído ese nombre. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque se supone que viene a Islandia este Pin de semana.

– ¿Quién lo dice?

– Lo ponía en el periódico. En primera plana.

– No la conozco.

– ¿No necesitas dinero, Lobbi?

– No, voy perfecto. Aquí no se puede gastar, sólo la chatarra del teléfono.

En ese momento, en plena conversación, me doy cuenta de que hay una paloma muerta en la acera justo al lado de la cabina, me parece que le falta parte de un ala, enseguida pienso en el gato. Nunca me he sentido a gusto con los animales muertos y ensangrentados, sobre todo si tienen plumas. Al salir de la cabina de teléfonos la cojo y me doy cuenta de que no está muerta, el muñón del ala aún se mueve, pero no sé qué hacer con ella. Después de llevarla unos metros en las manos, siento en las palmas que su corazón ha dejado de latir.

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