Capítulo 33

El restaurante donde tengo cuenta para las cenas está al lado de la hospedería; aquí está todo al lado de todo lo demás. La mujer sabe quién soy, el padre Tomás le ha anunciado mi llegada. En realidad no es más que una salita con cuatro mesas con mantel, el olor es bastante peculiar, dulce y agrio a la vez, como de marisco y agua de rosas. La mujer me saluda desde la cocina, envuelta en una nube de frituras, en la mano lleva una espumadera que gotea grasa, y con un movimiento de la espumadera me indica que me siente a una mesita del rincón. Al pasar echo un vistazo a la cocina: la mujer está junto al fogón metiendo el pescado lentamente en la grasa burbujeante. Al poco rato lo repesca, amarillentos aros crujientes de calamar, los echa en mi plato, corta un limón con un arma de aceradísimo filo, lo sirve sin mucho esmero en el plato y me lo da. La mujer huele un poco a agua de rosas a través del olor a frito. Después me pone en la mesa un cuenco de natillas que cubre con chocolate de una jarra.

Al acabar de comer, puedo irme a dar un paseo de exploración por el pueblo. Cierto que ha empezado a oscurecer, pero paseo dos veces arriba y abajo por la calle mayor; después de la segunda vez me he encontrado ya dos veces a las mismas personas. Por la calle se oye como un zumbido, pensaría que todos los habitantes de la aldea que estén aún levantados se dedican a pasear arriba y abajo por la calle mayor después de la cena. Todas las palabras son extrañas, no entiendo absolutamente nada, como si las palabras navegasen justo por encima de mi cuero cabelludo.

Mi percepción de los paseantes como cuerpos me altera y, si no supero esa manía, se me podría llegar a hacer muy difícil la relación con la gente y aprender el idioma, como tengo intención de hacer. Pero pongo el máximo cuidado en no rozarme con nadie, no me atrevo a pedir disculpas en este nuevo idioma. Mamá lo hacía todo el tiempo, estaba siempre tocando y cuando hablábamos, siempre me tenía cogido por algún sitio. De niño me era difícil estarme quieto, estaba siempre en movimiento constante.

«No paras de moverte, siempre de acá para allá», me habría dicho.

Creo que no sería absurdo pensar que en mi deambular, en mis cuatro paseos arriba y abajo por la calle mayor, he mantenido contacto visual con unas ocho mujeres, con una o dos de las cuales podría pensar en acostarme si se diera la ocasión, aunque mis pensamientos son más bien del estilo de relámpagos apagados antes de tiempo, como un petardo defectuoso que no llega a estallar.

En la plaza, delante de la iglesia de piedra, a dos pasos de la hospedería, hay una cabina telefónica. Se me ocurre probar a ver si funciona y oigo la voz de papá y le cuento que estoy sano y salvo.

Es difícil hablar con papá. No he hecho más que decir hola cuando ya me está hablando de que le preocupa el coste de la llamada y ya está empezando a despedirse.

– ¿Algo no va bien, Lobbi?

– No, no, todo perfecto, sólo quería decirte que ya estoy en mi destino.

Va directo al grano.

– ¿No te gusta el pueblo?

– Claro que me gusta, es precioso, un poco aislado, pero ya tengo habitación.

– ¿Una habitación segura, Lobbi?

Pienso por un instante a qué puede referirse papá con lo de «habitación segura», si es que está en un edifìcio bien construido, si tiene una buena cerradura o algo así.

¿Y si sc produce un terremoto? £1 mismo formula la pregunta de otra forma:

– Si el propietario es de fiar. Si no será de ésos dispuestos a engañar a un joven extranjero que se ha ganado su dinero para el viaje trabajando en las mareas.

– No, qué va, no hay ningún problema. Vivo en una hospedería que pertenece al convento y tengo comida y alojamiento gratuitos. El superior vive en la habitación de al lado.

– ¿Es hombre de confianza?

– Sí, papá, de toda confianza, es muy aficionado al cine y habla todas las lenguas del mundo.

– ¿De modo que no añoras tu patria?

– No, en absoluto. Claro que no llevo aquí más que tres horas.

– ¿Se te ha acabado el dinero?

– No, no, tengo de sobra para todo.

– Siempre puedes recurrir a la herencia de tu madre.

– Sí, ya lo sé.

– El otro día fui a ver a la niña y a su madre.

– ¿Cómo?

– ¿No tendrás nada en contra de que vaya a decirle hola a mi nieta?

– No -respondo.

Claro que siento cierta prevención, pero no puedo decir que tenga nada en contra de esas visitas.

– La niña es muy bonita, la viva imagen de tu difunta madre. El mismo cumpleaños.

No menciona el día de su muerte.

– El pelo rubio está en la familia desde hace muchísimo tiempo. Tu madre me contó que tu bisabuelo era muy, muy rubio, con rizos dorados. Mantuvo mucho tiempo esos rizos, pensaba que eran como infantiles y que siguieron encajando en los rasgos de su cara hasta que llegó a la mediana edad. Por un tiempo las chicas no se entusiasmaban demasiado con él, pero las cosas cambiaron cuando se hizo más maduro.

– De modo que mi hija ha salido a la familia de su padre.

– Sí, eso es precisamente lo que te estoy diciendo.

Cuando estoy en mi cama, bajo las sábanas limpias, con un libro sobre el dialecto que se habla a mi alrededor, me siento espantosamente solo. A decir verdad, no entiendo para qué he venido a este pueblucho. Coloco bien la almohada y me tumbo para poder ver la negra noche por la ventana. Lo único que veo, en realidad, es que hay luna llena. Voy observando la bóveda celeste, ahí está: la luna es horrorosamente grande y está demasiado cerca, mis estrellas familiares, en cambio, han desaparecido del mapa. No brillan en ningún sitio, en su lugar hay otros astros hostiles, constelaciones nuevas, incomprensibles agrupaciones en la negra bóveda.

Creo oír con claridad un sonido extraño justo en la cabecera, un ruido de motor, como el de una barca, voces que hablan muy bajito, un silencio y de nuevo personas que hablan muy deprisa y que discuten, y a continuación se oye una hermosa música. Escucho con atención pero no distingo qué idioma es, creo que podría ser chino; está claro que el padre Tomás está viendo una de sus películas de calidad en su habitación, al lado de la mía.

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