Estuve pensando cuánto tiempo podría esperar para hablarle a papá del niño que probablemente llegaría al mundo el día del cumpleaños de mamá, en agosto, y también lo que pensaba hacer al respecto. Yo tenía veintidós años y seguía viviendo en casa, mi padre tenía cincuenta y cuatro cuando tuvo sus primeros y únicos hijos, los gemelos, mi hermano Jósef y yo. Por raro que pueda parecer, lo que más me preocupaba tener que decirle a papá era el día en que se esperaba el nacimiento del niño. ¿Qué era lo correcto y qué lo incorrecto en la concepción y el nacimiento de un niño? ¿Se lo debía decir durante la cena, de sopetón, incluso con indiferencia, como si no fuera gran cosa estar esperando un hijo con una mujer casi desconocida, o sería mejor anunciarlo con solemnidad y decir que tenía que hablar con él en privado sobre un asunto importante, como si en la casa hubiera alguien más, y así nos sentábamos en el sofá, apagábamos el telediario para poner de relieve la importancia de aquel suceso inevitable? Me sentía como si estuviera contándole al electricista el argumento de una novela que no había leído todavía y que, en consecuencia, no podía hacer demasiado interesante. Temía también causarle una decepción, porque seguramente habría pensado que por fin le iba a comunicar mi decisión de estudiar fitobiología.
Cuando por fin tuve la intuición de que había llegado el momento justo para darle la noticia a papá, me llamó mi amiga y me dijo que estaba camino de la maternidad, porque el niño iba a nacer ya. Dijo que me esperaría y me pareció notar que se le quebraba la voz, como si estuviera a punto de echarse a llorar.
Eran las diez y media de la noche del viernes seis de agosto.
– Me llamó cuando la niña estaba a punto de nacer -le digo a la actriz.
Hace tres horas que nos pusimos en camino y aún seguimos dentro del bosque. Veo a mi vecina de asiento meter la mano en su bolsa de arte dramático en busca de la caja roja con el lunch.
Debo confesar que fue una enorme sorpresa que mi amiga me llamara antes de que naciera el niño, hasta ese momento yo ni siquiera daba por hecho que el niño fuera a nacer realmente. Así que me metí en la ducha y luego planché la única camisa blanca que tenía, mi aportación al nacimiento de la criatura sería llevar camisa blanca y bien planchada, como en Navidades. Pero lo cierto es que no sabía el papel que podía haberme destinado Anna en el nacimiento del niño, tenía esa sensación que tienes cuando vas a un examen sin haber estudiado. De pronto, papá se puso delante de la tabla de planchar y yo le dije a toda prisa que esperaba un hijo con la amiga de un amigo mío.
– ¿Te acuerdas de Porlákur? -le digo.
Su reacción me pilló completamente por sorpresa, parecía feliz, luego cogió él la plancha e intentó terminar el trabajo.
– La verdad, no esperaba poder gozar del placer de ser abuelo -me dijo-, tu madre y yo pensábamos que tú no ibas por ahí.
No le pregunté a qué se refería con eso de que yo no iba por ahí, pero le dejé que me ayudara con la camisa, como si yo no fuera más que un adolescente que asistía a su primer baile de Navidad. Preguntó si quería que me prestase una corbata.
– No, gracias.
Aquel acontecimiento le dio ocasión de recordar.
– Tu madre, por así decir, llenaba por completo la cocina naranja las últimas semanas, cuando estaba embarazada de tu hermano y tú, de modo que me guardaba muy mucho de entrar en la cocina cuando ella estaba allí. El apartamento no era grande y estábamos siempre chocándonos, no había forma de evitarlo. Yo me sentía como si estuviera de más, como si el apartamento no fuera suficientemente grande para vosotros dos y para mí.