Capítulo 13

Yo no me habría atrevido, justamente en este momento de mi vida, recién salido de una operación de apendicitis, a emprender todos los preparativos necesarios para que una mujer se te meta en la cama. El que mi amiga llegara antes de tiempo me pilló con la guardia baja y completamente descolocado. ¿Y si su intención era precisamente pillarme por sorpresa? Eorlákur, mi ex amigo, diría que las mujeres nunca hacen nada sin planificarlo de antemano.

Le pregunto por qué ha adelantado el regreso.

– Dijiste que te quedarías tres o cuatro días, que pensabas comprar un coche usado y luego marcharte a no sé qué jardín -dice extrañada-. Imaginé que ya te habrías ido -añade.

La veo desaparecer casi por completo debajo de la sábana, hundirse en el colchón. Parece que piensa dormir en la cama a mi lado, y como no hay ninguna otra cama en la habitación, se puede decir que hemos avanzado muchos grados en nuestro acercamiento.

– Pero que conste que no te estoy empujando a que te vayas -dice desde debajo de las sábanas.

– Me tuvieron que operar de apendicitis -le explico-. Mañana me quitan los puntos.

Le hablo de mis padecimientos, ella se muestra interesada por el tema y yo le pido a Dios que no se empeñe en ver las huellas.

– ¿Puedo ver la cicatriz? -está emocionada como un niño que espera ver un cachorrito.

Gracias a Dios llevo puesto el pijama de papá, aunque corresponda al gusto de un hombre al que le faltan tres años para alcanzar los ochenta.

– Bonito pijama.

– Gracias.

Me bajo los pantalones lo justo para que se vea la cicatriz. Tengo que bajarlos bastante, está en la parte inferior del vientre.

Se echa a reír. Literalmente, todo en ella me parece nuevo, una sorpresa constante.

– ¿No usabas aparato dental en el colegio?

– Sí, de los trece a los catorce.

Se quita las gafas y las deja en la mesilla de noche. Con ello indica que no tiene intención de leer en la cama. Yo sigo con el libro en la mano y el dedo en el capítulo de las mutaciones genéticas de las plantas.

Lo que más me llama la atención es ver a mi amiga por primera vez sin las gafas de miopía, verle los ojos sin el grueso cristal. Es como si nunca hubieran estado al aire libre, como si estuviera estrenando los ojos en aquel momento, no podría estar más desnuda que sin las gafas.

– ¿Son gafas de miopía? -pregunto para centrarme exclusivamente en ellas y así olvidar lo embarazoso de la situación, que intento apartar de mi mente como sea: casi desnudo en la cama con una antigua compañera de clase. Aún creo que las gafas pueden salvarme y llevarnos a una nueva fase de la conversación, más natural esta vez.

– Sí, seis dioptrías en cada ojo.

– ¿Nunca has pensado en hacerte la cirugía láser?

– Sí, lo estoy pensando.

Siento un escalofrío caliente que me baja por el abdomen en la habitación helada, y empiezo a sudar. La molestia del vientre ha cedido ante otra clase de sensación.

– ¿No ibas a dedicarte a la jardinería? -me pregunta-. ¿No dijiste que ibas a no sé qué rosaleda?

– Así es.

Claro, que no voy a no sé qué rosaleda, sino a un jardín con una historia de siglos y que se menciona en todos los libros que tratan de las rosaledas más bellas del mundo. Había cosas un tanto oscuras y vagas en la carta de respuesta de fray Tomás, aunque me daba la más cordial bienvenida.

– ¿Y antes estuviste trabajando en el mar?

– Sí.

– ¿Qué ha sido del genio de la lengua latina?

– Se evaporó.

Cambia de tema.

– ¿No tenías un niño? -pregunta.

– Sí, una niña de siete meses -contesto, pero renuncio a sacar la foto para enseñársela.

– ¿No vivís juntos tú y la madre de la niña?

– No, lo único que hicimos juntos fue la niña. No estaba previsto. En realidad, era amiga de un amigo mío, ¿te acuerdas de Lorlákur? En esa época estaba coladísimo por ella, fue entonces cuando la conocí, sobre todo porque él no hacía más que hablar de ella, aunque su interés no era correspondido.

– ¿No es el que se fue a estudiar teología?

– Sí, eso me dijeron.

– ¿De modo que no estás huyendo de nada? -habla igual que papá.

– No, no.

Estamos los dos inmóviles un rato, cada uno en su lado de la cama. Ella no dice nada. Ninguno de los dos dice nada.

Era el primer invierno después de la muerte de mamá, mi veintiún cumpleaños, y por algún motivo Anna y yo nos habíamos separado del grupo. Era ya bastante avanzada la noche, caía una fuerte nevada y caminamos sobre la nieve crujiente, las primeras huellas del día, hasta llegar al jardín. Nos dejamos caer sobre la nieve y formamos dos ángeles, luego quise enseñarle la tomatera, ella estudiaba biofísica y esa noche en particular estaba muy interesada por la genética de las plantas. Serían quizá las cinco, ya no recuerdo cuando entramos en el invernadero, siempre había luz para las plantas, y se respiraba un fuerte aroma a rosas. En el momento en que entramos en el invernadero nos asaltó una espesa humedad caliente, como si estuviéramos en alguna parte muy lejana del globo, en plena espesura de una selva tropical de treinta metros cuadrados. Justo al lado de la puerta se guardaban las herramientas de jardinería, también había un catre viejo, lo llevé allí yo mismo cuando estaba de exámenes para poder estudiar cerca de las plantas. Después se quedó allí. Mamá tenía también en el invernadero un viejo tocadiscos, la colección de discos era una mezcolanza de música de diversas partes del mundo. La regadera y los guantes rosas de flores de mamá también estaban allí, como si acabara de salir un momento antes. Pero en ese momento no era en mamá en lo que estaba pensando. Nos quitamos los anoraks y yo descubrí un disco que tenía en la funda la foto de una especie de planta trepadora, que parecía una planta ornamental de algún palacio hindú, y bailamos entre el follaje, yo tenía experiencia porque solía bailar con Jósef. Realmente estuvimos charlando un poco de fitobiología y antes de darme ni cuenta habíamos empezado a desnudarnos, estábamos bastante cerca de los tomates verdes. Casi todo lo demás lo recuerdo de un modo confuso. Pero me pareció ver por un instante un rayo de luz que iluminaba la noche, extrañamente cercano, como si lo reflejara la nieve amontonada en el exterior. En ese instante, el invernadero se iluminó como si fuera de día, la luz se filtró entre las plantas y dibujó las formas de las hojas sobre el cuerpo de mi amiga. Acaricié los pétalos de rosa de su estómago y en ese mismo instante sentimos los dos claramente como una corriente, como un ventilador que alguien acabara de encender. No fue sino mucho más tarde cuando recordé lo de la corriente y me puse a pensar en la luz surgida de la oscuridad, como si se tratara de algo no del todo normal. Justo después oímos una grave voz masculina delante del invernadero, enfrente del montón de nieve: era el vecino con una linterna en la mano, llamando al perro. Por la mañana, los dos ángeles seguían esculpidos en la nieve, enlazados por las manos, como parte de una guirnalda de papel recortado. Si mamá hubiera estado viva, me habría mirado con gesto extraño mientras desayunaba, como si fuera depositaria de alguna sabiduría misteriosa. Y como yo no tenía ganas de desayunar, me habría dicho, sin falta, que estaba adelgazando.

«¿O es que aún estás creciendo?», me pregunta, y mira sonriente hacia su franja de cielo. Siempre estaba preocupada por que los tres hombres de su vida estuvieran adelgazando, sobre todo se empeñaba en que yo no comía suficiente. Desde aquella noche no volví a saber nada de la futura madre de mi hija hasta dos meses después; justo a primeros de año, me llamó y me preguntó que si podíamos vernos en un café.

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