Al poco, pienso que conviene cambiar de cartas.
– Estuve en el parto -le digo a la actriz, aunque sé que mi conocimiento del idioma no satisface las condiciones necesarias para entrar en mayores detalles. Es lo que pasa con cualquier cosa de carácter personal que intento decirle a la chica.
Mi compañera de viaje está visiblemente encantada.
– ¿Sí? -me mira con una mezcla de admiración y asombro. Pero la admiración parece predominar en su rostro.
Aunque no sustituía a la comadrona ni nada que se le parezca, realmente estaba allí cuando nació mi hija. Y yo también me emocioné.
Una luz lechosa inundaba el corredor, no me sentía rechazado pero al mismo tiempo me sentía inútil, mi papel en el alumbramiento de la niña terminó nueve meses atrás. Anna llevaba un camisón blanco de hospital, que se hinchaba sobre su vientre dilatado, y calcetines blancos; parecía distraída y preocupada como si no fuera totalmente dueña de las circunstancias.
La comadrona me saludó cariñosa y yo le sonreí a Anna, sabía que la esperaban momentos duros y la compadecí muchísimo, ahora tenía la clara sensación de que todo era culpa mía. Me entraron deseos de pedirle perdón y decirle que lo lamentaba mucho, que nunca fue mi intención que tuviera que pasar por aquello. Pero no hice nada de eso, me limité a hacer lo que me dijeron y me senté todo tieso en la silla destinada al acompañante, al lado de la cama, y le di unas palmaditas en el dorso de la mano a la futura madre de mi hija, por la ventana se veían dos cuervos negros en el alféizar. Las mujeres hablaban entre ellas a media voz y Anna estaba en silencio, tumbada de lado, con un almohadón blanco entre los brazos.
No comprendía cómo a la madre de mi hija se le había podido pasar por la cabeza la idea de tenerme cerca, cuando apenas nos conocíamos. Me parecía totalmente inútil, pero por fortuna todo transcurrió muy deprisa, no tuve necesidad de contemplar los sufrimientos de mi amiga un día tras otro, el parto fue rápido y sin problemas y la criatura nació poco después de la medianoche del viernes siete de agosto, dos horas después de mi llegada al hospital. Era una niña viscosa y rojiza, lloró unos momentos, lo justo mientras los pulmones se le llenaban de aire, y se agitó como una desesperada, luego calló y se calmó mirando a su alrededor con sus ojitos de perla salidos de las entrañas de la tierra. Una especie de bruma cubría sus ojos de color azul profundo, como si aún perteneciesen a otro mundo.
– ¿Y cómo fue eso de ver nacer a la niña? -pregunta mi compañera de asiento en el coche.
– Una sorpresa total.
– ¿Cuál era la sorpresa?
– Uno piensa en la muerte. Cuando uno acaba de tener un hijo, sabe que algún día morirá.
– Qué raro eres -dice ella.
¿Por qué lo habrá dicho? A menos que yo haya entendido mal. Me resulta difícil pensar varias cosas a la vez, no es nada sencillo juntar el significado de unas palabras extrañas y su posible connotación. Mi compañera de viaje se expresa como quien respira, sin el más mínimo esfuerzo. No tengo valor suficiente para preguntarle qué quería decir con eso de raro. Por eso prefiero decir:
– Tú también eres rara.
No sabía lo que pasaba por la cabeza de Anna, pero me pilló un tanto por sorpresa que fuera niña. La comadrona me enseñó la mejor postura para sostener en brazos a aquella niña tan resbaladiza, cómo formar un capullo en el que cupiera aquel cuerpo diminuto que olía a algo dulzón, como a caramelo de vainilla. Mi hija parecía querer adaptarse a mi escaso saber. Me miraba con grandes ojos despiertos, oscuros de cansancio, y estaba de lo más tranquila. A primera vista parecía no tener pelo, pero cuando le limpiaron bien la cabeza asomó una pelusilla amarillenta.
– Mi hija tenía un poquito de pelo al nacer -le digo a mi compañera de viaje, como un jurista que retoma un caso antiguo al disponer de nuevos indicios.
De no haber sido por el olor y el tacto del suave cuerpo infantil, habría pensado que todo era muy irreal, como si estuviera viendo una película. Intenté mostrar mi apoyo a la madre de mi hija dándole unas palmaditas en el hombro, tenía los ojos encendidos, como si hubiera pasado por una experiencia vital que yo jamás podría comprender. El bebé (ensayé las palabras mi hija) era increíblemente pequeño y muy bonito, como una muñeca de porcelana. La comadrona que había envuelto a mi hija en una toalla también comentó lo bonita que era, aunque sus palabras iban especialmente dirigidas a la madre, luego fue como si me mirase asombrada, como si estuviera intentando unirnos a la niña y a mí. Anna tenía el bebé en brazos, pero era como si tuviera la cabeza en alguna otra cosa, como si ya hubiera cumplido su obligación y quisiera dormir. Luego se volvió hacia mí y dijo:
– Es igualita a ti -y me entregó el envoltorio para demostrar que la niña no había salido a su familia, que su contribución había consistido sobre todo en criar a mi hija con las vitaminas adecuadas y después pasar por lo inevitable: traer al mundo a mi hija. Eran las dos de la mañana y estuve pensando cuándo debería empezar a despedirme, comprendía perfectamente que Anna estuviera cansada. La niña me miraba fijamente y me apeteció tenerla en brazos un ratito más, me apeteció decirle a su madre que podía descansar, que durmiera, que yo me quedaría un rato, yo solo con el bebé, bueno, si a ella le parecía bien.
Mientras probaba a llevar en brazos al bebé, la madre de mi hija me observaba con detenimiento. El gesto de su rostro podía indicar que tenía deseos de llorar, o bien de desaparecer de allí y dejarme solo con la niña. Fui yo quien se echó a llorar al final, y no la madre. Ella me miró asombrada, lo mismo sucedió a la comadrona y a la residente.
«Cuando tienes un hijo, no digamos cuando es el primer hijo, los sentimientos pueden estallar», explica la matrona. Lo dijo con estas palabras, habló de los sentimientos que pueden estallar.
– Lloré -digo sin vacilar en el coche. La estudiante de arte dramático me mira con interés. Me doy un más por no haber caído en el pozo de la autosatisfacción delante de la chica.
Y es que aunque en términos estrictos éramos dos desconocidos que compartíamos un bebé, la comadrona insistió con decisión en que me quedara con la madre y la niña la noche que tenían que permanecer en el hospital.
La habitación tenía espacio previsto para los padres, habían pensado en sus necesidades y había un sofá cama. El bebé dormía en una cuna transparente junto a la cama de su madre. La madre de mi hija no puso ninguna pega pero me miró como si estuviera intentando ubicarme dentro de su vida, como si su cuerpo recordara algo que ella estuviera intentando comprender. En vista del poco pelo que tenía mi hija, resultaba preferible que durmiera con gorro, me dijo la comadrona.
– Los enfriamientos empiezan casi siempre por la cabeza -me dijo. Tuve la sensación de que estaba como excusándose cuando le puso a mi hija un gorrito rosa. Antes de firmar el fin de su turno, nos dio a cada uno un folleto con los derechos familiares y los permisos por nacimiento.
La madre de mi hija se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada, lo que era comprensible porque acababa de traer al mundo todo un bebé, estaba exhausta y dolorida. Yo habría querido decirle algo bonito, pero estaba demasiado cansada para escuchar. Imaginé que sería extraño despertar la mañana del jueves para ir al hospital y dar a luz a un niño. También me habría gustado ser amable con ella de alguna forma, pero no sabía cómo hacerlo.
Me pareció casi un sacrilegio que yo, un hombre adulto, me desnudara y me acostara en una cama de la maternidad. Nunca había dormido en la misma habitación que la madre de mi hija, sólo me acosté con ella una vez el tiempo suficiente para concebir a la niña. Me habría resultado ridículo ir por la maternidad en calzoncillos, o incluso en pijama a rayas, prendas en que la madre de mi hijo nunca me había visto. Aquello no era la habitación de un hotel y nosotros no éramos amantes. Un hombre adulto que vaya al váter y se olvide de bajar la tapa no tendría lugar alguno en el dulce mundo de los lactantes y sus madres, en aquel nido forrado de blando plumón.
Cuando se fue la comadrona y Anna se quedó dormida, acerqué la cuna transparente al sofá cama, me incliné sobre ella y miré al bebé. Estaba solo con el bebé, que permanecía despierto y me miraba también, la consecuencia palpable de mi inconsciencia me estaba mirando.
– La niña estaba despierta mirándome -le digo a mi compañera en el coche. Por fin hemos salido del bosque, empiezan campos de girasoles que se extienden cuanto la vista alcanza, unas flores amarillas gigantescas. Ha empezado a llover.
Me incliné más para que mi hija pudiera distinguir bien mis rasgos faciales y ver a su padre. Era un bebé increíblemente bonito; claro que yo no tenía muchos puntos de comparación, aunque había visto algunos lactantes en la maternidad. Pero ésos parecían más bien ancianos, de un color como fucsia y arrugados de miedo ante la vida que acababan de empezar. Mi niña, nuestra niña, era diferente. No es que yo fuera capaz de ver si se parecía de verdad a mí o a su madre, era en cierto modo algo aparte, una edición distinta, aunque no es que yo me hubiera hecho ninguna idea previa sobre el aspecto que tendría el bebé, más bien había rechazado casi por completo cualquier pensamiento al respecto. Examiné con detenimiento a la niña, me la bebí.
Luego levanté la mantita y mi hija extendió las piernas, los dedos de los pies, observé aquellos pies increíblemente diminutos. Había mucha luz alrededor del bebé, pregunté si podría deberse al tejido de las ropas de la cuna.
– Bienvenida -le susurré en voz muy bajita y metí el dedo índice en la palma de la mano de mi bebé. No me quité la ropa y pasé la noche en vela mirando a la niña, un motivo más era que ignoraba cuándo volvería a verla. Su madre y yo no éramos pareja y yo no estaba nada seguro de si vería con frecuencia a la madre de mi hija, aunque naturalmente sería bienvenido cuando fuera a visitar a la niña que habíamos hecho juntos.
La madre de mi hija estaba agotada y durmió toda la noche, con la boca un poco abierta, el sueño de los justos. De vez en cuando comprobaba fugazmente cómo seguía, aunque no fui capaz de abusar de mi situación y mirarla mucho rato seguido. Pero le recoloqué la manta, se la puse mejor por encima, luego alisé también la diminuta manta de nuestra hija. Así lo dejé todo bien lisito para la noche, mamá también me alisaba el edredón cuando se iba tras darme las buenas noches. Eso era lo último que recordaba antes de dormirme en la oscuridad, mamá alisando mi edredón en la oscuridad, luego se iba a la cocina, cerraba las ventanas, apagaba las luces y decía adiós al día. Entonces me di cuenta de que no sabía nada sobre la familia de la madre de mi hija, que no había preguntado por los abuelos de mi hija. Y tampoco podía acercarme a la cama en que dormía, pálida, con las mejillas sonrosadas y los labios brillantes, inclinarme sobre ella, darle un golpecito en el hombro y preguntarle:
– ¿Quiénes son tus padres, Anna? La estudiante de arte dramático está contenta y se revuelve en el asiento, y se queda tremendamente seria y expectante, por si acaso consigo formar más frases de cinco palabras.
– Me miraba un bebé recién nacido -repito. Luego me incliné sobre la niña y la levanté con mucho cuidado, no pesaba nada, con su pelele de felpa, y me tumbé lentamente sobre la almohada del sofá, la niña en brazos, la coloqué lo mejor que pude encima de mi vientre y la cubrí con la manta. Tenía las piernas recogidas, en posición fetal, y tiré suavemente de uno de los pies y luego del otro, y entonces mi hija estiró ella sola una pierna y yo la noté en mi ombligo. Aunque intenté respirar superficialmente, la niña se movía arriba y abajo, como si estuviera en un colchón de goma mecido por el agua, le acaricié suavemente la espalda hasta que se durmió, yo tuve todo el cuidado del mundo para no quedarme dormido.