Capítulo 3

No me llevo muchas cosas, papá se extraña de lo pequeño que es mi equipaje. Envuelvo los esquejes en hojas húmedas de periódico y los coloco en el bolsillo delantero de la mochila. Vamos en el Saab, que es de papá desde que tengo memoria; Jósef va sentado, silencioso, en el asiento trasero. Papá se pone boina cuando viaja, cuando sale de la ciudad. Conduce muy por debajo del límite legal de velocidad, desde el accidente no supera los cuarenta kilómetros por hora. Va tan despacio al cruzar el atormentado malpaís que puedo contemplar los pájaros que se posan regularmente en los violáceos picos de lava en los variados colores del alba hasta donde alcanza la vista, una capa de color encima de otra, como una trágica composición musical in crescendo. Papá tampoco está muy acostumbrado a conducir, era casi siempre mamá la que conducía. Hay una larga fila de coches detrás de nosotros, y constantes intentos de adelantarnos. Pero eso no altera la concentración de mi padre al volante. Tampoco tengo miedo de perder el avión, porque papá llega siempre con tiempo de sobra.

– Papá, ¿quieres que conduzca yo?

– No, gracias, Addi. Aprovecha para disfrutar la tierra de la que te estás despidiendo, seguramente en los próximos tiempos no tendrás muchas oportunidades de viajar entre lava.

Los dos callamos un rato mientras disfruto de la tierra de la que me estoy despidiendo. Más tarde, cuando hemos tomado la desviación que lleva al faro, papá se empeña en charlar un poco de mis perspectivas de futuro, de lo que pienso hacer con mi vicia. No le agrada demasiado mi interés por la jardinería.

– Perdona, Lobbi, que tu anciano padre esté siempre preguntando por tus planes para el futuro, no es curiosidad ni mala idea.

– No pasa nada.

– ¿Ya has decidido lo que piensas estudiar?

– He optado por la jardinería.

– Un chico con tu talento para el estudio.

– No empieces otra vez, papá.

– Creo que desperdicias tus dotes, Lobbi.

Es difícil explicárselo a papá; el jardín y las rosas del invernadero eran un interés que yo compartía con mamá.

– Mamá me habría comprendido.

– Sí, tu madre aprobaba prácticamente todo lo que hacías -dice-. Pero no le habría disgustado que fueras a la universidad.

Cuando nos mudamos al nuevo barrio, éste carecía de vegetación, todo eran extensiones de tierra yerma y losas de piedra y pedregales azotados por el viento. En todas partes había edificios nuevos o cimientos de casas, medio llenos de agua pardusca. Los ralos arbustos bajos llegaron mucho más tarde. El barrio estaba abierto al mar, habitualmente soplaba un viento fuerte y no había sitio donde construir un lugar protegido en los jardines, la gente renunció a plantar macizos de pensamientos. Mamá fue la primera del barrio que se atrevió a plantar árboles, y los primeros años pareció que era un capricho imposible. Mientras otros se contentaban con plantar algo de césped y, si acaso, setos bajos entre los jardines, para poder tumbarse al sol con la brisa los tres días de buen tiempo del verano, ella plantó un laburno, un arce, un fresno y arbustos de flor al abrigo de la casa. No se rindió aunque tenía que plantar los cepellones, por así decir, directamente sobre la roca.

El segundo verano, papá construyó el invernadero al sur de la casa. Poníamos las plantas primero en el invernadero y crecían allí hasta que las trasplantábamos al jardín durante la primera o las dos primeras semanas de junio, cuando había dejado de helar por las noches. Al principio nuestra idea era dejarlas fuera sólo en pleno verano y después volverlas a meter en el invernadero, pero aquel otoño fue templado y las dejamos al aire libre un mes más. Luego, un invierno dejamos nuestras plantas dormitar bajo una capa de dos metros de nieve. Al final, todo crecía en el jardín de mamá, en sus manos todo echaba firmes raíces. Poco a poco, la parcela se convirtió en un jardín de cuento que despertaba asombro y llamaba la atención. Después de la muerte de mamá, las vecinas han venido algunas veces a pedirme consejo.

«Es necesario ser un poco meticulosos, pero sobre todo hace falta tiempo», ésa era la filosofía del jardín que tenía mamá, resumida en una sola frase.

– No niego que tu madre y tú teníais vuestro mundo, del que no formábamos parte ni Jósef ni yo, tal vez no lo comprendamos.

Últimamente, papá ha empezado a hablar de Jósef y él como una unidad, «Jósef y yo», dice.

Mamá tenía a veces la ocurrencia de salir y ponerse a trabajar en el jardín, o a ocuparse de algo en el invernadero en plena noche clara de verano, era como si no necesitara dormir como los demás, especialmente en verano. Cuando yo volvía a casa por la noche después de ir de marcha con mis compañeros, mamá estaba atareada en un macizo de flores con un cubito rojo y guantes de jardinería con florecitas rosas estampadas, mientras papá dormía a pierna suelta. Como no podía ser menos a esas horas, no había nadie por las calles y todo estaba en absoluto silencio. Mamá me daba los buenos días y me miraba como si supiera sobre mí algo que yo desconocía por completo. Así que me sentaba en la hierba a su lado media hora a arrancar las malas hierbas, por hacer algo, era tan sólo una forma de hacerle compañía. Quizá tenía en la mano una botella de cerveza a medias, y la metía en el macizo de pensamientos mientras me tumbaba con un codo debajo de la cabeza para ver pasar los nubarrones. Cuando quería estar a solas con mamá, me iba con ella al invernadero o al jardín, así podíamos charlar. A veces estaba distraída pensando en otra cosa y si le preguntaba en qué pensaba, me respondía sí, sí, me parece muy bien lo que dices. Y sonreía para mostrar su conformidad, con gesto risueño.

– Para un estudiante tan destacado como tú no hay mucho futuro en la jardinería.

– Bueno, yo no sé qué es eso de ser un estudiante destacado.

– Aunque tu padre sea ya mayor, Lobbi, todavía no es un carcamal. Resulta que tengo guardados todos tus certificados de notas. Doce años, y el primero de la clase; dieciséis años, y el primero del curso; terminaste el bachillerato como primero de tu promoción.

– No puedo creerme que guardes todas esas cosas -las tendría guardadas en una caja o en el trastero-. Tira esa basura, papá.

– Demasiado tarde, Lobbi; Prröstur, el enmarcador, les va a poner marco a todas.

– ¿No lo dirás en serio?

– ¿De modo que ni siquiera te planteas ir a la universidad?

– No, de momento no.

– ¿Y botánica?

– No.

– ¿Biología?

– No.

– ¿Y fitobiología o fitogenética con especialización en fitotecnología?

Papá se ha estudiado los planes de estudios. Tiene el volante bien apretado entre las dos manos y no aparta la mirada de la carretera.

– No, no me interesa ser científico ni profesor de universidad.

Me siento más a gusto en la tierra mojada, es muy distinto poder tocar plantas vivas; a un laboratorio no llega el olor de la hierba después de un chaparrón. Es difícil expresar en palabras que papá entienda el mundo que compartíamos mamá y yo. Mi interés está en lo que crece de la tierra fértil.

– Pero quiero que sepas que tengo guardados unos ahorros que serán tuyos si quieres continuar tu formación y entrar en la universidad. Eso es aparte de la herencia de tu madre. Jósef está contento donde está -añadió-. Naturalmente, me ocuparé de que no le falte nada a él tampoco.

– Muchas gracias.

No hablo mucho de jardinería con papá. Claro, que tampoco puedo ir y contarle a mi electricista que a lo mejor no sé lo que quiero, que puede ser difícil decidir algo así de una vez por todas, en un determinado momento de la vida.

«No se llega demasiado lejos con los sueños, mi querido Lobbi», diría papá.

«Hay que seguir los propios sueños», habría dicho mamá.

Y luego se habría asomado por la ventana de la cocina para observar un buen rato su territorio, no sólo lo que se extendía pocos metros más allá del invernadero y del vallado, como si el jardín fuera solamente una parcelita llena de flores que no dejara ver lo que había más allá de la valla porque estaba repleta de las más variadas matas, árboles y otras plantas, sino como si estuviera esperando huéspedes llegados de lejos. Después echaría en un cuenco las pasas de una bolsa, lo pondría debajo del grifo y dejaría que se desbordara.

– Desde luego, siempre es mejor que pasarse meses mareado en un arrastrero -dice papá finalmente.

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