A la mañana siguiente hay en el cielo una extraña nube, tiene forma de gorro de niño con cenefa de encaje. Tras haber experimentado la muerte y la resurrección, estoy mejorando visiblemente, y cuando aprieto la cicatriz un poco, el dolor casi ha desaparecido. Es normal que uno vea las cosas de un modo distinto con el nuevo día.
«Todo lo que hace falta es dormir y tiempo», habría dicho mamá.
No puedo decir que sienta deseos de volver a casa, que haya algo que me llame. Es posible que no sea muy normal que un hombre de veintidós años de edad sienta tanta alegría por estar vivo, pero creo que tengo buenos motivos para ello, tras las desventuras de los últimos días. No existen días normales y corrientes mientras estás vivo, mientras tus días no están contados aún. Las plantas también parecen estar estupendamente en el alféizar, están desarrollando unas raicillas finísimas, blancas, casi invisibles. Decido vestirme y salir a comprarme algo de comer.
Al regresar con el pan y el salchichón, suena el teléfono. Es papá. Pregunta qué tal ando y si ya he desayunado. Luego vuelve a preguntar por Pórgunnur y por el tiempo. Le hablo de una extrañísima formación nubosa y él me dice que allí siguen con tormenta del norte, viento recio y copiosas nevadas. Luego añade:
– ¿Te podrás creer que tu foto de graduación se me cayó de la mesa de noche y se le rompió el cristal?
– A mí no me hicieron ninguna foto de graduación.
Ni siquiera me puse la gorra de estudiante cuando acabé el bachillerato.
Pero mamá me hizo una foto en el jardín el día de mi graduación, mamá era un bicho malo. Luego nos hizo una foto a Jósef y a mí juntos, él me tenía cogida la mano, como suele hacer, yo le sacaba la cabeza. Al final Jósef nos tomó otra foto a mamá y a mí al lado del macizo de azucenas rojas, en la que los dos nos estamos riendo. No sé si papá está perdiendo oído, o es que prefiere no escuchar algunas de las cosas que le digo.
– La estaba cambiando de sitio cuando se cayó al suelo. Pröstur, el del taller de marcos, le va a poner uno nuevo, un poco más grande que el que tenía. Estuvo de acuerdo conmigo en poner un paspartú más fuerte, el borde blanco sustituirá la gorra.
Ya no tengo ánimos de seguir hablando con papá.
– Elegí un marco de caoba.
– Bueno, papá, mejor hablamos luego.
– ¿Te parece bien la caoba, Dabbi?
– Sí, me parece estupendo.
Hasta que me quiten los puntos estoy de vacaciones, así que puedo tumbarme en la cama a leer. Leo todo el día. Por la tarde saco el libro de jardinería de la mochila y hojeo rápidamente los primeros capítulos sobre céspedes, principal preocupación de los jardineros, otro sobre plantas ornamentales, hasta que me detengo en el capítulo sobre la poda ornamental de los árboles. De ahí paso a un interesante capítulo sobre injertos, lo cierto es que información sobre injertos no se encuentra en cualquier sitio.
A decir verdad, no sé qué me espera en el jardín, la carta no decía nada sobre mi trabajo allí. Aunque preferiría dedicarme a las rosas, tampoco me molestaría podar arbustos y segar la hierba hasta que tenga la oportunidad de plantar los esquejes. Pero me pareció extraño que el fraile al que escribí me preguntara por mi número de calzado.
Estoy leyendo sobre mutaciones genéticas de las plantas cuando meten una llave en la cerradura y mi amiga asoma por la puerta. Yo estoy metido en la cama.
Hace un frío horrible -dice sin preámbulo-. ¿Has puesto la calefacción?
– No sé en qué posición se enciende.
– Sólo hay que enchufar y encender -dice, y se quita la boina roja, se suelta del cuello la bufanda y se quita la chaqueta verde de ante. Luego, mi amiga de infancia se quita toda la ropa menos las bragas y la camiseta rosa, levanta la sábana y pregunta-: ¿Hay sitio?