– ¿No te apetecía conocer mejor a la futura madre de tu hijo?
– Sí, quizá, pero no hubo opción, nuestras vidas se alejaron, sin más.
– ¿La volviste a ver antes de que naciera el niño?
– Sí, una vez -respondí.
La siguiente vez que vi a la madre de mi hija fue a finales de abril, cuando estaba haciendo cola para comprarse un perrito caliente. Crucé la calle corriendo y me puse en la cola detrás de ella, entre los dos había un hombre. Como yo la vi primero, pude observarla antes de saludarla. Llevaba un chaquetón azul, el espeso cabello oscuro sujeto en una coleta y una bufanda muy grande, enroscada dos vueltas al cuello, porque la primavera se presentaba fría. Ya se notaba el embarazo, el niño ya era una realidad. Sentí los latidos de mi propio corazón y no pude evitar la idea de que, desde aquella noche, en el interior de mi amiga palpitaban dos corazones, pero cuando intenté revivir la visita al invernadero, despertaron apenas otras imágenes que las de las hojas que habían caído sobre su vientre tibio.
La oí pedir su perrito con todo menos cebolla y con un poco de remolacha, y pensé en que el niño también tomaría un perrito con todo excepto cebolla, que se alimentaba de ella, aunque sus ojos pudieran parecerse a los míos.
Esperé a que el otro hombre hiciera su pedido antes de saludarla, me puse delante de ella y dije hola.
– Hola -me sonrió con el perrito en una mano, parecía extrañada de verme y también algo turbada. La madre de mi hija y yo éramos dos extraños que se saludaban en una esquina. Le pregunté qué tal estaba, pero ella acababa de darle un mordisco al perrito, de modo que tuve que esperar a que acabara de masticar y tragar. Sentí que era una torpeza preguntarle aquello de sopetón, justo cuando tenía la boca llena, pero ella hizo lo posible por masticar deprisa, y mientras tanto la miré a los ojos. Luego se limpió a toda prisa la mostaza invisible de una de las comisuras de la boca. Tenía una boca bonita. Me dijo que estar embarazada era como pasarse varios meses seguidos mareada en el mar. La comprendí perfectamente y me di cuenta de mi responsabilidad, en esos mismos días había acabado un turno de pesca y estaba esperando el siguiente. Añadió que ya había pasado lo peor y que estaba a punto de empezar los exámenes.
Miraba de tanto en tanto su medio perrito, estábamos uno frente al otro y yo veía cómo se iba secando la mostaza. Mientras se recolocaba la bufanda violeta, me dejó su salchicha y yo la cogí con la mano izquierda al tiempo que sostenía la mía en la derecha, estaba ocupándome de una cosa suya sin importancia; esas cosas que suelen hacer los amigos. Ella no tenía pinta de madre expectante, no había nada en ella especialmente maternal, sólo parecía una chica que estaba empezando los exámenes y liada con los trabajos escritos.
Le devolví su perrito y ella también me miró estudiándome, y sin querer me pasé la mano por mi espeso cabello despeinado, quería causarle buena impresión. No sabía si ella pensaba alguna vez en mí, en aquel momento estaría probablemente pensando cómo sería el niño, no era nada cómodo ser pelirrojo.
– ¿Sabes ya el sexo del bebé? -pregunto.
– No -responde-, pero tengo el presentimiento de que será un chico.
Por una fracción de segundo (como el resplandor de un rayo que atraviesa la mente) me veo llevando de la mano a un muchachito con impermeable azul y pasamontañas también azul, acabo de recogerle en casa de su madre o voy a dejarle allí, pero no consigo llenar el tiempo entre ambas cosas. Claro que había podido estar echando pan a los patos: el lago estaba helado y habíamos ido a la esquina donde el agua está siempre líquida y los patos pueden nadar. En el cuadro llevo al chico de la mano, no quiero perderle, me lo han confiado por medio día y no voy a dejar que se me caiga en el estanque de los patos ni nada por el estilo. Pero me resulta difícil escenificar algo que aún no se ha convertido en realidad. Aunque no fuese a criar al niño en compañía de la madre de mi hijo (ensayé la expresión «madre de mi hijo»), no soy ningún canalla y tuve ganas de decirle que podía confiar en mí, que yo podía llevar al chico a las clases de gimnasia y que podríamos seguir siendo amigos.
«Que tengas suerte en los exámenes», le digo cuando nos despedimos. Lo único que podía hacer era esperar a que Anna me llamase una tarde para ir a ver al niño.
– Lo único que podía hacer era esperar a que naciese el niño -le digo a mi acompañante, y abandono el tema.