Aunque yo preferiría trabajar en el jardín todos los días, el padre Tomás insiste en que me tome los domingos libres, así que tengo que encontrar algo que hacer. Ya he cambiado los macizos de rosas para que recuperen su disposición original y he rehecho la distribución de los colores, he podado los setos y arbustos que bordean el antiguo sendero, he limpiado a fondo el estanque del centro del jardín y he atado las rosas trepadoras a las que se les permite seguir existiendo en las paredes del ala norte del monasterio. Después de planificar el trabajo de la semana que viene, leo libros que saco en préstamo de la biblioteca de los monjes. Los domingos, la sesión de cine en la habitación del padre Tomás es muy temprano, así que tengo que pasar solo el resto de la tarde.
A fuer de ser sincero, no puedo decir que me sienta solo, aunque desde luego hay ratos, sobre todo debajo del edredón, bueno, de la sábana y la manta, que es lo que se usa aquí, en los que me gustaría tener alguien que me acompañara a casa. A veces me resulta difícil dormir, siento como si me faltara algo ese día, y no quiero que se acabe aún. Exactamente igual de difícil que imaginarme que rompo una relación sentimental con otra persona. Aunque pienso de cuando en cuando en mi hija, y más raramente en su madre, no puedo decir que eche de menos a nadie de casa. Mi hija es aún demasiado pequeña para necesitarme.
Sigo siendo el extranjero, aunque estoy empezando a empaparme de la vida que me rodea, los sonidos de la aldea se van filtrando poco a poco dentro de mí, y mi mundo y el de los demás ya no están tan completamente distanciados.
Algunos lugareños han empezado a saludarme por la calle. Aparte del padre Tomás, al que veo todos los días, la primera es la chica de la librería. También he empezado a comprender un poco el idioma: después de dos semanas hay como diez palabras que he oído más de una vez y cuyo significado ya conozco; a las tres semanas destacan ya una veintena de palabras nítidamente, como una roca pulida por el viento que resalta entre materiales más blandos. Luego intento armonizar los tiempos verbales y expresarme de modo comprensible, y noto que voy haciendo progresos. Cuando pido trece postales de la iglesia, porque tengo que practicar los numerales cardinales, la chica de la librería se ríe. Entretanto, su padre está sentado delante de la caja repasando las cuentas en una hoja de papel cuadriculado. Mientras prepara las postales, la chica me pregunta algo que debía de tenerla muy intrigada: ¿soy yo el chico del jardín del convento? Otras personas ya me habían preguntado qué estaba haciendo en un lugar tan apartado. Luego se vuelve hacia su padre, asiente con la cabeza y le dice unas palabras que no entiendo. Pero sé que está confirmando las sospechas, porque los dos me miran y asienten con la cabeza.
Guardo la frase en la memoria y cuando llego a la habitación busco las palabras en el diccionario.
– Es el chico de las rosas -dice mientras cuenta las postales, las mete en un sobre marrón, dobla la solapa y me lo da.