Las azafatas van deslizándose entre los asientos, las piernas vestidas con pantis marrones de nylon y sandalias de tacón alto es lo que aparece en mi línea de visión, pues estoy sentado hecho un ovillo. No me pierden de vista y hacen varios viajes de ida y vuelta por el avión para comprobar mi estado, quitar el polvo del respaldo, ofrecerme almohada y manta, ordenarlo todo y ponerme más cómodo.
– ¿Quieres una almohada, quieres una manta? -preguntan, con gesto de preocupación, y me colocan una almohada detrás de la cabeza y me cubren con una manta. Luego vuelven a la parte de atrás y se dedican a charlar de sus cosas.
– ¿Estás indispuesto? -pregunta mi vecina, la del asiento de la ventana, la del jersey amarillo de cuello alto.
– Sí, no me encuentro bien -respondo.
– No tengas miedo -dice sonriente, y me recoloca la manta. Ahora veo que podría tener la edad de mamá. Tres mujeres cuidan de mí en el avión, yo soy un niño pequeño y estoy a punto de echarme a llorar. Me incorporo en mi asiento y me esfuerzo en quitar la tapa de aluminio de la bandeja de comida. Casi cuando la azafata está yendo a la fila siguiente le pregunto qué lleva el menú.
– Voy a comprobarlo -dice, y desaparece en la parte de atrás del avión.
Tarda en regresar, pero a fin de demostrar a la señora del asiento de al lado que soy un chico bien educado, lo que mamá, en efecto, confirmaría inmediatamente, le doy la mano y me presento.
– Arnljótur Pórir [1].
Y para decir aún más, meto la mano en el bolsillo de mi chaqueta de cuero y saco una foto de un bebé calvo metido en un pijama verde de felpa. Es bastante posible que no le parezca demasiado varonil viajar con esquejes de flores envueltos en obituarios mojados y vomitar la comida del avión, pero no le doy ocasión de preguntarme más detalles sobre mi situación personal e impido también que me ofrezca un trozo de chocolate, así que me anticipo.
– Mi hija -le digo al tiempo que le entrego la foto.
Me da la sensación de que la mujer sufre un cierto sobresalto, luego sonríe amistosa, busca en el bolso las gafas de leer, coge la foto y la observa a la luz.
– Bonito bebé -dice-. ¿Qué edad tiene?
– Cinco meses cuando se tomó esta foto. Ahora tiene seis y medio -añado. Me apetece decir seis meses y diecinueve días, pero el dolor del vientre no me permite entretenerme en más explicaciones.
– Un bebé muy bonito y muy despierto -repite-, con ojos grandes y luminosos. Quizá no tenga mucho pelo para ser una niña, a decir verdad pensé que era un niño.
La mujer me mira con afecto.
– Recuerdo que acababa de despertarse y que le habíamos quitado el gorrito -digo yo-, por eso tiene así el pelo. Pues sí, recién levantada del carrito -añado. Cojo otra vez la foto y la meto en el bolsillo. No tengo más que decir sobre la falta de pelo de mi hija, de modo que ese tema de conversación está agotado. Y encima, ese molesto dolor hace desaparecer todas las demás ideas. He de vomitar otra vez y cuando cierro los ojos veo en mi imaginación o en mi memoria la salsa verdusca cubriendo el pescado frito. La señora de al lado me mira con preocupación. Pero no tengo ánimos para iniciar más conversaciones, por eso finjo que tengo otras cosas que atender y vuelvo a coger la mochila. Saco el cuaderno que contiene mi colección de plantas secas, y por una ironía del destino lo abro por la página con las plantas más antiguas, tréboles de seis hojas prensados, recogidos todos ellos la misma mañana en el prado de casa. Papá consideró muy significativo que encontrara tres tréboles de seis hojas el día en que cumplía seis años, como un presagio de la fiesta de cumpleaños que se celebraría más tarde, o de un sueño que se realizaría en forma de un árbol, en el jardín, por el que podría trepar.
– ¿Llevas un herbario? -pregunta mi compañía femenina del asiento de al lado, visiblemente preocupada. Eludo la pregunta pero cojo entre dos dedos, con mucho cuidado, un trebolillo y lo levanto hacia la luz de lectura del avión; es el último que sigue entero, frágil y quebradizo, la flor de la eternidad. Me temo seriamente que padezco una intoxicación alimentaria aguda, pero no deja de ser simbólico del punto al que ha llegado mi vida, que el tallo cuelgue de un hilo azul.