No tardé mucho en encontrar el coche adecuado. Un Opel Lasta 37 amarillo limón con nueve años de antigüedad me está esperando en la calle. Tiene radio y parece estar en perfecto estado, limpio por fuera, y acaban de pasarle la aspiradora por dentro y de vaciar el cenicero. Desde luego que circuló una cantidad increíble de kilómetros, ciento cincuenta y cinco mil, pero el precio era de lo mejor, regalado más que vendido, que diría papá. Pago el coche al contado, cuento los billetes sobre la mesa, el vendedor me mira de reojo, luego sella la factura y garrapatea sus iniciales encima del sello. Como ya me han quitado los puntos en el hospital, puedo ponerme en camino. Pero primero voy a un vivero de las afueras a comprar tierra para los esquejes. No consigo resistir la tentación y compro además dos rosales más grandes, en maceta, luego apelmazo un poco la tierra con los dedos alrededor de las finísimas raíces blancas y coloco las plantas en el maletero con mucho cuidado. Al principio me dirijo hacia el sol, no puede ser más simple. Quizá aún me esté buscando a mí mismo, pero al menos sé adonde voy.
En la primera estación de servicio compro botellas de agua para regar las plantas, un mapa de carreteras para no perderme, un sandwich para el almuerzo y un cuaderno para anotar datos numéricos: kilometraje y gastos. Cuando voy a pagar y la mujer de la caja ya lo ha sumado todo, cojo un paquete de preservativos que está expuesto al lado justo de la caja y lo pongo encima del mapa, no quiero arriesgarme a que algo inesperado me pille desprevenido; si a todos les llega el momento por azar, también puede llegarme a mí. El paquete es de diez, me podría durar varios días o varios años.
Llamo a papá desde una cabina al salir de la estación de servicio, justo lo necesario para decirle que me han quitado los puntos y que ya estoy en camino.
– No se te ocurra ir por autovía, Lobbi.
– No, iré por carreteras secundarias, como quedamos.
– Naturalmente, los extranjeros no conducen a menos de ciento veinte. Claro que nosotros tampoco nos quedamos cortos. No hay más que abrir los periódicos. El fin de semana pasado pillaron a uno de tu edad a ciento cuarenta kilómetros por hora en una carretera de tierra, en medio de una urbanización de casas de verano. Iba en un coche de empresa con publicidad de un herbicida, que todos pudieron ver cuando pasaba a toda marcha, le detuvieron en la tienda más próxima, donde había parado a comprar patatas fritas; no llevaba carné.
– No te preocupes, el coche que he comprado no pasa de los setenta kilómetros por hora -le digo, aunque en realidad aquí estoy fuera de la jurisdicción de papá.
– En el camino de un hombre por el extranjero se presentan muchas tentaciones, Lobbi, y muchos buenos chicos han caído en ellas como tontos -luego me cuenta que Jósef va a ir a comer y que ha pensado en invitar también a Bogga, porque el otro día le invitó ella a él a sopa de carne.
El problema radica en que es incapaz de descifrar las recetas de mamá.
– Son hojas sueltas, la escritura no es siempre legible y al parecer no mencionaba cantidades ni proporciones. En las hojas no hay números.
– ¿Qué pensabas cocinar?
– Sopa de fletán.
– Creo recordar que hacer sopa de fletán es bastante complicado.
Ya he comprado el fletan. La cuestión es dónde se meten las ciruelas pasas y si hay que ponerlas en remojo la mañana anterior, como cuando mamá hacía gachas de ciruelas.
– Creo que también ponía las ciruelas en remojo por la mañana cuando hacía sopa de fletán.
– Eso mismo recordaba yo.
– Bueno, papá, te llamaré algún rato por el camino.
– Sé muy prudente, Lobbi.
Extiendo el mapa de carreteras sobre el capó amarillo limón y compruebo el itinerario. No conozco el país pero busco nombres de lugares, números de carreteras y distancias kilométricas. Me percato de que si sigo una antigua ruta de peregrinos que atraviesa las fronteras de tres países daré, desde luego, vueltas y más vueltas de una iglesia a otra y el camino se hará más largo, pero a cambio tendré la posibilidad de familiarizarme con la vegetación y charlar con los lugareños. Cuando uno tiene que estar siempre preguntando el camino, conoce gente, practica el idioma y come en restaurantes caseros. Pongo el dedo índice sobre el mapa y decido que allí me alojaré esta noche, aproximadamente por allí, dos centímetros arriba o abajo. Exactamente doscientos kilómetros más o menos en el mapa del mundo. Muchas guerras han empezado por menos que eso, incluso por un par de milímetros de más o de menos. Voy pasando el índice hasta el borde del mapa, al destino de mi viaje, al final del todo, en la parte más baja del capó. El lugar no está indicado en el mapa, pero me parece que la ruta de peregrinos acaba por allí cerca. Me doy cinco días para llegar a mi destino, la rosaleda.