Justo cuando me creía perdido sin remedio e iba a dar media vuelta, aparece el restaurante todo iluminado al final del desvío. Como no podía ser menos, las ventanas tienen visillos de encaje. Frente al edificio hay un coche. Paso por delante de la casa hasta llegar a la cocina, donde se ven animales del bosque despellejados y colgados en fila: liebres, conejos y jabalíes. Ahí está el propietario, que ha salido a la puerta para recibirme e invitarme a entrar a un pequeño comedor con unas pocas mesas. En las paredes hay pieles de animales y una cabeza de ciervo disecada, así como una colección de escopetas. Al parecer soy el único cliente, el lugar huele a limpio y a comida y en la mesa hay un mantel blanco almidonado y una servilleta de tela, tres vasos delante del plato y tres cubiertos de distinto tamaño.
No he avanzado mucho en la lectura del menú, que el hombre intenta explicarme por encima de mi hombro haciéndome perder el hilo. Dice «un momento», para que no se me ocurra marcharme, y entra a la cocina, de la que sale acompañado de una mujer con un delantal inmaculado, con la que yo diría que lleva viviendo muchos años, porque ni siquiera tiene necesidad de explicarle el problema. La mujer se dedica a aconsejarme en la elección de los platos.
– ¿Quiere esto o prefiere esto otro? -pregunta la mujer.
Yo asiento con la cabeza. Y la mujer se echa a reír de repente.
– ¿Qué le apetece? -pregunta.
Es la peor pregunta que podría imaginarme, pues me toca en lo más íntimo: no sé aun lo que quiero, hay tantas cosas que quiero probar y tantas cosas que quiero entender.
– Ese es el problema -le digo a la mujer-, no sé qué me apetece.
Sospecho que no se debe de poder llegar mucho más bajo en la escala de valores de un restaurante en medio del bosque, no saber siquiera lo que apetece comer. La mujer mueve la cabeza, comprensiva.
– Tomaré lo que usted me aconseje -le digo para acabar de una vez con el tema. La señora parece satisfecha, no es la primera vez que le pido a una mujer que decida por mí.
– Confíe en mí -me dice, parece a un tiempo misteriosa y tranquilizadora-, no se verá decepcionado.
Tras un breve rato yo solo en el comedor, debajo de la cabeza de ciervo, vuelve la mujer con un plato y una botella de vino. Resulta ser el primero de muchos platos. Llena uno de los vasos.
– Me he tomado la libertad de elegir también el vino -dice-, que le aproveche -se aparta un poco mientras observa mi reacción-. ¿Qué le parece? -pregunta.
– Muy rico -respondo, con la boca llena de paté templado con salsa de setas silvestres.
– Eso pensé -trae la foto de un erizo para mostrarme el origen del paté. A continuación del paté de erizo van llegando al menos otros tres entrantes, un paté tras otro, paté de jabalí, paté de pato y paté de hígado de oca, seguidos por tres especialidades del restaurante del bosque: asado de gamo, entrecot de alce, pata de ciervo, un plato de carne seguido por otros. Según la colección de fotos de la mujer que acompaña a cada plato, todo, literalmente todo lo que sirven, procede del bosque. Los platos no llevan mucha guarnición de verdura, en cambio hay salsas y pan. La mujer no está dispuesta a ceder y tengo que beberme un vaso de vino con cada nuevo plato. Ella y su marido son muy cordiales y me hacen preguntas que yo intento responder lo mejor que me permiten mis conocimientos de la lengua. Cada vez que presentan un plato nuevo creo que es el último y que la cena ha terminado. El hombre me pregunta adonde me dirijo, y se lo digo. De vez en cuando aparece por el comedor una chica de mi edad que entra y sale y no me quita ojo, veo que lleva falda de lunares. Tengo la sensación de que toda la familia me está observando, que aquí hay gato encerrado.
Pero lo único que puedo decir es que la cena es exquisita y la cuenta ridículamente baja. Como he bebido demasiados vasos de vino para poder seguir mi camino, pregunto a la mujer si hay alguna pensión en el bosque. Resulta que el piso superior de la casa es un hostal, de modo que recojo la mochila y saco las plantas del maletero. La familia me observa mientras subo las escaleras y el marido me pregunta si me dedico a la jardinería, y yo le respondo que, bueno, se puede decir que sí. La mujer dice que puedo abonar la cena por la mañana, y después de beberme un vasito de licor de arándanos, obsequio de la casa, riego las plantas por última vez, me lavo los dientes, me desnudo y me meto debajo de las blanquísimas sábanas.