Capítulo 35

Al monasterio se puede llegar a pie, está en lo más alto de la colina y hasta él conducen desde el pueblo unas empinadas escaleras. ¿Quién podría esperar una rosaleda en este lugar, tan alto sobre el nivel del mar y encima de un roquedal? Al principio no veo el jardín pues está rodeado por los muros del monasterio en tres lados, sólo está abierto por el que da al extremo opuesto al pueblo. Allí abajo se extienden las colinas cubiertas de viñedos, la base de la producción vinícola de los monjes. El hermano Matías es quien me recibe, le han encargado que me enseñe el jardín y me instruya sobre las circunstancias.

– El padre Tomás me habló de ti, y añadió que te reconocería al momento -dice sonriente-. Dijo que destacas entre la multitud, tan alto y tan pelirrojo. Estamos encantados de tenerte aquí con nosotros.

La rosaleda más famosa del mundo ya no es ni sombra de lo que fue, tal y como me advirtió hasta en tres ocasiones el padre Tomás. Senderos y losas han desaparecido cubiertos por las malas hierbas, los rosales parecen crecer convertidos en una especie de único arbusto enmarañado, y en tiempos había un estanque en el centro del jardín y parterres con bancos. Aunque, a pesar del desorden patente por todas partes, consigo reconocer el jardín que vi en dibujos y fotos.

– Sí, es cierto, el jardín está ahora hecho una pena, lo hemos descuidado durante mucho tiempo -me explica el hermano Matías-. Nos hemos centrado en la producción de vino y en la biblioteca. En estos momentos hay más de mil manuscritos aún sin catalogar. Y por si fuera poco, el número de monjes ha disminuido mucho. Los hermanos de orden más jóvenes prefieren dedicarse a los libros en vez de salir al jardín, si acaso salen un rato es para fumar -me dice el hermano Matías, que parece andar por los ochenta.

Paseamos por el jardín, hay cosas que me sorprenden: el jardín parece incluso mayor de lo que había imaginado. Y aunque haya que reconstruirlo prácticamente desde cero, veo que no es imposible, y sé cómo salvarlo. 1,a mayoría de las especies de rosas siguen en su sitio. No puedo evitar la tentación de tocar las plantas, de acariciar las suaves hojas verdes, no veo pulgón por ningún lado.

– Sí, es cierto -dice el hermano Matías-, la mayoría de las especies siguen en su sitio. Tampoco son sólo las que se ven ahora, pues las rosas florecen en distintas épocas del año; precisamente ahora no hay muchas especies en flor, probablemente no más de setenta.

Nos abrimos paso por los viejos senderos cubiertos de hierbas y arbustos, muy a lo lejos pueden distinguirse los árboles frutales, que parecen estar dispuestos en círculo alrededor del jardín.

– Rosa gallica, Rosa mundi, Rosa centifolia, Rosa hybrida, Rosa multiflora, Rosa candida -enumera el hermano Matías.

Mientras paseo por el jardín con el hermano Matías, empieza a cobrar forma poco a poco en mi mente El Majestuoso Jardín de las Rosas Celestiales, como lo llamaban en los libros antiguos. Habrá que comenzar por desarraigar las malas hierbas y podar las plantas, lo que me podría llevar dos semanas si trabajo en el jardín diez horas diarias, luego habrá que escamondar y replantar. Mentalmente ya tengo elegido un sitio, protegido y soleado, para la nueva especie de rosa que he traído. Quizá al principio no se vea ni florezca enseguida, pero aquí se dan precisamente las condiciones y la luz para una especie nueva y desconocida de rosa que podrá crecer cuando se plante en tierra fértil. No es nada conveniente seguir dejándola al cuidado de los vasos de hospital, no se puede vivir siempre envuelto en algodones. Decido no olvidarme de coger la rosa de ocho pétalos que tengo en el alféizar de la ventana de la hospedería, y una foto del invernadero donde se hallan los orígenes de la rosa.

– No, no conozco esa especie -dice el hermano Matías tras un breve silencio-, creo que ni siquiera la hay en nuestro jardín. Recuerda desde luego a una rara rosa blanca, la Rosa candida, aunque el color es diferente, de lo más infrecuente. ¿Cómo decías que se llamaba?

– Rosa de ocho pétalos. Hay ocho pétalos que crecen juntos, luego otros ocho por encima de ellos, en tres capas, en total veinticuatro pétalos que forman el capullo, que está casi siempre empapado de rocío -le explico-. Es cierto que se asemeja a la Rosa candida, aunque no es blanca. Esta pertenece a alguna cepa, es posible que se trate de la única de su especie en el mundo. Aunque he mirado muchísimos libros sobre rosas, en ninguna parte he encontrado una especie comparable.

– Muy interesante -dice el hermano Matías-, la forma de la corola es de lo más insólita.

– Y luego los tallos, que carecen de espinas.

– De lo más interesante -repite mientras observa atentamente la fotografía-. Unos colores muy peculiares, unos colores realmente infrecuentes. No es rosa ni tampoco violeta. Rojo violáceo, ¿no es eso?

– Sí, justo -digo yo-, rojo violáceo.

– Es un color extrañamente fuerte que se extiende al entorno. A menos que sea cosa de la película, ¿es Kodak? -pregunta el hermano Matías. Camina unos pasos con la fotografía en la mano extendida y la compara con una o dos rosas de tonos rosáceos y rojizos-. Como digo, nunca he visto una coloración comparable. Deberías enseñarle al hermano Zacarías tu flor de ocho pétalos, el pobre tiene ya noventa y tres años y lleva sesenta y dos en el monasterio. Naturalmente, ha perdido visión y nunca sabemos qué es lo que ve, en realidad.

Luego dice que se va a hacer tarde para la sopa, pero de repente recuerda algo, sin que yo haya tenido ocasión de mencionar el olor de mi rosa.

– Hemos encargado unas botas nuevas para ti. No nos parecía apropiado que tuvieras que usar las botas viejas de jardín, que llevaban siete años guardadas, sin que nadie las usara. Han tardado seis semanas en hacerlas llegar hasta aquí: por error las mandaron primero a un convento en Irlanda, donde llueve un montón.

Entra conmigo en una caseta para herramientas que hay en el jardín. Las botas están en el suelo, justo delante de la puerta, son de color azul, relucientes y nuevas, sin duda alguna; exactamente como en el sueño que tuve en el hospital.

– Confío en que te vengan bien. Son del número cuarenta y cuatro, es el que dijiste, ¿no?

También pueden prestarme ropa de trabajo: pantalones, jersey y guantes. Me introduzco en los pantalones, las perneras me llegan por los tobillos, lo mismo sucede con las mangas del jersey; el último que estuvo trabajando en el jardín no era exageradamente alto.

– Claro que han estado sin usarse una buena temporada, como siete años -me explica el hermano Matías-, y naturalmente habrá que lavarlas primero.

En la caseta guardan también los aperos de jardinería. Poseen una colección relativamente buena de herramientas, incluyendo sierras y diversos tipos de tijeras, aunque probablemente llevan muchísimo tiempo sin usarlas. Algunas de las herramientas no las he visto jamás, son distintas a los aperos habituales y no me puedo ni imaginar su función.

– El hermano Zacarías tendría que enseñarte cómo funcionan -dice mi guía.

Finalmente, añade que debo saber que no todos los monjes admiran tanto su rosaleda, algunos de ellos incluso son alérgicos a las plantas y otros enferman porculpa de los bichos que entran por las ventanas desde las rosas trepadoras.

– El hermano Jacobo me pidió que te informara de que no pusieras plantas trepadoras en la pared oriental del edifìcio de dormitorios, cerca de su celda.

Tras compartir la sopa de apio con los monjes, dedico medio día en el jardín a estrenar las nuevas botas, a echar un vistazo por todos lados, a dibujar los macizos de rosas y a organizar el plan de trabajo de los próximos días. Aunque mis ideas sobre mí mismo son todo menos claras y nítidas, soy bastante bueno organizando las cosas con tiempo. También veo la posibilidad de ampliar el huerto de plantas alimenticias. La sopa del mediodía no estaba nada mal, pero se le podían añadir vegetales más variados y hierbas aromáticas de las que crecen por todas partes del jardín, y que pienso colocar en una parcelita especial.

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