Capítulo 49

Lleva a mi hija en brazos al bajar del tren, apenas hay gente en el andén y las dos destacan y despiertan un interés poco disimulado. Flora Sol lleva un vestidito rosa de florecitas, leotardos, zapatos rosas y jersey de punto, ha crecido y ya no es tan bebé. Lleva un gorrito amarillo atado por debajo de la barbilla, por el borde del gorrito asoman dos ricitos dorados. Me quedo mirando a la niña, fruto de un momentáneo placer de la carne, a la que llevo dos meses sin ver, y ella me devuelve la mirada con sus grandes ojos azulados, curiosa y un poco vacilante. Anna lleva un abrigo azul, el pelo recogido en una coleta y se la ve bastante cansada del viaje, también me da la sensación de que puede tener frío aunque la temperatura es agradable y yo voy en mangas de camisa. Lo primero que se me ocurre al verla bajar del tren es que habría valido la pena conocerla mejor. Hace tres años ni siquiera me habría dado cuenta de la presencia de una chica como ella por la calle; hoy sería distinto, porque ya no soy el mismo hombre. La niña y su madre me observan, llevo mi camisa blanca recién planchada, el pelo recién cortado, más no puedo hacer para aparentar elegancia. Saludo a Anna con un beso en la mejilla y dedico una sonrisa a mi hija. Ella me sonríe también, con una sonrisa húmeda, las mejillas sonrosadas y los hoyuelos en su pálido rostro de porcelana; la niña está como nimbada de claridad. Mi hija extiende los brazos hacia mí. Su madre la mira extrañada y luego me mira a mí como si la hubiera pillado totalmente por sorpresa que la pequeña quisiera irse enseguida con su desconocido papá. Pero me da la niña, no pesa nada, como un cachorrito grande, y es muy blandita. Se remueve un poco entre mis brazos. Le acaricio las mejillas.

– No tiene miedo a los desconocidos -me explica su madre-. Se fía de la gente.

No puedo evitar preguntarme cómo es posible que dos personas desconocidas lleguen a engendrar una criatura tan divina en unas condiciones tan precarias e inadecuadas como las de un invernadero. Casi siento remordimientos. Montones de personas lo hacen todo como Dios manda, llevan una vida sentimental como debe ser, van ahorrando lo necesario, se casan, maduran lo necesario para superar las diferencias y pagan sin falta todas sus deudas, y sin embargo no consiguen hacer el hijo con el que siempre han soñado.

El viaje en coche desde la estación de ferrocarril hasta el pueblo dura quince minutos. El coche amarillo limón que lleva sin moverse casi dos meses alcanza sin titubeos su destino.

– Esto es increíblemente bonito -dice la madre de mi hija cuando nos vamos acercando al pueblo-. Pero está más aislado de lo que imaginaba.

Le explico que a partir de ese momento tendremos que seguir a pie.

– El apartamento que he alquilado está detrás de la iglesia -le digo, señalando con el dedo lo alto de la colina, la parte más alta de la aldea, en dirección al hogar que acabo de fundar. El monasterio se ve magníficamente, pero decido que no es aún el momento de mencionar la rosaleda.

La madre de mi hija lleva un cochecito plegable que abrimos y aprovechamos para meter en él el equipaje, luego cojo para la salsa una botella de vino de la caja que me regaló el propietario del restaurante, y pongo dos más en la cesta que hay debajo del carrito. Ya me había olvidado del vino, y ahora me doy cuenta de que podría regalarle una botella al padre Tomás. Llevo a mi hija en brazos mientras subimos la cuesta, y ella se dedica a mirarlo todo llena de curiosidad. Por el camino miro de reojo a la chica que va caminando a mi lado, tiene un perfil precioso.

– ¿Has sabido algo de Porlákur? -pregunto. Qué ocurrencia la mía, preguntar ahora por él.

– No, no he sabido nada de él desde que nos escapamos el día de tu cumpleaños, hace año y medio -responde riendo.

Me alegro de que se ría de mi estúpida pregunta. Tiene ojos verde mar, así puedo añadir el color de ojos a la descripción personal que necesitaba. También tiene una bonita sonrisa, es imposible que no te caiga bien, y ya que he tenido un hijo, me alegro de que fuera con ella. Hace media hora que la niña y su madre se apearon del tren, y tras el largo reencuentro me apetece decir a la madre de mi hija que me encantaría ser su amigo y organizar con ella los cumpleaños de la niña, que incluso podría ir justo antes de Pascua a podar los árboles de su jardín (no digo del jardín de su marido y ella). Luego me doy cuenta de que aquél no es el momento ni el lugar para semejantes confesiones.

No le pregunto cuándo piensa coger el tren de regreso, en cambio le digo que he preparado cena, dándole así a entender que está invitada a cenar. Ya tengo frita la ternera y cocidas las patatas, lo único que falta es preparar la salsa.

– Fue un lío considerable -le digo-, no tengo demasiada costumbre de cocinar -sonríe otra vez, con cordialidad.

La madre de mi hija parece quedarse asombrada al entrar en el piso.

– Es un piso increíble -dice-, como sacado de un cuento de hadas -entra en el dormitorio y pasa la mano por el papel pintado de azucenas rojas-. Y además está todo lleno.de flores -dice cuando abro el balconcito que sirve de fresquera.

Por el tono de su voz, noto que podría estar conmovida. En cuanto mi hija y su madre han entrado en mi casa, en mi primer intento de crear un hogar, es como si todo se iluminara, como si el piso se llenase de luz.

– ¿Estás seguro de que no habrá problema? -me pregunta, paseando la vista a su alrededor. No hay forma de imaginar los sentimientos que puedan estar bullendo en su pecho.

Yo sigo con la niña en brazos, la parte inferior de su cuerpecito cuelga un poco. Me parece que habrá que cambiarle el pañal muy pronto.

– Ninguno, hasta tengo cuna -digo mientras le quito el gorro a mi hija. Tiene un poco de pelo rubio, aunque casi todo en la frente, donde los rizos. Miro un instante el espejo para vernos a los dos juntos, a mí con mi hija, que es una miniatura, lo que hace difícil ver parecidos claros. Le acaricio la cabeza.

– Tiene tus mismas orejas -dice la futura genetista humana, que me está observando.

Es verdad, las orejas tienen la misma forma, como fundidas en un mismo molde: los mismos pliegues, el mismo tipo de lóbulo. La comparo a toda prisa con la madre de mi hija, con sus ojos verde mar, pero no descubro parecidos indiscutibles, aparte de la forma de la boca, que es muy semejante: dos variedades de boca de cereza. Aparte de las orejas y de la boca de cereza, nuestra hija se parece sobre todo a sí misma, como si sus orígenes estuvieran en algún otro sitio. Sin embargo, y de forma indefinible, percibo la presencia de mamá, aunque no soy capaz de decir dónde, excepto tal vez en los hoyuelos, pero no podría darle a papá la satisfacción de expresarlo de modo claro e indudable. Pero también, que donde estaba mamá también lucía siempre el sol, hiciera el tiempo que hiciese. De alguna forma, era toda ella luminosa, en las fotos es como si hubiera un reflector enfocado sobre ella, y cuando había varias personas en la foto, era ella la única con las mejillas radiantes, casi como si las lotos estuvieran pasadas de luz. Había luz en el cabello de mamá, igual que en el pelo de la niña, como un leve resplandor esparcido por ellos, y había luz en su sonrisa; claro, he de reconocer que soy muy sensible en todo lo referente a mamá, lo era cuando estaba viva y sigo siéndolo ahora. Luego nací yo, pálido con guedejas pelirrojas, y nació mi hermano gemelo, de pelo oscuro, piel morena y ojos castaños. De pronto me dan ganas de enseñarle a Anna una foto de mi madre, pero sé que no sería lógico en este momento afirmar que mi parte en el aspecto de la niña es mayor que la suya, sobre todo ahora que su madre va a despedirse de ella y seguramente se sentirá bastante decaída.

– Es una niña facilísima de llevar, y muy dulce -dice su madre-, siempre está contenta y se porta muy bien, se despierta sonriendo y duerme toda la noche de un tirón.

Pasamos de la cocina al dormitorio.

– No la pierdas nunca de vista -continúa-, se dedica a gatear por todas partes y es de lo más curiosa, se podría meter en un armario o debajo de una cama, también es capaz de meter los dedos en los enchufes. Y aunque sea una niña muy precoz y más madura de lo habitual en los niños de su edad, no deja de ser un bebé. He preparado una lista -sigue diciéndome- de lo que no debes olvidar -extiende un papel doblado-. Lo que puede comer y lo que no.

– ¿Hay algo que no puede comer?

– Naturalmente, la comida tiene que estar muy triturada, tiene seis dientes y dos más que le están saliendo abajo.

Luego abre la bolsa, me enseña cómo tiene organizadas las cosas y me hace practicar cambiándole el pañal a la niña. Pone a la niña en la cama de matrimonio.

– No hace falta que le quites el jersey para cambiarla -me instruye la madre.

Levanto el vestido de llores y le quito los leotardos. Luego dos automáticos que pertenecen a una especie de bodi. Sólo queda el pañal. Mi hija sonríe con su sonrisa húmeda de oreja a oreja, luego resopla y el ruido se transforma en una especie de palabra silábica: pa pa pa pa.

– No está diciendo papá, está practicando las consonantes -se apresura a decir Anna, e incluso creo oír como si se le quebrara la voz. Probablemente esté cansada, aunque la niña parece tan cómoda y tan contenta.

Quito el pañal. No cabe ninguna duda de que es niña.

– No hace falta que le eches polvos de talco ni crema cada vez que la cambies -me explica Anna.

Está a mi lado observando, con gesto de preocupación. Levanto un poco el bodi para ver la barriguita redondeada, en lo más alto de la cúpula de su vientre destaca el ombligo, un poco saliente, como el badajo de una campana. Tiene una diminuta mancha de nacimiento en la ingle, exactamente en el mismo sitio que yo. Con eso son ya dos las cosas heredadas de la línea paterna: los lóbulos de las orejas y una mancha de nacimiento, tres si se incluyen los hoyuelos de mamá. No puedo resistir la tentación de inclinarme y soplarle flojito en la barriga. La niña se ríe con un gritito. Luego me inclino aún más y le doy un beso en el vientre. La chiquitina huele bien. No estoy del todo seguro de cómo se tomará estas cosas la mujer que me mira, tiene un gesto indescriptible, como si estuviera quizá a punto de echarse a llorar.

– ¿Tienes experiencia con niños? -pregunta Anna. Tiene cara de estar empezando a lamentar todo esto.

– En realidad, no -y es cierto, no me parece el momento de mencionar que llevaba de la mano a mi hermano gemelo, retrasado mental-. Pero no me disgusta en absoluto -añado.

Cuando he terminado de cambiarla, extiende los brazos y me sonríe. Yo también le sonrío. Sigue con los brazos extendidos e hincha el vientre. Ha dejado de sonreír, en realidad casi está haciendo pucheros, aunque 110 se vean lágrimas. Finalmente se da la vuelta sobre el vientre y se sienta sola.

– Quiere que la cojamos en brazos -dice mi intérprete, la madre de la niña, que parece algo aliviada. Me inclino y levanto de la cama a la pequeña.

A continuación me enseña a usar el carrito. Tiene dos posiciones. Así puede ir sentada y mirar a la gente y todo lo que haya a su alrededor.

– Y es que Flora Sol tiene muchísimo interés por la gente y por todo lo que la rodea -dice su madre-. Y luego está la otra posición -empuja una palanca y levanta la parte de abajo del carrito-. Ahora tienes un cochecito en el que puedes llevar a Flora Sol dormida.

Yo asiento, no parece muy complicado. No estoy seguro de haberlo pillado todo correctamente, pero ya lo averiguaré, puedo practicar las dos posiciones mientras la niña esté durmiendo.

– Tiene tres chupetes -dice la madre. Me cuelga del hombro la bolsa del bebé para enseñarme cómo llevarla. Luego tiene que explicarme también cómo funciona-. Es una especie de caja de herramientas blanda, con montones de bolsillitos y compartimentos, donde se pueden tener perfectamente ordenados pañales limpios y leotardos de repuesto, así como cremas, un chupete de repuesto, toallitas húmedas -dice Anna-, y que se puede abrir por cualquier lado y bajar los laterales, para transformarla en una tabla para cambiarla cuando se está de viaje o de paseo.

A todo esto y a mucho más se ha dedicado la madre de la niña durante nueve meses. Me quedo admirado por las habilidades de la futura genetista humana. ¿Cómo puede transformarse en madre una mujer joven, estudiante de biología, en tan poco tiempo?

– Serán como mucho cuatro semanas -me dice con gesto de no poder hacer nada contra las circunstancias-. Si todo va bien, tres y media.

No hace ninguna falta que te preocupes -le digo.

– ¿Estás seguro de que todo irá bien? -me pregunta, aunque por dos veces le he asegurado, en contra de mi más íntimo convencimiento, que no habrá el más mínimo problema. Levanto a su hija para enseñarle lo fácil que es y lo bien que voy a estar yo solo con la niña durante cuatro semanas, y la pequeña suelta risitas y grititos. Luego me pone la manita sobre la cara y me da unos cachetitos en la mejilla, consciente de su responsabilidad.

– Es muy tierna, siempre va dando palmaditas a todo el mundo -me explica su madre.

– Pa-pa -dice mi hija y pone la cabeza sobre mi hombro, en realidad debajo de la mejilla.

– Tengo una burrada de cosas que hacer para mi tesina, luego tendré que encargarme del alojamiento y rellenar los papeles para la matrícula de la facultad. Naturalmente, me puedes llamar siempre que quieras -me dice a la vez que me entrega un papelito con dos números de teléfono-. Si no estoy, puedes dejarme un mensaje -tiene otra vez cara de estar al borde de las lágrimas.

Entonces me acuerdo otra vez de la comida que he tardado medio día en preparar.

– He hecho cena -vuelvo a decir, se me ha olvidado preguntarle cuándo sale su tren.

– Gracias -dice aliviada.

Ha pasado bastante rato, desde luego, así que tengo que recalentar la carne y las patatas y preparar la salsa de vino. No se me ocurrió preguntarle al carnicero por posibles guarniciones, de modo que cocí patatas, zanahorias y col en una olla. Cambio de sitio el jarrón de las rosas y pongo tres platos a la mesa, dos uno al lado del otro, y el tercero enfrente, mientras madre e hija no dejan de mirarme. Anna saca un vaso con tapa y pitorro para la niña y lo coloca al lado de uno de los dos platos que están juntos.

– Mora Sol puede comer carne si se le corta muy pequeñita -me dice.

La madre de mi hija toma dos platos de carne y elogia la comida hasta con exageración. Es obvio que tiene hambre.

– Está muy rico -dice.

Con la carne bebemos el resto de la botella, lo que me quedó de preparar la salsa. Papá hizo postre en mi cena de despedida, pero a mí no se me ocurrió.

– Tengo el tren mañana por la mañana, ¿podría quedarme a dormir aquí? -pregunta sin mirarme a los ojos-. Podría dormir en el sofá -se apresura a añadir, evidentemente ha evaluado los recursos de la casa.

Dejo a la niña y a su madre la cama grande y yo me instalo en el sofá cama. Anna desnuda a la niña y le pone un pijamita con dibujos de cachorritos. Pone crema a su hija en las mejillas, le cepilla los ocho dientes y le peina los ricitos de la frente con un cepillo muy suave, se los echa a un lado. Luego me la acerca para que me dé un beso de buenas noches. La niña se pone el chupete en la boca y apoya la cabeza en el hombro de su madre, y desaparecen en el dormitorio.

Yo friego los platos y al poco vuelve Anna, está cansada y se va a dormir con la niña.

– Gracias, muchas gracias por la cena, estaba muy rica -dice-. Y muchas gracias por tomarte tan bien lo de Flora Sol. Me salvas la vida.

Luego me da las buenas noches.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Me resulta extraño saber que en la habitación de al lado están la niña y su madre; es como en la maternidad, hace nueve meses: ahora dormimos otra vez bajo el mismo techo. Me pregunto si sería apropiado salir un rato esta noche, pero no me apetece dejar a Anna y la niña solas en el apartamento. Tampoco tendría sentido irme ahora a la rosaleda, con esta oscuridad total. Y aunque sería bienvenido a un licor de casis y a ver una película con el padre Tomás en la calle de al lado, miro el reloj y veo que llegaría a mitad de la proyección.

Загрузка...