Y también está la posibilidad de que uno no recuerde todo lo que ha pasado, y al despertar y ver solamente la cabeza rubia de una persona de cabello rizado al otro lado de la cama, tenga que empezar por averiguar de quién se trata. No hay que extraer de esto la conclusion de que me he encontrado muchas veces en la situación de no recordar exactamente quién está conmigo en la cama. En lo que se refiere a mi amiga de infancia, la tarde y la noche de ayer no están nada claras en mi memoria. Sigue durmiendo, pero yo consigo saltar por encima de ella y ponerme los pantalones. Luego voy a la panadería a comprar algo para el desayuno de Pórgunnur. Pienso que también debo darle las gracias, así que compro una flor, una planta rosa en una maceta. Luego tendré que marcharme a toda prisa. Cuando vuelvo ya está levantada y asoma la cabeza por la puerta de la cocina, se ha puesto un vestido de flores que le llega a la rodilla, por encima de unos pantalones vaqueros, y lleva el abrigo, como si estuviera a punto de salir por la puerta. Ya se ha puesto las gafas, de modo que estoy seguro otra vez. Tengo que reconocer que me alarmó que hubiera pensado irse sin decir adiós. Le doy la bolsa de la panadería y la maceta. Es una dalia.
– Compré esto para el desayuno -le digo.
– Gracias -responde, y se pone a oler la flor.
En realidad carece de aroma, quizá habría tenido que comprar alguna especie aromática.
– Podrá sobrevivir ella sola unos días mientras tú andas por ahí excavando cementerios -le digo.
– ¿Cómo va tu cicatriz? -me pregunta.
– Mucho mejor; en realidad, estupendamente -respondo. Y es cierto, aunque aún he de tener mucho cuidado al subir la cremallera de los pantalones.
Mi compañera de colegio dice que tiene que darse prisa. Eso no quita para que eche un vistazo en la bolsa de la panadería y coja una especie de rosquilla glaseada, aunque dice que en realidad no tiene tiempo de desayunar.
– Tengo que llegar a tiempo -dice, aún con la maceta en la mano-. Te deseo buen viaje y que te vaya bien en tu paraíso prometido con tus flores de ocho pétalos.
– Muchas gracias por tu hospitalidad -respondo. Cojo la planta y la pongo sobre la mesa de la cocina. Luego la abrazo y le paso la mano una o dos veces por la espalda. Finalmente le recoloco la bufanda, le envuelvo mejor el cuello-. Gracias, otra vez -repito.
– No quiero retrasarte -dice mientras recoge sus cosas a toda prisa, mete los libros en la cartera y va al baño a buscar algo. Luego me da un beso rápido y se dirige lentamente, junto a la pared, hacia la puerta. Se detiene allí un momento y se mira en el espejo para colocarse bien el prendedor que se ha puesto en su espeso cabello rizado. Eso significa que se está marchando pero que aún tiene algo que decir. Espera un momento al lado de la puerta, en una mano lleva la rosquilla glaseada que piensa comerse camino de la biblioteca-. ¿Quizá no te van demasiado las mujeres?
La pregunta cae sobre mí como un puñetazo. ¿Qué puedo responder? ¿Debo decir que sí, pero que no todas las mujeres del mundo, lo que sin duda heriría a mi amiga? ¿O debo decir, y es cierto, que la experiencia acumulada hasta esta mañana no me ha proporcionado material suficiente para hallar la respuesta definitiva? ¿O debo justificarme físicamente enseñándole otra vez los pelos negros que me salen del vientre? Podría decir:
– Claro que sí, pero no con los puntos.
– No te lo tomes a mal -dice mi co-confìrmanda con un pie en el umbral. La arqueóloga lleva botas de cuero altas, con tacones.
Tengo el despertador bien a la vista sobre la mesilla de noche, así puedo saber la hora mientras recojo mis cosas y pongo orden en la habitación, lo que me lleva aproximadamente cuatro minutos.