A la mañana siguiente me despierto temprano. Ayer compré todo lo necesario para la cena y ahora compraré para el desayuno. Por primera vez en dos meses, no voy al jardín.
Tengo algunas dificultades con las compras pero vuelvo a casa con un paquete de café, té, pan, mantequilla, plátanos, queso y harina de avena. Al final compro también dos bollos con crema. La leche ya la había comprado ayer.
Cuando la niña y la madre aparecen recién despiertas y con las mejillas coloradas, tengo dispuestas unas gachas de avena; las gachas las aprendí de papá, que era siempre el que nos las preparaba a Jósef y a mí por las mañanas. Anna lleva una camiseta azul claro con inscripción, tiene puestas las gafas y el pelo recogido en una coleta. No me había esperado que apareciese con camiseta azul claro con una inscripción en la parte delantera: son dos palabras, a primera vista parece finés. Me entrega a nuestra hija. Flora Sol lleva una horquilla en el pelo, en los ricitos de la frente.
Nos sentamos los tres a la mesa del desayuno, igual que una familia. Me fijo en la niña, que abre la boquita como un buzón después de cada cucharada, como un pajarito hambriento. Luego pelo un plátano y se lo doy a mi hija, que lo sujeta con las dos manos y se lo come sin necesidad de ayuda.
– Chica lista -le digo.
Cuando se ha terminado el plátano, me pone los dedos pringosos en la cara y se los beso.
Me da la sensación de que Anna se encuentra algo mejor que ayer tarde, parece más descansada. En vez de preocupada, lo que ahora parece es distraída, como si no se diera cuenta del todo de que yo también estoy a la mesa.
– ¿Es finés eso? -pregunto, señalando su camiseta.
– Sí, un congreso de ciencias de la vida -me dice con una sonrisa. Luego se levanta y se va al dormitorio a recoger sus cosas-. El tren sale a las once.
Estoy sentado con mi hija en brazos.
Cuando vuelve, abraza a la pequeña. La niña sonríe y dice ma ma.
Anna no quiere que la acompañemos a la estación de ferrocarril, dice que cogerá el autobús.
– Podría echarse a llorar -dice como explicación-. Aunque sea siempre tan dulce y razonable, a veces tiene su genio.
– Comprendo -le digo, y mi hija pone su mejilla contra la mía y me pasa un dedito por la barbilla recién afeitada.
– Volveré en tres o cuatro semanas, no llegará a un mes en total -me dice.
– Ya sabes que no tienes de qué preocuparte. Buen viaje -no quiero que note mi inseguridad.
Le da un beso a la niña. Luego me da a mí dos en cada mejilla. La niña sabe decir adiós con la mano. Ninguna de ellas llora.
– Confío en ti -dice la madre.
– No te preocupes -respondo-, la cuidaré bien.
La niña vuelve a decirle adiós a su madre con la mano.
No he hecho más que cerrar la puerta cuando llaman. Abro con mi hija, Flora Sol, en brazos.
– Me olvidé de una cosa -dice desde el umbral. Abre la cremallera de su bolsa de viaje y saca un paquete-. Es de tu padre. Me dijo que te diera sus saludos más cariñosos. Perdona lo despistada que soy -me da un paquete blando envuelto en papel de regalo de Navidad y con una cinta verde de bordes rizados. Es el mismo tipo de paquete en el que estaba envuelto el pijama.
Cojo el paquete y se lo cambio por nuestra hija, intercambiamos nuestras cargas respectivas. Le da un besito a nuestra hija en la mejilla y la abraza como si llevaran mucho tiempo sin verse. La bolsa de viaje sigue en el descansillo, delante de la puerta. Me pregunto si podría abrir el paquete sin que Anna estuviera presente, pero la niña me mira encantada, también su madre me mira, las dos están esperando a que abra el paquete, de modo que no me queda otra opción. El paquete contiene un jersey azul de punto con un dibujo en zigzag para un niño de dos o tres años. Huele a recién lavado. Como explica la carta de mi padre que acompaña al jersey, éste era mío: «Como habrás supuesto, y habrás acertado -dice la carta-, fue tu difunta madre quien tejió este jersey; en realidad hizo dos, uno para ti y otro para tu hermano gemelo, el día que cumplisteis los tres años, y es posible que éste fuera el de Jósef, pues tú eras un trasto y en poco tiempo no dejabas de tus ropas más que unos harapos, pero tu hermano era muy tranquilo y no rompía nada, ni ropas, ni libros, ni juguetes -sigue diciendo la carta manuscrita-. Ya que tú puedes gozar de la portentosa felicidad de tener una preciosa criatura con una muchacha buena y bella, ojalá este jersey pueda servir para unir con lazos aún más firmes a la niña con la estirpe de su padre, aunque sea sólo en forma simbólica, como un pequeño presente familiar que no creo que sea de mucha utilidad aun en las dulces brisas marinas de esas lejanas playas, pues sin duda ha de ser de talla demasiado grande para serle de uso a la niñita». La carta concluía con el deseo de que mi hija creciera para poder usar aquel jersey que una buena mujer había tejido justo diecinueve años antes para un muchachito de tres años, lo que acarreará a su abuelo en la tierra y a su abuela en el cielo inmensas alegría y felicidad. En el paquete iba también un cuaderno manuscrito de mamá con sus recetas.
«Hice una copia para mí -escribe papá-, y te mando a ti el original». Abro el ajado cuaderno y paso rápido las páginas, algunas de las cuales están sueltas: son principalmente recetas de galletas pero también veo natillas de chocolate con bizcocho y nata montada.
– Tu padre se presenta en casa de vez en cuando a saludarnos -dice la madre de mi hija, algo inquieta en el umbral-, es un hombre muy especial. A Flora Sol le encanta.
Así que papá ha ido a visitar a su nieta y a la madre de ésta sin que yo lo supiera.
– Nosotras también hemos ido a verle un par de veces -dice Anna-, me enseñó fotos tuyas de cuando tenías cinco años, con botas de agua y pecas, y también tu foto de estudiante, y unos cuantos boletines de calificaciones del colegio; resulta que los tiene guardados -la madre de mi hija parece tenerle mucho aprecio a papá-. ¿Cómo te llama? Parece que usa muchos nombres cariñosos. ¿Lobbi, Addi, Dabbi?
– Sí, es cierto. Cuando me llama Dabbi es que quiere hablar de mi futuro, de lo que tendría que hacer yo -se ríe, nos reímos los dos. Me siento más cómodo, ella también parece cómoda.
Luego me despido de Anna por segunda vez, le deseo buen viaje y le digo otra vez más que no tiene de qué preocuparse; ser hombre es poderle decir a una mujer que no tiene de qué preocuparse.
Pongo a mi hija en mi cama doble y abro su bolsa de viaje para ordenar las cosas en los estantes libres del armario.
Hay bodis de algodón y leotardos, camisetas en cantidad, toda clase de pantalones suaves con elástico en la cintura y los tobillos, una cantidad ingente de leotardos pequeños, jersecitos de punto, gorros, dos vestidos y un anorak de la talla más pequeña imaginable, todo limpio y cuidadosamente plegado. Hay también algunos juguetes, muñecas, tres animalitos de peluche, un puzle y cubos con letras. La niña se da la vuelta sobre el vientre y gatea hacia el borde de la cama, con los pies por delante; mi hija repta hacia atrás como un lagarto o como un guerrero de la selva en el campo de entrenamiento. Los pies llegan al borde de la cama. Entonces se deja caer al suelo con mucho cuidado.
– Chica lista -digo en alta voz.
Se queda de pie a un lado de la cama, con una sonrisa de oreja a oreja, sobre sus piernecitas vacilantes que está aprendiendo a utilizar, unos hoyuelos en sus rodillas regordetas.
Aunque he fregado todos los suelos con detergente de aroma a limón, no estoy seguro de dejar que se deslice por el suelo, está frío y nunca se puede excluir que encuentre algo que meterse en la boca.
– No, no -le digo-, no vayas por el suelo.
La levanto y la coloco en mi cama de matrimonio a cuatro patas, como si fuera un cachorrito.
– Gatea aquí -le digo.
Doy mensajes claros, las frases se limitan a dos palabras, a tres como mucho: sujeto, verbo y objeto. Y luego añado en voz muy baja (estas palabras nuevas y extrañas escapan de mis labios como si formaran parte de una nueva descripción de mí mismo, como si a partir de ahora fueran el núcleo de mi nueva vida):
– La nena de papá gatea aquí.
La niña repite el juego y vuelve a bajar al suelo con los pies por delante.
Vuelvo a cogerla y la pongo en la cama, la sujeto por la barriguita, ella se pone de cuatro patas inmediatamente y echa a gatear hasta el borde de la cama, luego se da la vuelta y va bajando los pies hasta tocar el suelo. Tarda medio minuto en repetir el juego. La cuarta vez que la levanto y la pongo encima de la cama, está ya cansada y molesta. Se ha aburrido del juego y está enfadada conmigo por coartar su libertad y sus posibilidades de explorar el territorio. Yo también estoy cansado. Hace veinte minutos que se fue su madre y ya he agotado mis recursos. ¿Es que los niños de nueve meses nunca se entretienen solos, ni siquiera un rato? La cuestión es si no debería dormirse ahora. Su madre dice que duerme tres horas de siesta. ¿Le pregunté con cuánta frecuencia tenía que cambiarla, o me olvidé? ¿Me respondió? ¿Es ya hora de volver a cambiarle el pañal?
Capítulo 51
Al cabo de media hora vuelven a llamar a la puerta, pienso que será la vecina a buscar la plancha que ayer olvidé devolverle. Es Anna otra vez.
Está en el umbral, inquieta, con la bolsa en la mano.
– Estuve dándole vueltas -me dice con los ojos bajos-, bueno, si tú no tienes nada en contra -continúa como si estuviera preparando el terreno para lo que pensaba decir a continuación-, que también podría terminar la tesina aquí en vez de marcharme. Mientras la niña y tú os conocéis, será mejor también para Flora Sol, quiero decir que ella podrá ir conociéndote mejor mientras yo esté también aquí. Bueno, claro, eso si a ti no te parece mal -añade, parece insegura, se siente mal porque no le apetece marcharse-. Naturalmente, yo dormiría en el sofá del salón -añade enseguida- para que podáis usar vosotros el dormitorio.
Luego entra, todavía titubeante, se inclina y levanta a mi hija mientras está entretenida con un cubo, como para dejar bien claro que la niña no puede estar sin ella. Retrocede unos pasos con la niña hacia el umbral mientras espera mi reacción, y también porque formalmente aún no la he invitado a entrar en mi casa. Oficialmente ya me había hecho entrega de la niña. Mi hija mira comprensiva a su madre, tengo la sensación de que está apoyando su petición: las dos, madre e hija, me miran desde la puerta en espera de mi respuesta.
– También podría instalarme en la hospedería -dice la madre mirando hacia el suelo. Tiene la nuca y la garganta muy bonitas-. De todos modos me pasaré el día entero en la biblioteca.
Como veo lo incómoda que se siente, lo único que se me ocurre es calmarla tocándole levemente el brazo. Luego digo:
– Claro que te puedes quedar aquí -mi voz tiembla casi imperceptiblemente.
Lo he dicho sin pensar lo deprisa que estaba cambiando mi vida.
– Muchísimas gracias -me dice en voz baja-. Si estás seguro del todo de que no habrá ningún problema -no cabe duda de que se siente aliviada, casi tiene aspecto de sentirse feliz.
Primero le dejé mi cama y yo me instalé en el sofá por una noche, ahora acabo de invitarla a vivir en mi casa mientras escribe la tesina. Tengo que pensar bien a fondo dónde acabo de meterme. ¿Qué quiso decir con eso de que viviría en mi casa con la niña para que pudiera cogerle el tranquillo? Y pese a todo, en lo más hondo, de una forma extraña e indefinida, estoy encantado.
– ¿Quieres empezar con la tesina mientras me llevo a Flora Sol a dar un paseo en el carrito? -le digo-. Las dos podéis quedaros en el dormitorio, yo dormiré en el sofá -añado. Ella recoge la bolsa y la lleva directamente al dormitorio. Luego vuelve a salir con un grueso libro bajo el brazo, se sienta a la mesa de la cocina, busca un capítulo hacia la mitad del libro y se pone a estudiar genética.
Capítulo 52
De pequeño tenía problemas de oídos, de modo que le ato bien a mi hija el gorrito azul con borde de encaje antes de salir, aunque sin taparle los ricitos. Luego me pongo en camino con la niña, a recorrer el pueblo. No cabe la menor duda de que despierto la atención de la gente con el cochecito de niño, la forma de comportarse de los lugareños es muy distinta y mucho más cálida cuando estoy con la niña que cuando voy yo solo. También me doy cuenta de que antes no había notado que por el pueblo casi no se ven bebés: esta mañana soy yo la única persona del pueblo que lleva un niño pequeño.
Acomodo a mi hija para que vaya sentada bien erguida y pueda mirar a los paseantes, que a su vez la miran a ella. Produce a un tiempo admiración y curiosidad en nuestro primer paseo hasta el final de la calle mayor. Las mujeres parecen más interesadas por mí, en general, el primer cuarto de hora de paseo con el cochecito que en los casi dos meses que llevo viviendo solo en el pueblo. Tengo la sensación de que la vida emocional de las mujeres es demasiado complicada y sus reacciones imprevisibles. Cuando he terminado de recorrer la calle del pueblo de un extremo al otro con el cochecito cuatro veces, se me ocurre entrar en la iglesia con mi hija a enseñarle el cuadro del Niño Jesús que se parece a ella.
Las irregularidades del suelo de piedra labrada hacen brincar el cochecito, así que lo dejo a la entrada de la iglesia, debajo de la pintura del Juicio Final, y me llevo el chupete, aunque espero que nadie vaya a poner pegas a la presencia de un bebé en la iglesia, aunque sea durante la misa. En los bancos hay unas pocas mujeres de edad. No me dirijo directamente al cuadro del Niño, sino que me siento en la trasera de la iglesia para que mi hija se pueda acostumbrar a la penumbra. Luego caminamos despacio hacia la cancela de la parte delantera de la iglesia, hacia el coro, y primero le enseño los otros cuadros, uno tras otro, y leo en voz alta los carteles de información. Pasamos bastante rato con cada cuadro, la niña está atenta y despierta en mis brazos. Miramos a María Magdalena con sus largos cabellos rojos, luego nos detenemos al llegar a San José. El cuadro muestra a un anciano ya cansado de la vida, agobiado por el peso de la lucha por la existencia. Meto una moneda en el cajetín y enciendo una vela. En el cartelito dice que San José fue esposo fiel, trabajador y devoto. Era padre adoptivo, pienso, y llevó sobre sus hombros la tarea que le había sido encomendada. Yo no soy padrastro ni padre adoptivo como José, y mi hija tiene los lóbulos de las orejas iguales a los míos y la misma mancha de nacimiento en la ingle. Es carne de mi carne, si se puede expresar así teológicamente. Sin embargo, siento simpatía por San José, él también se sentiría solo bajo su edredón.
– Mi hermano Pepe -digo en broma. Recuerdo entonces la postal que le tenía que enviar a mi hermano Jósef, porque le gustan mucho los sellos-. Este es un niño -digo cuando llegamos al cuadro de María entronizada con el Niño. Mi hija deja de removerse en mis brazos y se queda silenciosa y con cara seria. Mira a su doble con los ojos muy abiertos, las mejillas sonrosadas, los hoyuelos y los dos ricitos dorados en la frente. Ahora que tengo a mi hija al lado del cuadro, no puedo dejar de pensar que el parecido es asombroso. Incluso las orejas son iguales, hasta ese momento no me había fijado en la forma de las orejas del Niño Jesús. Hay una mujer arrodillada delante del cuadro, cuando se pone de pie mira asombrada a mi hija y luego otra vez al niño de la pintura, y repite varias veces lo mismo. Sé lo que estará pensando.
Cuando estamos saliendo, le pregunto a la señora que vende figuritas de plástico de santos en un quiosquito que hay junto a la puerta principal de la iglesia si sabe algún detalle más sobre el cuadro. Dice que no es mucho lo que se sabe de su origen. Por curiosidad (y también porque se lo han preguntado ya algunas veces), ha intentado conseguir información sobre esa pintura, preguntando entre otros al padre Tomás, que lo sabe prácticamente todo sobre los cuadros, pero no ha tenido demasiado éxito, ni siquiera hay unanimidad sobre quién pudo ser el autor.
– Pero creen que es de una pintora poco conocida, hija de un maestro de la provincia vecina, que también está ya totalmente olvidado -dice la mujer mientras le da a la niña un santo de plástico para que lo mire. La pequeña mete su dedito índice por la aureola dorada.
Capítulo 53
En estos momentos, mi mayor preocupación es comprar comida. No había pensado en tener que cocinar nada más que una cena para una mujer y una niña. En cambio, y diríamos que sin aviso previo y sin que se haya expresado directamente en palabras, me encuentro ahora integrado en plena vida familiar, con mujer e hija, aunque lo cierto es que duermen en la habitación de al lado. En realidad sucedió sin dejarme siquiera oportunidad de pensarlo a fondo ni tiempo para prepararme. A partir de ahora tendré que cambiar mi manera de hacer las compras, y tendré que pensar en las necesidades de tres personas.
¿Qué le gustará a Anna? ¿Preferirá el yogur de fresa o el de frambuesa? Uno siempre teme las dotes interpretativas de las mujeres, aunque no es probable que Anna se dedique a comprobar el contenido de grasas para luego mirarte con ojos acusadores, como tantos casos de que he oído hablar. Si se puede extraer alguna conclusión de la última cena, Anna parece comer todo lo que se le sirve a la mesa, elogia la comida y repite.
– ¿No pasa nada si me tomo lo que queda? -pregunta cuando yo ya he acabado de comer, y se termina la carne y rebaña la salsa de la olla.
Aunque resulte un poco enredoso tener que ir a todas partes con un coche de bebé, he de reconocer que es estupendo poder meter todas las compras en la cestita y a los pies de la niña. No tengo experiencia alguna en esto de comprar comida, pero empezamos en la verdulería, donde compro tres piezas de cada especie, ya que somos tres en casa por el momento. Compro tres manzanas, tres naranjas, tres peras, tres kiwis y tres plátanos, porque Hora Sol dice ba ba ba y señala los plátanos. Luego añado fresas y grosellas. A continuación compro otro kilo de patatas, porque también tengo que pensar otra vez en la cena, probablemente terminaré friendo carne de ternera y cociendo las patatas igual que ayer. Aunque no sé muy bien qué hacer con ellas, compro también varias clases de verdura: tres tomates, tres cebollas, tres pimientos y tres piezas de una cosa violeta que no estoy seguro de si es verdura o fruta.
Al salir de la carnicería con la ternera me encuentro al padre Tomás. Me saluda con un apretón de manos y luego se queda embobado mirando a la niña, como si estuviera descubriendo una nueva realidad. Flora Sol empieza a moverse sin parar para indicarme que quiere salir del cochecito y decirle hola al cura. La saco y la sostengo en brazos mientras charlamos, así pongo aún más de relieve mi papel de padre. Mi hija sonríe al padre Tomás y él le da unas palmaditas en la cabeza, con lo que a Flora Sol le entra la timidez y apoya la cabeza sobre mi hombro.
– Una niña preciosa y que parece inteligente -dice el cura-. Yo diría que tu hija y tú habéis hecho descender considerablemente el promedio de edad del pueblo, lo cierto es que aquí no abunda la gente joven.
Le digo al superior del convento que no podré ir al jardín los próximos dos o tres días, luego volveré a ir, tendré quien se encargue de la niña por la tarde. No menciono a Anna, eso no haría más que complicar el tema, pues todavía tengo que hablarle a ella del jardín.
– El hermano Matías se encargará de regar mientras tú estés fuera -dice el cura.
Antes de darme ni cuenta le he preguntado si sabe dónde puedo encontrar recetas de cocina.
– =No demasiado complicadas -añado-, no tengo mucha experiencia.
Luego le cuento que ayer hice ternera en salsa de vino tinto, que salió bastante bien, y que esta noche volveré a hacer ternera. Después tendré que empezar a innovar.
Si mi petición pilla al cura por sorpresa, al menos no deja que se note. Claro que dice que él nunca cocina, pero que le han venido a la memoria algunas películas que me podrían ser útiles. Por mencionar las que primero le acuden a la memoria, podrían ser La grande bouffe, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, que, bueno, es de lo más experimental y no encaja del todo en este contexto, Comer, beber, amar, Chocolat, El festín de Babette, Como agua para chocolate, Chungking Express y Deseando amar -enumera, excusándose por las traducciones de los títulos, los dice como los recuerda.
Una de las películas trata sobre todo de dulces de chocolate, el elemento básico es la lucha del bien y el mal, el párroco es el malo de la película y la mujer que prepara el chocolate es la representante del bien, dice el padre Tomás con una risa alegre al tiempo que saluda a una mujer que pasa por allí.
– Naturalmente, no se entra con precisiones en la cantidad y proporción de los ingredientes -añade, pero esas películas pueden ponerme en el buen camino de la gastronomía. Dice que mi hija y yo somos bienvenidos a ir a verle después de hacer las compras, para echar un vistazo a las cintas.
Como las compras han terminado oficialmente y mi hija y yo no tenemos realmente ningún otro sitio donde ir, le acompañamos a la hospedería. Saca varias películas de las estanterías y las coloca en la mesa, luego elige una de las películas, abre la caja y pone la cinta en el aparato de vídeo. El padre Tomás afirma que ningún director representa la gastronomía como éste, pero tarda varios minutos en encontrar la escena que me podría resultar útil para mis afanes culinarios. Mientras tanto, mi hija observa con atención.
En la pantalla aparecen rostros orientales, las mujeres llevan unos espectaculares peinados y hermosos vestidos. La escena que ha elegido para mí el padre Tomás ocupa dos minutos y muestra a unas personas llevando sopas de tallarines en escudillas por estrechos callejones y húmedos pasadizos.
En la siguiente película que elige el sacerdote lo más importante es la escena inicial, que muestra al protagonista cortándole el cuello a un gallo con un cuchillo muy afilado y preparando un plato complicadísimo en un tiempo increíblemente breve. Lo que me llama más la atención de esa película es la preciosa colección de cuchillos del protagonista: cien cuchillos, a cual más afilado, llenan toda la pared de la cocina en el fondo de la escena. El cura saca la cinta y mete la tercera película en el vídeo, la avanza y retrocede, luego mira titubeante, por encima del hombro, a mi hija de nueve meses de edad, y dice:
– En realidad, ésta no es autorizada para menores de dieciséis años.
Capítulo 54
Camino a casa se me ocurre entrar a echar un vistazo en la tiendecita de ropa de niños, al lado de la barbería. Me fijo en un vestido de flores en el escaparate que podría venirle bien a mi hija. La decoración es de lo más anticuada y la ropa de niños está bastante pasada de moda. La propietaria de la tienda es una mujer anciana, debe de andar ya bastante cerca de los noventa. La señora está encantada de recibir a un cliente en su tienda, y al momento saca dos vestiditos de flores, uno con campanillas azules, el otro con rosas de color rosa. Pongo a Flora Sol encima del mostrador y compruebo aproximadamente la talla de los vestidos de flores, aunque no estoy nada seguro de que el corte le vaya bien a una personita que es en la cintura donde tiene mayor tamaño. La señora recuerda entonces un vestido amarillo que tiene guardado en algún sitio de la trastienda; tiene azucenas blancas, un cuello de ganchillo y encajes, y unos leotardos de ganchillo, a juego, también amarillos. Cedo a la tentación y compro el vestido amarillo de flores y los leotardos. Cuando voy a pagar, la mujer me hace ver que no tengo abrigo adecuado para el vestidito, y dice que me hará una buena rebaja. Vuelve al instante con un abrigo diminuto envuelto en una bolsa de plástico, un abriguito de lana de color burdeos con doble fila de botones, y cuello y bolsillos cosidos. Le pongo el abriguito a mi hija y la sostengo de pie sobre el mostrador. Parece muy pequeñita con ese abrigo que le llega hasta los pies pero que le sienta bien, tan orgullosa ella encima del mostrador, parece casi una muñeca de porcelana de colección, una persona adulta muy pequeñita. Se ha multiplicado el número de clientes de la tienda, y mi hija despierta la admiración de dos amigas bastante mayores de la propietaria, que pasaban por allí y entraron. Salgo de la tienda con el abrigo burdeos, el vestido amarillo de flores y los leotardos.
Para la cena vuelvo a guisar filetes de ternera con salsa de vino tinto, pero en lugar de freír la carne entera, la parto en trocitos y preparo un gulasch de ternera para la madre de mi hija y para mi hija de sólo nueve meses. Después cuezo las patatas como el día anterior, aunque en esta ocasión hago puré.
Después de la cena le pongo a mi hija el vestido y el abrigo y se la enseño a su madre. La niña repite el pase de modelos que hizo en la tienda, ahora en la mesa de la cocina, y da palmas emocionada.
Anna ríe, da también palmas y se queda un momento admirando a su hija, luego vuelve a enfrascarse en el libro. Me preocupa un poco lo ausente que parece cuando está con la niña: juega un ratito con su hija, saltan, ríen y chillan, y de pronto es como si hubiera empezado a pensar en otra cosa y pierde el interés y me pasa a la niña para sentarse a la mesa de la cocina y abrir los libros. Aunque no se me ocurre pensar que le interese más su trabajo de investigación que la niña, me preocupa la fugacidad de sus momentos de alegría.
Capítulo 55
Ningún día es como cualquier otro, literalmente todo lo relativo a las labores paternas es nuevo para mí. Por la tarde intento, por primera vez, bañar a un bebé. Como no hay mucha agua caliente y la presión es tan escasa que me llevará una eternidad llenar la bañera, pruebo a meter el cuerpecito en una palangana bastante grande y bañar allí a mi hija.
El agua corriente la emociona a más no poder, y está encantada en su palangana jugando con un vasito de plástico que llena para vaciarlo inmediatamente después; al poco, yo estoy empapado y el suelo completamente encharcado. Lo más sencillo sería bañar a la niña conmigo, cuando me bañe yo, además de que así aprovecharía mejor el agua. Pero eso choca con el hecho de que después de poner champú en el pelo y enjuagarle los dos ricitos dorados, alguien tendría que sacar a la niña del agua de mi baño. Cuando termino de bañarla en la palangana, envuelvo el pequeño y tierno cuerpecito en una toalla, y luego la peino con un cepillo suave. Veo que se le podría poner un lazo en el pelo, a juego con el vestido amarillo. Busco la palabra en el diccionario y la apunto.
– Mañana compraremos un lacito y te lo ponemos en el pelo.
– Mimi -responde ella en voz alta y clara.
Le pongo el pijama, dos botones bastan: uno sobre el ombligo y el otro en el cuello. Luego cojo en brazos a la niña, sonriente, limpita y repeinada, para enseñársela a mi amiga, que está sentada delante de su libro en la mesa de la cocina, la belleza de este mundo, para que pueda admirar su creación, nuestra creación. Ella le dice hola a la niña, le dirige una breve sonrisa y le da un beso en uno de los hoyuelos.
– ¿Tiene pijama nuevo? -pregunta.
– Sí, lo compramos hoy los dos juntos, cuando fuimos al pueblo -respondo, y pongo a mi hija sobre la mesa para que su madre pueda ver su pijama de franela rosa de dos piezas con conejitos verdes.
– Precioso -dice ella, asintiendo con la cabeza para recalcar sus palabras-, preciosísimo -pero en vez de mirar a su niña me mira a mí, con ojos verde mar. La niña extiende las manos para abrazar a su madre, luego vuelve a apoyar la cabeza en mi mejilla, quiere irse a dormir.
– Mimi -dice de nuevo la niña modelo, con voz bien clara.
Instalo a la niña en la cuna con barandilla que me trajeron los monjes, sigue siendo un misterio insondable de dónde pudo sacar la cuna el padre Tomás. Aunque he corrido las cortinas, es como si la niña estuviera siempre nimbada de luz, y no soy el único que se ha dado cuenta del brillo que rodea a mi hija, incluso cuando el cielo está nublado como hoy; entre otros, la anciana del piso de arriba, cuando fui a devolverle la plancha. La niña no tarda nada en dormirse, y cuando salgo de la habitación, la madre de mi hija sigue enfrascada en sus ciencias de la vida junto a la mesa de la cocina. Veo que ha fregado los platos y ha recogido los juguetes de la pequeña. Pienso si debería proponerle que saliera ella sola esta noche un rato a dar un paseo y ver la aldea. Le podría dibujar un mapa del pueblo, con la calle mayor y el lugar donde desemboca nuestra calle; serían dos rayas, en realidad una cruz en el papel. También podría señalar dos o tres sitios a los que podría gustarle ir: la iglesia, el ayuntamiento, la oficina de correos y el café de al lado, todo se ve en un momento. ¿Podría darle la sensación de que quiero librarme de ella, como si tuviera miedo de su presencia cuando la niña está dormida? ¿Y si se pierde y alguien la molesta? Lo que hago a lin de cuentas es sentarme delante de ella y de pronto siento la necesidad de contarle alguna cosa de carácter personal y muy importante en mi vida, de la que ella no debe de saber nada todavía.
Saco una foto en la que estamos Jósef y yo, y se la enseño. Estamos uno al lado del otro en el jardín de casa, pero a pesar de la costumbre, no le tengo cogida la mano.
– ¿Es un primo tuyo? -pregunta Anna.
La pregunta no me sorprende, Jósef es una cabeza más bajo que yo y no podría ser más distinto de aspecto. Es una primera reacción de lo más natural. Pero no es el aspecto lo que le hace distinto a los demás; a primera vista no se puede ver nada raro en Jósef, en realidad es simplemente un joven apuesto, de pelo moreno, con la piel tostada como si acabara de llegar de pasar una temporada tomando el sol en la playa, y con ojos castaños. A muchas mujeres les resulta atractivo, incluso después de darse cuenta de que no habla. Como tantas veces oí decir lo guapo que era mi hermano gemelo, acabé convencido de que yo no podía serlo, que tenía que ser justo lo contrario.
– En realidad somos hermanos gemelos.
Me mira a los ojos sin pestañear. Los ojos de Anna no son de un color frecuente, verde azulados más que verde mar.
– ¿Qué quiere decir que sois en realidad hermanos gemelos?
– Bueno, no nacimos el mismo día pero somos gemelos, estuvimos los dos juntos en el vientre de nuestra madre. Lo cierto es que yo nací primero y mi hermano dos horas después, justo pasada la medianoche, el día siguiente. Por eso somos gemelos en sentido estricto y celebramos el cumpleaños el mismo día, optamos por el mío, el nueve de noviembre.
– Nunca me hablaste de tu hermano, siempre creí que eras hijo único.
– Sí, pero tengo un hermano. Cuando murió mamá, se fue a vivir a un centro tutelado. No se sabe realmente lo que tiene, los diagnósticos no son coincidentes, probablemente sea alguna clase de falta de conexión entre los hemisferios cerebrales, o de autismo. No habla, es el silencioso de la familia. La gente que ignora que tiene algún problema no suele notar nada raro, les encanta encontrar un buen oyente -digo con una sonrisa.
Anna asiente, parece mostrarse comprensiva y sinceramente interesada por lo que le he contado de Jósef. Pregunta más detalles sobre los diagnósticos, tengo la sensación de que he entrado en su propio terreno, el campo de las ciencias genéticas. Cierra el grueso volumen que está sobre la mesa, pero ahora sin dejar dentro el lápiz, creo que no es algo puramente momentáneo, que por esta noche ha dejado de estudiar.
– Se comporta de una forma bastante normal y sabe apañárselas estupendamente. Saluda a la gente dándoles la mano y siempre está aseado y elegante; claro, que a veces lleva una ropa de colores un tanto chillones.
En la foto que le enseño a Anna, lleva una camisa violeta con estampado de mariposas, la última camisa que le compró mamá, y una corbata verde menta. Somos papá y yo quienes le hacemos el nudo de la corbata, él no es capaz de hacerlo por sí solo. Cuando viene a dormir a casa dobla todas las prendas con un cuidado exquisito y las coloca en su antiguo armario ropero, aunque vaya a dormir en casa una sola noche. Tres minutos después de levantarse, ya tiene la cama hecha, lisa y en perfecto estado, como en una habitación de hotel atendida por tres camareras.
Anna pregunta más detalles sobre los sistemas de vida que ha desarrollado mi hermano gemelo.
– Toda su vida sigue rutinas fijas -respondo-. Cuando mi hermano viene de visita los fines de semana siempre quiere hacer las mismas cosas, seguir sus costumbres, le gusta hacer palomitas de maíz y bailar conmigo.
E1 primer fin de semana que pasó en casa después ile la muerte de mamá, parecía taciturno e inseguro. Estaba acostumbrado a que mamá se ocupara de él y anduviera siempre cerca de donde estuviera él, y salió muchas veces al jardín para buscarla en el invernadero. El siguiente ya sabía que la rutina había cambiado y pareció adaptarse a las nuevas circunstancias. Había desarrollado un nuevo sistema.
– En realidad tiene una gran capacidad de adaptación -digo.
Anna asiente, sabe adonde quiero llegar. Cojo la botella de vino y la vacío en dos vasos.
– Lo que hace que mi hermano gemelo sea tan distinto a los demás es que nunca cambia de humor, en realidad está siempre contento -continúo-. Es una alegría real, no forzada, una bombilla de color en la puerta de la calle, y le fascina la belleza del mundo. Es muy buena persona -es ya el final de mi descripción-, incapaz de decir una mentira.
Sonrío. Ella también sonríe.
– ¿Y tú? ¿Tú dices mentiras a veces? -pregunta, mirándome a los ojos.
Su pregunta me sorprende, siento los latidos de mi propio corazón debajo del jersey.
– No, pero quizá no digo todo lo que pienso -le respondo.
Más tarde preparo otra vez el sofá cama para dormir. Intento que no me altere, acostado bajo las sábanas, que mi amiga esté durmiendo sola en una cama grande, a pocos metros de distancia. Lo sustituyo por ir pensando en las comidas de mañana, la cuestión es si seré capaz de hacer algún postre y, en ese caso, si las natillas de chocolate de la receta de mamá podrían ser una buena alternativa.
Capítulo 56
Hace tres días que mi hija y su madre aterrizaron, por así decir, en mi vida sin previo aviso, y por primera vez salimos juntos con la niña en el cochecito. Tenemos una misión concreta, voy a enseñarle a la madre de mi hija dónde está la biblioteca. Anna ha transformado el coche en silla y nos turnamos para empujarlo. Nuestra hija lleva el vestido amarillo de flores y un lazo en el pelo. La gente nos mira de tal forma que ardo en deseos de decirles a todos que no somos pareja, y que el simple hecho de que estemos paseando juntos a nuestra hija no quiere decir que nos acostemos juntos, se trata de una situación puramente coyuntural.
La biblioteca está al lado del café, y antes de que Anna se sumerja en la ciencia nos sentamos a una de las tres mesas de la acera, uno enfrente del otro con la sillita en medio de los dos. Le pongo el freno y Anna atusa a la niña, le ata el cordón del gorro, que se había soltado, y le da una fresa que la pequeña se mete inmediatamente en la boca. En la mesa de al lado de la nuestra hay una pareja mayor, y oigo al marido decir que tomará lo mismo que su mujer. ¿Será símbolo de una relación dichosa que los dos pidan lo mismo? ¿Debo decir yo también que tomaré lo mismo que Anna, la madre de mi hija? Practico mentalmente diversas respuestas en el dialecto de los nativos, sobre mis hombros descansa la responsabilidad de hablar por ambos, ya que llevo dos meses viviendo en el pueblo.
– Un café -dice Anna, dirigiendo una sonrisa al dueño..
– Lo mismo para mí -digo yo.
Mi hija da palmas emocionada y repite la sílaba de la última palabra.
Si el dueño del café me pregunta de sopetón si se i rata de mi novia, diré que no.
– ¿Es tu novia?
Pero no me lo pregunta.
Antes de que el dueño entre a por los cafés, se inclina sobre la niña, hace una mueca divertida y luego le da un pellizquito en la mejilla y, para terminar, una palmadita en la cabeza. La gente de aquí es muy cariñosa con los niños, casi nadie renuncia a decirle algo a la pequeña. Y los hombres también miran bastante a Anna, no puedo dejar de notarlo. También noto que la niña despierta menos interés cuando está con su madre. Eso me produce unas sensaciones un tanto contradictorias, aunque claro, hace apenas unos minutos lo que me preocupaba era que la gente pudiese pensar que somos pareja.
El hombre que está en la escalinata de la biblioteca mira a Anna tan fijamente que roza la grosería, me dan ganas de ir a decirle que pare ya. Pero lo que hago es sacar a mi hija de la sillita y sentarme otra vez, ahora con ella en brazos. No hace más que moverse, pero no toca las tazas de café. Le pongo el chupete pero lo escupe inmediatamente. Hace un intento de ponerse de pie en mis brazos y yo la levanto para que pueda mirar todo lo que hay alrededor. Saluda con la mano al hombre de la escalera y él responde al saludo. Luego intento sentarla en la silla libre que hay a mi lado, pero la siento en su propia sillita enfrente de sus padres, la cabeza apenas llega al borde de la mesa.
Sus padres la miramos orgullosos, en mi mente me estoy transformando en padre de un bebé. Su madre me sonríe. Espero que el tipo de las escaleras de la biblioteca vea también la sonrisa. Así comienza mi nueva vida, así se crea la realidad.
Capítulo 57
Son las nueve, Anna acaba de irse a la biblioteca y mi hija y yo llevamos hora y media levantados. Aún no le he hablado a Anna del jardín, sin embargo va acercándose el momento en que no tendré más remedio que ir allí a regar, no puedo depender del hermano Matías para esas cosas, tiene más de noventa años.
Ocuparse de un niño da muchísimo trabajo, realmente no se puede estar pensando con coherencia en nada mucho tiempo seguido. Mientras el niño está despierto, uno está ocupado de modo total y absoluto. Yo soy probablemente algo torpe con mi hija y no sé hacerlo todo tan bien como su madre, pero la niña lo aguanta todo. Intento cumplir bien mi papel de padre haciendo todo lo necesario mientras sigo siendo fiel a mí mismo. Luego intento también ser bueno con la niña mientras espero que Anna vuelva de la biblioteca.
Aunque la niña esté casi siempre contenta, no deja de tener sus berrinches. Pero no dependen de mi estado de ánimo ni de cualquier otra cosa del entorno. ¿Era yo un niño alegre? Papá estaba más con Jósef y mamá y yo solíamos ir juntos.
Luego hay otro aspecto de mi hija, que es cuando quiere que la dejemos en paz, sin molestarla, entonces pone cara seria e incluso de malhumor. A veces se va a cuatro patas al dormitorio e intenta cerrar la puerta o busca algún sitio donde cree que nadie puede verla. Yo no la pierdo de vista desde lejos, pero la dejo tranquila para que haga lo que quiera.
– Hola, monjita -le digo cuando sale gateando de su celda para ponerse a jugar otra vez, lista a enfrentarse al mundo.
Hay muchas cosas divertidas y algunas incluso interesantes en relación con esta personita. Como cuando silba. Me doy cuenta esta mañana de que lleva un rato intentando hacer morritos con los labios, se corrige varias veces en el espejo mientras está sentada en el suelo del dormitorio. Cuando lo consigue, mi hija de nueve meses hincha los pulmones y sopla por el morrito. En cuanto oye una nota se queda un poco extrañada, pero al notar que le sonrío, quiere hacerme otra demostración, pone morritos otra vez y luego vuelve a soplar.
– Chica lista. Una chica listísima. ¿Quieres que papá cante mientras Flora Sol silba?
Está radiante, yo soy un padre radiante y no puedo esperar a que Anna vuelva de la biblioteca para compartir con ella mi orgullo de padre. También me gustaría que mamá pudiera ver a su nieta, querría que mamá pudiera verme en mi papel de padre. ¿Le habría gustado Anna a mamá?
Levanto del suelo a la niña y le pongo el vestido de flores y por encima el jersey azul de botones. Luego le coloco un sombrero para el sol y la dejo que se mire en el espejo antes de sentarla en el cochecito. Le encanta estar guapa.
– ¿Salimos en la sillita a ver las rosas de papá? ¿Quiere ir Flora Sol al jardín con papá y conocer a los monjes y ver la Rosa candida? Le pongo el chupete antes de salir en el cochecito, le echo la manta por encima y se duerme enseguida.
Cuando llego al sendero que conduce a la rosaleda, la saco del cochecito con la manta y la almohada y empiezo a subir la cuesta con la niña dormida en brazos. Al llegar al jardín, la acuesto a mi lado en la hierba encima de la manta, mientras trabajo en los macizos de flores. Mi hija duerme una hora más, me la llevo dos veces por el jardín cuando cambio de sitio de trabajo, y la tengo siempre al alcance de la mano.
Y de pronto está despierta y sentada, intrigadísima por lo que ve a su alrededor. Lo mira todo, me ve a mí y sonríe de oreja a oreja. Luego abandona la manta y se va a contemplar la verde, divina naturaleza.
– ¿No quieres que cambie a la nena de papá? -le pregunto, quitándome los guantes de trabajo. Después de cambiarla, me siento con ella en un banco del jardín y le doy un zumo de pera para que se lo beba en su vaso con pitorro-. ¿Quieres oler?
Las rosas recién brotadas tienen la misma altura que ella y la niña parece encantada con las flores. Justo a su lado hay un capullo de color rosa oscuro, al principio lo toca suavemente con el dedo índice, luego estira el cuello y huele la flor con gestos de lo más teatrales, para acabar suspirando de gusto. Suelto una carcajada. Me doy cuenta entonces de que el hermano Jacobo y el hermano Matías han salido de la biblioteca y están en el jardín. No sé cuánto tiempo llevarán mirando, pero los dos lucen espléndidas sonrisas. Luego van a buscar a otros hermanos y al final se juntan once, solamente falta el hermano Zacarías. Quieren que Flora Sol repita su representación al oler la rosa. A la niña le encanta ser el centro de la atención y continúa la representación sin pensárselo dos veces. Los monjes se pasan un rato riendo. Estoy un poco nervioso por haber llevado a la niña al jardín, se considera que es parte del monasterio, tampoco es que fuera mi intención quedarme allí mucho rato.
El hermano Miguel desaparece y vuelve al instante con una pelota en la mano: es del tamaño de una pelota de fútbol, pero rosa y con el dibujo de un delfín, por lo que puedo ver. Todos concuerdan en que la mejor manera de organizar el juego es poner a la niña en el centro, para poder tumbarse en la hierba y hacer rodar la pelota muy despacito hacia la criatura. Mi hija ríe y chilla y da palmadas. No tarda nada en captar las reglas del juego. Veo que acaricia la cabeza calva del hermano Pablo. Antes de irnos para casa, corto un ramillete de rosas para llevarnos. Se me ocurre, mientras bajo por el sendero llevando a la niña a caballo sobre los hombros, que la próxima vez debo recordar que el hermano Gabriel me dé la receta de la sopa de verdura. Mientras pongo el ramito en agua en el centro de la mesa de la cocina, me viene a la cabeza la idea de que me di demasiada prisa en traer a casa tantas rosas rojas, al menos debería quedar bien claro que las flores son un regalo de la niña para su madre.
Por la noche, después de dormir a la niña, charlo con Anna sobre mi trabajo en el jardín. Le digo que estoy intentando recuperar una antiquísima rosaleda, la única en su especie, que estaba en plena decadencia y abandono.
– Tu padre no me dijo nada de tu trabajo en el jardín -responde ella.
– Hay montones de especies que corren riesgo de desaparecer -digo-, y eso representaría una pérdida para la flora -añado, pues la genetista comprenderá perfectamente ese punto de vista.
– Bueno, no importa -dice Anna-, podemos organizar el día de modo que yo me quede con Flora Sol por la tarde mientras tú vas al jardín. A cambio -me dice- estudiaré un poco por las noches cuando la niña esté dormida -si es que a mí me parece bien
Capítulo 58
Tenemos un acuerdo provisional para llevar la casa y cuidar a nuestra hija. Desde que me ofrecí el primer día a cocinar, no tuve necesidad de mencionarlo más, al segundo día ya era un elemento de nuestra pauta de convivencia que fuera yo quien guisara, así fue la división de tareas en mi nueva vida familiar desde el comienzo mismo, imaginé que la genetista dispondría de conocimientos culinarios más escasos aún que los míos. Aunque ella se encargaba también de hacer compras y solía volver de la biblioteca cargada con toda clase de bizcochos y tartas de la panadería. Como no he sido capaz de aprender más platos en un tiempo tan breve, voy a preparar ternera con salsa de vino por tercera noche. En esta ocasión corto la carne en tiras, para introducir cierta variación después del gulasch de la noche anterior, y las aso con cebolletas. Luego pruebo a cocer diversas clases de verdura con las patatas: zanahorias, guisantes y espinacas, que van bastante decentemente con la salsa. Ni la madre ni la hija protestan, la niña se come con mucho apetito el puré de espinacas y zanahorias con la carne muy picadita, y Anna alaba la comida por tercera vez y repite. Y eso que está muy flaca, casi en los huesos, se le notan las costillas por debajo de la camiseta, y las caderas en los pantalones vaqueros. Tomo la determinación de hacerla engordar un poco mientras esté bajo mi techo, y crear así una madre más rellenita. Claro que lo primero que tengo que hacer es aprender a guisar con menos monotonía, y al día siguiente pregunto por posibles platos a prácticamente todos cuantos se Cruzan en mi camino. El de la carnicería me recomienda probar distintos tipos de carne, pero no me atrevo por cl momento, así que me enseña a preparar salsa de crema en vez de salsa de vino tinto.
– Si pone en la sartén crema en vez de vino, la salsa le quedará espesa y de color marrón claro, y si sigue usando vino tinto, la salsa será marrón rojizo y más clara. La elección es cosa suya.
Voy también a la librería y hojeo dos libros de cocina: están en el dialecto local y uno se dedica exclusivamente, por lo que puedo entender, a platos de calamares. Los libros tienen aspecto de ser bastante antiguos, se nota por la ropa de la gente sentada a la mesa de un banquete y por los colores de los platos, pálidos y desvaídos.
Al final voy a ver a la señora del restaurante y le pido que me enseñe a cocinar uno o dos platos. Llevo a la niña a todas partes, así habrá mayor probabilidad de tener algún éxito. La señora trae ajos y dice que si sé usar el ajo ya sé cocinar. Descuelga de la pared toda una ristra de ajos, elige unos cuantos y me hace practicar la forma de abrirlos, pelarlos, picarlos y machacarlos. Me hace repetirlo varias veces y añade que se me da bastante bien. Mientras me dedico a los ajos en la tabla de cortar, ella se ofrece a ocuparse de la niña. Luego se ofrece a enseñarme a cocinar calamares. A cortarlos en trozos, añadir aceite y meterlos en la olla; lo vuelve a explicar y me hace repetirlo dos veces. Me pregunta lo que sé cocinar y le hablo de la carne de ternera con patatas y salsa.
– En lugar de patatas puede poner arroz -me dice-, una taza de arroz por cada taza de agua, se baja el fuego cuando empieza a hervir y se deja hervir diez minutos en la olla, con la tapadera puesta.
Hace que se lo repita dos veces. Cuando voy a darle las gracias por su ayuda, mira la cocina por un instante y vuelve al momento con un cuenco que me entrega.
– Budín de ciruelas -dice-. Puede tomarlo de postre. También podría cocinar yo por ustedes si es necesario, y se lo lleva usted mismo a casa.
Luego me pregunta si puede quedarse la niña un momento más, y yo le digo que sí. Hora Sol le da unas palmaditas a la mujer en las mejillas con sus deditos cortos y gordinflones, a continuación estira los brazos por encima de la cabeza y pone las palmas por un instante sobre la cabeza de la señora, como un sacerdote bendiciendo a un niño.
Camino de casa paso por la carnicería a comprar ternera. Cuando ha acabado de cortar los filetes, yo le señalo la máquina de picar carne que está a su espalda, esta vez le pido que me pique los filetes porque pretendo preparar albóndigas. He decidido cortar algunas hierbas aromáticas de las que tengo en la fresquera y usarlas para una salsa de crema.
Al pasar delante de la cabina de teléfono camino de casa, recuerdo que hace dos semanas que no hablo con papá. Saco del cochecito a Flora Sol y la tengo en brazos mientras marco el número. Confío en que papá no me pregunte por mis planes de futuro mientras la niña y su madre estén viviendo en mi casa. Aquí desempeño el papel de padre de una niña y de padre de la hija de una mujer, no consigo precisar mi función en la vida en estos momentos.
– ¿Llamamos al abuelo?
– A-bu.
Papá se alegra mucho de oírme y enseguida pregunta por la niña y por su madre, y sobre todo qué tal va Anna con su tesina. Me doy cuenta de que está muy enterado del terreno de investigación de Anna, sea por sus conversaciones con la madre de mi hija, a la que ha estado visitando sin mi conocimiento, o porque ha leído cosas sobre el tema.
– Le indiqué un interesante artículo sobre la ética de la investigación genética -dice el electricista.
Aprovecho la ocasión, ya que tengo a papá al teléfono, para preguntarle por las albóndigas de carne que solía hacer mamá. No recuerda la receta pero dice que cree que mezclaba huevos y pan seco con la carne picada. Luego añade que* ayer Bogga le invito a merendar en su casa.
– Menuda variedad de bollos que tenía la buena de Bogga, lenguas de gato, cruasanes, rosquillas y qué sé yo.
Me conmueve hablar con papá, nuestras conversaciones me despiertan toda clase de sentimientos. Siempre existe la posibilidad de que detrás de lo que dice esté acechando algún otro significado, que lo que realmente quiere transmitir esté muy por debajo de la superfìcie.
Cuando voy camino a casa con la bolsa de la compra y mi hija en brazos, mi anciana vecina del piso de arriba aparece en el descansillo.
No parece que pueda deberse a una simple casualidad que cada vez que entro o salgo con la niña, mi vecina tenga algo importante que hacer fuera de su piso. Si no llevo a la niña, vuelve a entrar enseguida. Al principio pensé que me traía un mensaje de la dueña, como que tuviera en cuenta que ahora éramos tres y no dos los que vivíamos en el piso. Pero no, parece más bien encantada de vernos, incluso da la impresión de que nos estuviera esperando. Parece que se trata de saludar a mi hija, ya se ha aprendido el nombre, Flora Sol, dice mientras baja por la escalera, tres escalones por delante de nosotros. Luego, la señora le da una palmadita a la niña y le hace una carantoña, y la niña le da también sus palmaditas, y al final la señora me pregunta si no necesito que me vuelva a dejar la plancha. ¿Y la batidora? Mi hija le sonríe.
– Desde que la niña se vino a vivir a esta casa, estoy muy mejorada de mi eccema, prácticamente me ha desaparecido de las manos y se me ha reducido mucho en las piernas -dice la señora en el descansillo, levantándose un poco el borde del vestido.
Capítulo 59
Intento estar levantado y haber terminado de arreglar el sofá cama antes de que mi hija y su madre salgan del dormitorio. Organizamos nuestro tiempo de modo que yo me quedo con la niña hasta las dos, mientras Anna está en la biblioteca, luego ella y la niña pasan la tarde juntas mientras yo voy al jardín. De modo que puede decirse que tenemos repartidas las veinticuatro horas en tres turnos: mañana, tarde y noche.
La niña se agarra a la barandilla de su cuna para ponerse de pie, mira un libro de dibujos y exige mi atención sin pausa. De modo que apenas tengo tiempo para pensar en mis cosas, repasar el dibujo que encontré en la biblioteca la semana pasada, planificar y hacer la lista de labores del día siguiente. Si hacemos caso de los planos originales, el jardín se construyó a partir de modelos simétricos engarzados en las suaves líneas de la naturaleza, la esencia del arte de la jardinería es el contraste armónico de luz y sombra. Así que parece que los macizos de rosas se dispusieron según la rosa de los vientos en torno al estanque, y que en la parcela dedicada a herbario se cultivaba gran número de hierbas aromáticas y medicinales. En el dibujo se encuentran también diversos tipos de tiestos y macetas usados para las hierbas medicinales y aromáticas.
Pese a lo que estoy haciendo, vigilo a Flora Sol con cierta frecuencia, y algunas veces ella levanta los ojos de su libro y me mira. Es una colección de historias bíblicas para niños, cada página tiene una ilustración y unas pocas palabras. Ha encontrado un sistema muy práctico para pasar las páginas: estira el pulgar y el índice, separa cuidadosamente cada página y luego se para siempre en la misma ilustración, en la que el rey, con la espada desenvainada, tiene sujeto al niño por el que disputan dos mujeres, cada una de las cuales asegura ser su verdadera madre. Estuve pensando si tal vez ese libro no resultaría demasiado violento para la niña. Sin embargo, el regalo aquel me gustaba, fue toda una sorpresa cuando el hermano Matías apareció con el libro bajo el brazo mientras yo estaba desbrozando la maleza.
Así transcurre infinidad de cuartos de hora, cambio a mi hija, la visto, hablo con ella, construyo una torre de cubos con letras o hago el puzle de trece piezas, canto con ella, le doy de comer, le lavo la cara, le pongo ropa para salir, vamos a la calle a comprar comida y dar un paseo. O vamos al café y abrimos bien los ojos por si vemos a Anna. Luego vamos todos los días a la iglesia a mirar el cuadro del Niño Jesús. Siempre seguimos la misma rutina y no nos dirigimos directos al cuadro, sino que nos vamos aproximando poquito a poco; primero damos una vuelta por el templo para mirar los otros cuadros y encendemos una vela en el de San José. Mi hija no para de moverse, emocionada, sabe lo que nos espera. Tengo la sensación de que ha engordado desde que llegó con su madre, ahora me pesa más en los brazos. ¿Habrá engordado Anna también?
Cuando llegamos al cuadro de María entronizada con el niño, siempre pasa lo mismo: mi hija deja de revolverse en mis brazos, se queda muy seria y sin hacer ningún ruido, y mira con los ojos muy abiertos al niño pintado.
No soy un padre estricto y nunca podría regañar a los niños, aunque entiendo perfectamente que de vez en cuando no hay más remedio que soltarles algún bufido para que no se hagan daño ellos solos. Pero mi hija parece tan buenecita y siempre demuestra, incluso cuando sería preferible que no lo hiciera, un gran amor al mundo; nada le gusta tanto como dar palmas y acariciar a cualquier ser vivo que se ponga a su alcance. Reconozco que en ocasiones me preocupan su falta de temor y su ilimitada amabilidad.
– No, no -digo con voz grave, responsable, cuando un minino callejero, famélico y astroso, se acerca al salir de la iglesia.
– Aaaaaaaaah -dice la niña feliz y contenta, extendiendo los brazos hacia el animal, y me da a entender que quiere que la deje en el suelo, para estar al mismo nivel que el gato. Quiere abrazar al animal igual que quiere abrazar siempre a las personas desconocidas. La niña muestra confianza y cariño hacia todo lo que vive y hacia todo lo que se mueve. Teniendo en cuenta lo precoz que es mi hija en otras cosas, pues tiene un vocabulario muy superior al habitual para su edad en su lengua materna, conoce algunas palabras en latín y otras que ha captado del dialecto local, como decir hola y adiós, me pone un tanto nervioso que mi hija de nueve meses y medio no conozca mejor a la gente como para no mezclarse con desconocidos ni intentar hacer carantoñas a un asqueroso gato callejero.
El gato tiene grandes ojos verdes y se frota contra mi pierna.
– No, no, no se toca.
Y luego se suele decir:
– ¿Es que no te he advertido, niña tonta, que los gatos salvajes arañan, es que no te lo he dicho ya? ¿No te lo he advertido cuatro veces ya? Pues mira, no tengo más remedio que meterte otra vez en el cochecito.
Las preocupaciones de un padre por la inocencia de una criatura no puede decirse que sean nada exageradas cuando hay por medio un animal salvaje. Levanto a la niña y le digo:
– No, no, gato malo -con voz grave.
Mi hija ha dejado de sonreír, me mira con sus ojos grandes, profundos y tranquilos en el pálido rostro de porcelana. No parece asustada, pero sí extrañada. En ese mismo instante siento remordimientos.
El animal me mira con tiernos ojos gatunos.
– Vale, muy bien, sé buena con el gatito -digo con cierta confusión mental… y sin que mis palabras vayan seguidas por la acción de bajar a la niña a la altura del peludo minino-. Tenemos que darle al gatito algo de comer -digo mientras meto la mano en la bolsa de la compra para buscar algo que pueda ser del guste del gato-. Vamos -le digo a mi hija-, te voy a enseñar la diferencia entre el bien y el mal.
Vuelvo a entrar en la iglesia y me la pongo a caballo sobre los hombros, en la penumbra, para que pueda ver las imágenes de lo más alto. No le veo la cara, pero sé que está mirando las esculturas muy seria y concentrada, comprende que en cada capitel se representa la eterna lucha del bien y del mal, que hay ángeles y demonios, culpa e inocencia, todo está claro y patente en la piedra: cuernos y garras, rayos de luz, rostros aterrorizados y gestos beatíficos.
– ¿Comprendes ahora, hijita mía, la perversidad del mundo y de los hombres?
Al principio tiene cogido en sus manitas infantiles un buen mechón de pelo, luego las manos abiertas de la niña descienden sobre mi frente y permanecen allí unos momentos, cubriéndome los ojos, y luego me agarra las orejas, por último siento que primero me da palmaditas en una mejilla y luego me acaricia la otra.
Cuando llegamos a casa y dejamos el carrito, y mi hija está sentada en el primer escalón mirándome, me percato de la presencia de dos mujeres que nos esperan en el descansillo: nuestra anciana vecina ha venido de visita con una amiga suya, una mujer de su misma edad. La buena mujer tiene asma y quiere ver a mi hija, pues mi vecina no hace más que hablar de la niña. Le ha contado la historia del eccema desaparecido y la amiga quiere ver a la niña ella también. No me dejan en paz, ojalá Anna no descubra el interés de estas desconocidas por su hija y crea que vienen a regalarme tarros de mermelada y salchichones cuando salgo de casa con la niña.
– ¿Has comprado comida para gatos? -pregunta la madre de mi hija cuando llego a casa y saca tres latas de la bolsa de la compra.
Capítulo 60
Estoy intentando comprender cómo piensan las mujeres y llego a la conclusión de que la vida emocional de Anna debe de ser más compleja y variada que la de los chicos que conozco. A veces parece preocupada, pero lo que me produce más quebraderos de cabeza es lo ausente que se la ve tantas veces, como si no estuviera verdaderamente en el sitio en que está, incluso como si estuviera intentando resolver muchos problemas al mismo tiempo. Aunque esté sentada apenas a cuarenta centímetros de mí, al otro lado de la mesa de la cocina, tan cerca que si fuéramos una pareja de enamorados yo podría besarla sin necesidad de cambiar de sitio, es como si no se percatara siquiera de mi presencia.
Aparte de eso es atenta y cariñosa y muchas veces me sonríe, y todas las noches alaba la cena que he preparado, y desde luego cuando estoy hablando con ella no sigue con el libro abierto. También parece alegrarse cuando nos ve a la niña y a mí entrar por la puerta, aunque al poco rato vuelve a sumergirse en los libros.
Pero a veces me mira cuando estoy jugando con la niña, y no sé muy bien si me mira a mí tanto como yo a ella. Es perfectamente posible que me mire por interés genético en relación con su hija. Confirmo mis sospechas cuando le doy la vuelta al pan sobre la tabla de cortar.
– ¿Eres zurdo? -me pregunta, mirándome con ojos interesados, verdiazules.
Como provisionalmente vivimos bajo el mismo techo y el apartamento es pequeño, a veces tenemos que encogernos para pasar uno al lado del otro, y en ocasiones nos rozamos sin pretenderlo. Desde entonces la he tocado una o dos veces intencionadamente. Sigo pensando en el cuerpo tanto como antes, pero intento limitarme a los momentos en que Anna no está cerca, como cuando estoy trabajando en el jardín. Tengo miedo de que se me note desde fuera lo que estoy pensando, seguramente Anna será una de esas escasísimas personas que ven imágenes de los pensamientos en el interior de una nubecilla algodonosa, incluso antes de que uno los haya pensado del todo. Eso pasaba con mamá, que siempre podía decirme en qué estaba pensando yo. Estoy decidido a tener a Anna como amiga, pero el problema radica en el hecho innegable de que ella es una mujer y de que tenemos una hija en común. Cuando estamos en la misma habitación yo y la madre de mi hija, una y otra vez noto que pierdo el hilo de la conversación. Sobre todo cuando ella acaba de salir de la ducha, con el pelo mojado o sujeto con una horquilla para apartárselo de la cara. Pero es sólo cuando estoy en la cama, en solitaria charla con mi alma, mientras madre e hija duermen en la habitación de al lado, cuando siento que puedo permitirme pensar en el cuerpo, eso me recuerda de nuevo que estoy vivo. Admito que se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que algo pueda nacer entre la madre de mi hija y yo, algo que no sea una nueva criatura, quiero decir. Lo que me salva del callejón de los instintos corporales es la ventana de la cocina, que está abierta. En la línea directa de mi visión desde la almohada, en medio de la oscuridad, está el muro inaccesible del monasterio, y detrás de él, donde dormitan los viñedos, mis rosales, que habré de regar mañana. Yo soy la única persona que conoce cierta robusta especie de rosa, en la oscuridad, bajo una luna amarilla.
Capítulo 61
La niña madura a una velocidad asombrosa. Cada momento que pasamos juntos, cada mañana, mientras la madre de mi hija está recluida en la biblioteca dedicada a su investigación sobre algún nuevo genoma, representa un momento de gigantesco progreso y admirables triunfos. Cuando Anna vuelve a casa se inicia la representación de los éxitos del día. Es la feliz expectativa de toda la mañana, en eso consiste el juego, en poder ser testigos de su admiración y su emoción y así obtener la confirmación de que algo grande ha sucedido mientras ella estaba en la biblioteca, de que he presenciado hazañas prodigiosas que ahora hay que repetir.
La heredera de mi invernadero está en el suelo en leotardos, sujetándose a la cama matrimonial. Yo estoy buscando su jersey en el otro lado de la habitación cuando la veo con gesto concentrado separar una mano de la cama, soltar sus minúsculos deditos y separar la otra mano, con prudencia pero con asombrosa seguridad. Luego se queda de pie por unos instantes, quieta, sola y sin apoyo alguno, delante de la cama, la barriguita al aire, antes de lanzarse, osada y cierta del triunfo, hacia lo desconocido, tres pasos da en total. Tiene levantados los brazos para mantener el equilibrio, las rodillas tienen hoyuelos.
Cuando Anna llega a casa, levanto del suelo a nuestra hija, que está sentada apilando cubos de letras, la alejo de su torre de Babel a medio terminar y la coloco en el suelo, como una troupe de actores en mitad de una plaza, a punto de estrenar su divina comedia. Primero sostengo a la niña por las manos pero luego las voy soltando poco a poco, dedo a dedo. Al principio, está con gesto de total concentración en mitad de la cocina, y entonces sucede el milagro: desplaza todo el peso del cuerpo a una pierna para poder levantar la otra del suelo y moverla rápidamente un paso hacia delante. Luego repite el procedimiento con la otra pierna y da otro paso, en total da cuatro pasos con creciente seguridad, haciendo girar las caderas como un robotito. Su madre se agacha delante de ella para recibirla con alegría, la abraza y la besa con fuerza. La miro abrazar a la niña; para mí, el día ha merecido la pena. Espero tranquilo a que la madre de mi hija dé rienda suelta a su asombro, al triunfo del día. Su reacción no se hace esperar mucho.
– Es increíble, ha empezado a andar. Le has enseñado tantas cosas: a cantar montones de canciones, a silbar, a montar un puzle de veinte piezas y ahora a caminar.
Abraza otra vez a la niña con fuerza. Aunque yo esté emocionado por la alegría de Anna, sus sentimientos parecen un poco exagerados. Parece exaltada.
– Me parece una cosa tan inmensa: pares un niño y un día empieza a andar y luego se va de casa, quizá llame por teléfono de Pascuas a Ramos, y ya no puedes decirle nada -tiene lágrimas en los ojos.
– Venga, venga -le digo-. Es un poco exagerado decir que se ha ido de casa. De momento no parece que tenga que acompañar a mi hija al altar todavía.
– Perdona -dice Anna-, Flora Sol es una niña maravillosa, pero ser madre me parece una responsabilidad tan enorme -me da a la niña y se seca los ojos-. Antes de tener a Flora Sol nunca me preocupaba tanto. Ahora estoy preocupada por todo, incluso tengo miedo de que no vuelvas cuando has salido a la tienda a comprar gulasch de ternera o a ver a tu cinèfilo.
No soy dueño de mi mente, pero de pronto siento deseos de acostarme con ella. Me siento tan abrumado por mis propios" pensamientos que a toda prisa le pongo a la niña el anorak y el gorro. Tenía que ir al jardín, pero salgo con la niña a toda prisa por la puerta, en realidad sin motivo alguno, pero siento la necesidad de salir y tranquilizarme. Sin embargo, podría decirse que ya que estuvimos tan cerca los dos la cuarta parte de una noche de hace año y medio, tampoco sería ahora un paso tan inmenso.
Capítulo 62
Desde entonces hay ocasiones en que estamos sentados a la mesa los tres al mismo tiempo: Anna, yo y la niña, cada uno dedicado a sus cosas. Yo aúno mi labor paterna y mis intereses, me he hecho con un grueso volumen sobre jardinería, trata de dos mil quinientas plantas, y me siento con mi hija enfrente de Anna y nos enfrascamos en nuestro libro.
Paso rápidamente los capítulos sobre enfermedades y plagas de las plantas, también los de parterres y arbustos, y me detengo en el que trata de la construcción de estanques y arroyos en jardines, tema que a mi hija le resulta especialmente interesante. Nos limitamos casi siempre a las ilustraciones, y dejamos las páginas de texto. La niña pone tres deditos regordetes sobre una de las ilustraciones. Me pregunto qué dirán los monjes del estanque que estoy construyendo. Delante de nosotros, a menos de un brazo de distancia, la madre de mi hija está enfrascada en la cuestión de cómo se transmiten los rasgos hereditarios de una generación a otra, y parece no darse ni siquiera cuenta de nuestra presencia a sólo un brazo de distancia. De los arroyos pasamos a las plantas del cuarto de estar.
– Algunas de las plantas más hermosas crecen por todas partes en estas tierras -le digo a mi hija-. Donde vivimos nosotros, sólo se pueden cultivar en los alféizares de las ventanas que dan al sur. En estas tierras, en cambio, crecen a cielo abierto -repito, intentando así expresar un mismo concepto en formas diversas. Es mi aportación a la maduración lingüística de mi hija de nueve meses y medio de edad, a fin de que comprenda que la realidad se puede enfocar de muchas maneras distintas-. Al decir «las plantas más hermosas», me refiero sobre todo a las rosas.
Anna levanta la mirada de su libro y me observa por unos momentos, como si estuviera intentando resolver un enigma. Flora Sol y yo tomamos notas. Yo hago una cruz donde aparecen datos importantes. Luego dejo el lápiz. Mi hija estira el brazo y también hace una cruz clarísima en la misma página. La madre de mi hija levanta la mirada de sus tareas científicas, algo ha captado su atención.
– No cabe la menor duda de que es tan zurda como tú -dice.
Luego, la genetista humana señala con el dedo a la niña, que sostiene el lápiz en la mano izquierda igual que su padre. Su interés por mi hija y yo parece haber aumentado repentinamente. Como tengo abierto el libro, precisamente, en una página sobre hibridación de rosas y fecundación cruzada en la naturaleza, me planteo si debería hablar de fitogenética o de fitotecnología, lo que podría aunar nuestros ámbitos de interés: las características genéticas de las plantas. Pero en vez de hacer eso le pregunto en qué está metida de forma tan absorbente.
– Y tú, ¿qué es lo que estudias? -le pregunto, y mi hija también levanta la mirada y los dos la miramos interesados desde el otro lado de la mesa. Ella resume en pocas palabras su tema de investigación, como si pudiera condensar sus estudios científicos en una sola palabra:
– El ácido desoxirribonucleico -nos dice con una sonrisa.
– De-o -dice la niña con claridad pasmosa, y se pone de pie entre mis brazos.
– Sí, dentro de un rato vamos a la iglesia -le digo a mi hija.
– ¿A qué viene eso? -pregunta la madre de la niña, mirándonos a los dos con cara de extrañeza.
Eso es latín y significa dios -le explico-. Nuestra hija habla su lengua materna, y más -añado en un tono menos solemne-: Tiene nueve meses y medio y habla dos idiomas.
Los dos nos echamos a reír. Estoy contento.
– ¿Le estás enseñando latín a la niña?
Explico a la madre de mi hija que fuimos a la iglesia a ver una antigua pintura del Niño Jesús, que se parece muchísimo a su hija.
– Lo cierto es que por aquí no hay demasiadas cosas con las que entretenerse para pasar el día.
Mi hija está enterándose de todo, quiere enseñarle a su madre más cosas que ha aprendido en la iglesia y levanta tres dedos, igual que el niño del cuadro. Lleva una blusita de manga tres cuartos y color azul claro, tiene hoyitos en los codos. Luego hace la señal de la cruz de una forma bastante evidente. Miro a Anna de reojo, no sé cómo se tomará esos juegos. Hemos ido a la iglesia varias veces cuando el padre Tomás estaba dando misa, y la niña ha empezado, desde hace poco, a imitar los movimientos del cura y a hacer la señal de la cruz a diestro y siniestro.
– ¿Qué está haciendo? -pregunta Anna.
– Se está expresando con el cuerpo -respondo-. Imita lo que ve.
Anna ríe y yo me siento aliviado. No parece tan preocupada como solía estarlo antes. Nuestra hija ríe también. Reímos los tres, la familia entera.
– Buen chico -dice Anna, entonces.
Las mujeres me parecen un poco impredecibles. Por algún motivo, siempre creí que mamá era la única que decía cosas como ésa.
Capítulo 63
Mi dominio de la cocina de gas crece exponencialmente con cada nuevo intento, aunque sigo tardando demasiado en cocinar. En un tiempo bastante breve he llegado a dominar siete platos: ya sé freír carne, tanto en filetes como en trozos, preparar dos clases de salsa, cocer patatas y otras diversas especies de verdura, hacer arroz, elaborar albóndigas y hacer verduras a la plancha en vez de cocidas. Y encima sé hacer diversas papillas para la niña y en una ocasión me atreví con un arroz con leche aromatizado con canela, que salió bastante decente. He de reconocer que es importante que Anna admire los sinceros esfuerzos que realizo al cocinar para ella y su hija.
Pero aún no me atrevo con nada complicado, como un ave entera o algo parecido; a mamá no le iban mucho las carnes de ave. También he ido varias veces al restaurante de la señora cuando se me ha hecho tarde en el jardín, a llevarme comida preparada, cocinada por ella. Observo a Anna mientras come los platos preparados por la señora del restaurante y he de confesar que me llena de satisfacción que elogie la comida del restaurante menos que la mía.
Luego llega el momento de atreverme con el pescado. Voy por la mañana al mercado con mi hija e intento elegir alguna especie con un aspecto más o menos comparable a los peces que conozco de Islandia, algo que se parezca al eglefino. Pero la mayoría son pequeños, yo diría que son peces de agua dulce, no de agua salada. Tampoco se pueden comprar filetes de pescado, sólo peces enteros, con su cabeza, sus aletas, espinas y tripas. Pese a mi experiencia con las galernas marinas, lo cierto es que no he practicado mucho la transformación de los peces para conseguir que parezcan filetes empanados de los que se pueden echar directamente a la sartén. Pero enseguida renuncio a hacerlo como lo hacía mamá: hay algunas cosas que es imposible encontrar en el pueblo, aunque he buscado en todas las tiendas; una de ellas, por ejemplo, es pan rallado.
– ¿Cómo eras de pequeño?
La pregunta me coge por sorpresa. Anna está pillándome por sorpresa un día sí y otro también. Estamos terminando de comer los pececitos que acabé por freír enteros, y las dos están delante de mí, al otro lado de la mesa, esperando mi respuesta. Y aunque es posible que lo pregunte porque quiere saber cosas que pueda relacionar con Flora Sol, su interés parece sincero. Estoy en el buen camino si le digo que, como soy pelirrojo, nunca me ha gustado demasiado el sol, prefería meterme en el húmedo almacén de las patatas o algún macizo de flores sombrío, en vez de estar fuera, al sol. Además, era terriblemente pecoso de pequeño, mi cara no era más que una colección de pecas. Claro, que papá ya le ha enseñado a Anna la colección de fotos, de modo que mi descripción no debe de causarle ninguna sorpresa.
– Era bajito para mi edad, y a los catorce años seguía siendo el más bajo de la clase -le digo-. Entonces di el estirón durante el verano y, al cumplir los dieciséis, les sacaba la cabeza a los otros chicos de mi edad.
– ¿De manera que en un solo verano te convertiste en un hombre hecho y derecho?
– Un hombre… Bueno, eso es decir demasiado, más exacto sería decir que me convertí en un adolescente más alto de lo normal. ¿Y tú? ¿Cuándo te convertiste en mujer? -¿se le pueden hacer preguntas como ésa a una mujer?
– Hicieron falta varios veranos, sucedió despacio y sin problemas, incluso sin que nadie se diera cuenta. Yo fui una de las afortunadas.
Luego me pregunta si siempre me han interesado las plantas.
– Sí, en realidad, desde pequeño. No exactamente las plantas en sí, al principio no, sino sobre todo estar en el jardín con mamá. El interés específico por las plantas llegó más tarde. Empecé con un trocito de tierra al sur del invernadero, donde planté zanahorias y rábanos y les puse cartelitos. Tenía siete años y podía ver a mamá al otro lado del cristal, podando los rosales dentro del invernadero. Mamá hacía pruebas con toda clase de semillas y bulbos importados, pero en mi huertecito, lo que crecía eran sobre todo malas hierbas. También leía bastante cuando era niño, me tumbaba en el jardín en verano o me sentaba dentro del invernadero en invierno y leía libros extranjeros sobre niños que tenían cabañas en lo alto de los árboles. También iba allí, cuando era más mayor, a estudiar para los exámenes en aquella atmósfera húmeda, luminosa y cálida. Aunque afuera reinaran el hielo, la nieve y la oscuridad, yo iba a todo correr al invernadero con mis libros, en camiseta, atravesando la nieve que me llegaba a las rodillas, con el lápiz entre los dientes.
– ¿Nunca se metieron contigo por tu afición?
Pienso bien hasta dónde tengo que contarle a Anna, qué recuerdos debo sacar de la oscuridad de los tiempos; a fin de cuentas, uno no dice siempre todo lo que pasa.
A decir verdad, sólo hubo un incidente desagradable, tenía diez años y probablemente todo se debió al color de mi pelo. Llevaban varios días acosándome y me hicieron comer tierra, con chinitas entre los dientes, mientras me arrastraban por la tierra y me zurraban. Después no me sentí demasiado mal, aunque tenía sabor a sangre en la boca y arena en las muelas. A uno de ellos le obligaron a telefonearme a casa para pedirme perdón. Luego colgó sin despedirse. Yo respondí, pero la conversación fue tan breve que mamá pensó que era alguien que se había equivocado de número.
– No -digo-, también me salvó ser el mejor en fútbol. Entonces te dejaban en paz. Yo era como los demás chicos de mi edad, aunque no me apetecía nada pasarme el día jugando al fútbol.
Madre e hija escuchan con atención lo que les cuento. Mientras hablo, la madre de mi hija me mira como si lo que le cuento le rozara algo profundo que comprende perfectamente.
Capítulo 64
La madre de mi hija llega tarde de la biblioteca y de pronto se me pasa por la cabeza la posibilidad de que haya conocido a alguien del pueblo y hayan ido los dos al café; seguramente será el individuo de las escaleras de la biblioteca quien la ha retrasado. Es perfectamente lógico imaginar que algún hombre, cualquiera de los que la miraban tanto por la calle, la abordara con cualquier motivo, y como ella es tan buena y amable, e incluso anda un poco perdida, va y se sienta con él en el café. Su idea es quedarse sólo un momento, porque tiene prisa por llegar a casa, pero como el individuo es muy hábil, consigue que se olvide del genoma e incluso que se ría y se olvide del tiempo.
Cuando aparece en la puerta, unos cinco minutos más tarde, casi empapada de lluvia y llevando en brazos una caja de bollos de la panadería, me siento tan desaforadamente feliz que no puedo ocultarlo. Me pilla totalmente por sorpresa el absurdo grado de mi alegría, como si estuviera descubriendo a Anna por primera vez. Me da los bollos y lo único que se me ocurre decirle es que lleva un jersey muy bonito, aunque naturalmente es el mismo jersey verde que llevaba en el desayuno. Entonces me entra repentinamente la inseguridad y me ruborizo y, peor aún, ella se ruboriza también. No me siento del todo bien y para cambiar de tema me dispongo a bajar a la lavandería, que está abajo, y lavar su ropa, yo tengo que lavar mis pantalones de faena.
– Aprovechando que tengo que poner una lavadora para las cosas de Flora Sol -digo con toda la indiferencia de que soy capaz. Nada más decirlo, me arrepiento. Anna parece entre extrañada y contenta.
– Vale -responde-. ¿Puede ser blanca y de color?
– Las dos -siempre puedo poner dos lavadoras, claro. No tengo ni idea de dónde me estoy metiendo. Habría podido lavar perfectamente las cositas de la niña en el fregadero.
– ¿Se puede poner también ropa interior, o sólo vaqueros y camisetas? -pregunta desde el dormitorio.
– Se puede poner la ropa interior -¿si no te molesta que lavemos tu ropa con la mía? Ya no hay vuelta atrás.
Pongo primero una lavadora con ropa de la niña y su madre y luego, en otra, mi ropa de trabajo. Me lleva un montón de tiempo leer las instrucciones y descubrir cómo funcionan las lavadoras. Cuando acabo de lavar subo con la colada húmeda en brazos, la saco al balconcito y cuelgo las prendas en las cuerdas de tender que hay en la parte de arriba. Y aquí estoy en camiseta de manga corta, con las pinzas en la boca, y no hay más que unos pocos metros hasta el anciano de la otra acera de la calle, que se pasa el día en casa, con su camiseta y su pensión de jubilación. Primero cuelgo los leotardos de mi hija y luego las braguitas de la madre de mi hija, de este modo voy colgando en la cuerda, poco a poco, mi vida privada, como las sábanas manchadas de sangre que en otros tiempos exponían después de la noche de bodas para que todos pudieran verlas. El anciano me mira interesado, observando mi temporal vida de hombre de familia a la vista del mundo entero. Pero nadie debería sacar conclusiones apresuradas, por mucho que yo intente hacer más fácil la vida a la madre de mi hija y lave su ropa y cocine para ella mientras trabaja en su tesina en mi piso alquilado
Capítulo 65
Una vez a la semana hay mercado de alimentación en el pueblo, donde traen sus productos los campesinos de los alrededores. En ocasiones hay también animales vivos, sobre todo pollos y otras aves, y aprovecho la ocasión para ir con mi hija a ver los animales. El mercado está repleto de voces, de movimiento y del frío olor de la sangre.
– Pi, pi -dice la niña, indicando las ensangrentadas aves de corral que cuelgan sobre nuestras cabezas.
Justo allí, debajo de las aves desplumadas, recuerdo, repentinamente, un fragmento de un sueño que tuve esta noche. En el sueño estaba cazando aves salvajes, aunque mi naturaleza es de cualquier cosa menos de cazador. Dudo de que pudiera matar cualquier animal, en todo caso nunca podría matar a las crías, pero si el animal fuera un macho adulto y se tratara de alimentar a mi familia (ahora estoy razonando igual que cualquier padre de familia), sería capaz de matarlo sin temor e incluso mirando cara a cara a mi presa. El sueño quizá podría tener algo que ver con mi propia naturaleza íntima de varón, diría mamá, con gesto misterioso. De modo que aún sigo teniendo cerca a mi madre para charlar con ella y para que me interprete los sueños.
Nos acercamos ahora a la parte del mercado en la que cuelgan las liebres y los conejos, y empujo la sillita bajo los animales del bosque. Mi hija se echa hacia atrás en el respaldo para tener mejores vistas de las liebres que cuelgan cabeza abajo, no parece que las colgaran pensando en posibles visitantes del mercado con estatura superior a la media, de modo que tengo que inclinarme bajo sus orejas peludas.
No estoy pensando en nada especial cuando se me presenta una idea absurda, como un gato panza arriba con sus rosadas patas de goma en lo alto para que le acaricies la barriga. De repente siento que me puedo imaginar sin problema estar casado, incluso por la Iglesia, y que sería algo deseable estar unido a la misma mujer toda la vida, en realidad no para hacer nada especial, sino simplemente para estar los dos en la misma habitación. Me gustaría bañar a la niña, ponerle el pijama cuando ella llegara a casa de su laboratorio, y luego le pondría crema de almendras en las mejillas coloradas, de modo que cuando la madre besara a su hija, mi esposa notaría el olor a almendra de nuestra hija. Más tarde, uno de nosotros seguiría el ataúd del otro. Excepto, naturalmente, que dijéramos adiós a la vez, como la pareja de la carretera local, llovía y el parabrisas estaba cubierto de vaho y yo estaba a punto de ajustar el limpiaparabrisas al máximo cuando un camión giró para incorporarse a la carretera.
Veo que el tendero está hablando conmigo pero tardo en oír sus palabras.
– ¿La quiere más grande, o más pequeña? -pregunta-, ¿una liebre mamá o una liebre papá? -lleva en la mano una barra con un gancho que utiliza para bajar de lo alto los cadáveres peludos, de acuerdo con las preferencias de la clientela. Flora Sol observa muy concentrada cómo quita del gancho el animalito peludo.
– Oh, oh -dice al ver que el animal no se mueve.
Estoy tan absorto en mis pensamientos prematuros y sin censura sobre el matrimonio, que estoy pensando seriamente en comprar la liebre. Mis conocimientos de las artes culinarias distan mucho de haber llegado al punto de aventurarme a un plato tan complejo.
El tendero me asegura que no hay nada más fácil de cocinar.
– Hasta un niño chico puede guisar esto con los ojos cerrados -asegura, si he comprendido bien el dialecto. Me acomete la sospecha de que el vocabulario regional podría poseer significados más profundos.
Dice que el animal lo despellejará él, que lo único que tengo que hacer es untarlo de mostaza antes de asarlo en el horno.
– Y ya está -dice mientras afila su cuchillo con un gesto muy convincente.
– ¿Cuánto tiempo?
– Como una o dos horas, depende de cuándo llegue usted a casa -me responde mientras arranca la piel del animal.
Dos horas antes de la cena quito el papel encerado que envuelve al violáceo animal despellejado y comienzo a preparar la comida. Sigo minuciosamente las instrucciones del tendero y unto al animal con mostaza por dentro y por fuera; lo que más tiempo me ocupa es descubrir cómo funciona el horno de gas. Ya que se trata de un plato bastante peculiar, no puedo meterme en grandes novedades para la guarnición. Lo que hago es cocer patatas y verdura y preparar salsa de vino tinto, como la que he hecho ya varias veces para la ternera.
Cuando pongo la bandeja con la liebre sobre la mesa, me da la impresión de que a mi amiga, la cena de hoy le representa toda una sorpresa.
– Huele bien -dice, mirando titubeante el asado-. ¿Es conejo?
– No, liebre -respondo.
Mi hija parece encantada y da palmitas.
– Pi, pi -dice, haciendo el pájaro con los brazos.
– Nuestro pequeño mimo particular -digo, mientras le doy vueltas mentalmente a cómo se podrá cortar este animal en unidades prácticas después de asarlo. Anna me soluciona la duda trinchando ella la liebre, luego parte la carne en trocitos diminutos para ocho dientes.
La liebre a la mostaza no está mal, un tanto rara y desabrida, precisamente así es como la define Anna.
– Especial -dice, y a pesar de todo se sirve otro plato. No me parece nada improbable que la madre de mi hija se coma siempre todo lo que le pongan delante-. Perdona lo ocupada que he estado estas últimas semanas -me dice-. No he guisado ni una sola vez desde que llegué. No tendría punto de comparación contigo, eres un cocinero estupendo. ¿Dónde aprendiste a cocinar?
Lleva vestido, es la primera vez que veo a Anna con vestido. Nuestra hija lleva también su vestidito amarillo de flores, los zapatos finos, y babero. Las dos lucen horquillas en el pelo y dan la impresión de estar celebrando algo. Entonces se me ocurre que podría ser el cumpleaños de Anna, lo cierto es que no sé nada de ella, ni siquiera la fecha de cumpleaños de la madre de mi hija.
– No -responde-, cumplí los años antes de venir, en abril. Es sólo que la comida olía tan bien, que pensamos que teníamos que ponernos elegantes para la ocasión.
Capítulo 66
Y soy incapaz de explicar lo que sucede a continuación, por muchas vueltas que le dé en mi mente. Pese a haber imaginado esta posibilidad tantas y tantas veces, yo solo bajo las sábanas, en el sofá cama del comedor, no podría explicar de ninguna manera lo que se apoderó de mí. Estoy inclinado a pensar que sucedió sin pensarlo siquiera.
Anna ha fregado los platos cuando entro después de dormir a mi hija y de recoger los juguetes, y a diferencia de lo que sucede siempre, no está con un libro delante. Lleva puesto el vestido y el prendedor del pelo, y tengo la sensación de que me mira de una forma nueva, como si tuviese algo muy personal que comunicarme. De manera que empiezo por quitarme el jersey y luego desabrocho la camisa y suelto el cinturón de los pantalones. Como si estuviera desnudándome para irme a la cama, o en la consulta de un médico. No hay nada premeditado, en realidad ni siquiera puedo explicar por qué me pareció llegado el momento de quitarme la ropa en medio de la cocina. Anna me mira y tengo la sensación de que se ha puesto algo nerviosa al ver que he empezado a desnudarme sin siquiera decir nada. Mentalmente he llegado más lejos que ella, ya he llegado al final y en el momento mismo en que empecé a desnudarme me di cuenta de que estaba cometiendo un error. Pero continúo, como alguien que tiene que concluir una tarea dolorosa pero urgente, hasta que me quedo completamente desnudo en medio del montón de mis ropas en el suelo, como un pájaro en el nido de sus propias plumas, como un avestruz que ha perdido las plumas. En ese instante me doy cuenta de que Anna tiene un lápiz en la mano. Es entonces, sólo entonces, cuando se me hace patente la posibilidad de que a lo mejor me estaba esperando para que la ayudara con algún término latino de la genética, como una compañera de clase que necesita ayuda para su traducción de latín. Una mujer que tuviera en la cabeza cualquier cosa que no fuera anotar la explicación de unas cuantas palabras en los márgenes del libro que descansa sobre la mesa; si, por ejemplo, digamos, estuviera pensando en acostarse con un hombre, ¿llevaría un lápiz en la mano? Me mira exactamente como si su intención fuera preguntarme algo relativo al genoma, y se hubiera visto total y absolutamente sorprendida por mi reacción. Le preguntaría al genio de la lengua latina: «¿Sabes lo que quiere decir esto?», y se sumergiría en el libro para localizar la extraña palabra latina del texto.
Estoy completamente desnudo y en vez de no hacer nada, cojo el montón de ropa y lo pongo sobre la mesa de la cocina. Aunque mi situación en estos momentos es un tanto embarazosa, no me parece del todo absurda. Me alegro de no tomarme a mí mismo en serio, en este sentido, no en relación con la desnudez corporal. También ayuda algo que mi cuerpo me resulte algo extraño a mí mismo. Sin embargo, puede resultar realmente penoso ser hombre, daría toda mi colección de hierbas, incluido el último trébol de seis hojas, por saber lo que está pensando Anna en este momento.
En lugar de acercarse a mí con el libro en la mano y señalar la palabra que necesita, sonríe de oreja a oreja. No comprendo a las mujeres. Es la sonrisa más bella del mundo. Luego se echa a reír a carcajadas. Siento alivio. Río yo también. Gracias a Dios no tengo demasiado sentido del ridículo. El cuerpo pasa a segundo plano y llega el momento de las palabras e intento, en loca carrera contra un imaginario reloj de arena, encontrar la palabra que pueda salvarme. Anna me gusta muchísimo y no quiero perderla, no quiero que la consecuencia de esta estupidez sea hacer que se marche. Una sola palabra y todo estará salvado. Una sola palabra y todo estará perdido. Tengo calor. Tengo frío. ¿Qué palabra posee el poder suficiente para hacer desaparecer por completo un cuerpo de hombre y cambiar las circunstancias en mi favor? Estoy en la primera casilla del juego de mi búsqueda de la verdad. No, estoy en medio de un río caudaloso, en mitad de un remolino incluso, y no veo tierra, al parecer no he conseguido aprender nada en veintidós años.
Lo único que se me ocurre es moverme a otra casilla corporal. Por eso me inclino y elijo una prenda del montón. Me pongo primero los calzoncillos, luego la camiseta y me calzo los vaqueros sin apretar el cinturón. Luego voy al fregadero, saco una olla pequeña y abro el grifo.
– Lo mejor será preparar un té -digo mientras se llena la olla. Oigo mi voz temblar un poquito. Tengo la sensación de que de algún modo deberé arreglar lo que he hecho, para que podamos seguir siendo amigos, para que ella vea esto como una simple salida de tono, como un suceso puramente casual. Miro el reloj, ojalá hubiera retrocedido a seis minutos antes en mi vida. ¿Cuánto tiempo necesitará una mujer para olvidar algo como esto?
«Lo único que hace falta es tiempo y dormir», diría mamá.
Si se pone a hacer el equipaje a toda prisa para irse a algún otro sitio a escribir la tesina, le diré sin vacilar: «Por favor, quédate».
También se me ocurre si una planta podría cambiar la situación, esto de las plantas se me viene a la cabeza por sí solo; por ejemplo, podría coger una azucena blanca del balconcito y regalársela. Busco las bolsas de té.
– ¿Sabes dónde están las bolsitas de té? -le pregunto, mi voz ha vuelto a ser la de antes. Pongo la olla encima del quemador del gas y lo enciendo. Sigo aún de espaldas a la madre de mi hija y como pienso que debe de estar de pie junto a la mesa, es allí adonde dirijo la voz. Pero de repente aparece justo a mi lado, cuerpo contra cuerpo, y noto una ardiente llamarada de gas subiéndome por la espalda. Me toca suavemente el hombro y luego el codo, se limita a las articulaciones. Luego, me abraza.
– Perdona lo de antes, lo de que me echara a reír -dice-. No me reía de ti, sino por lo feliz que me sentía.
Aparto rápidamente la tetera y apago el gas, luego me dirijo tras ella al dormitorio. Soy aún más rápido que antes, porque no llevo cinturón ni me he abrochado un solo botón, esta vez lo hago sin vacilación. Ni siquiera estoy seguro de que las cortinas de terciopelo estén cerradas como Dios manda, hay una raja en el cielo vespertino y unas nubes asombrosamente sonrosadas forman una línea horizontal que atraviesa el cielo.
Capítulo 67
Al terminar, tengo la sensación de que no ha terminado, de ninguna manera, aún no existe una clara separación entre el cuerpo de ella y mi propio cuerpo; durante unos minutos más, nuestra respiración está acompasada. Los siguientes diez minutos siento que nunca he podido estar más cercano al cuerpo de ninguna otra persona, siento que no es posible aproximarse tanto a una mujer, que ella esté dentro de mí y yo dentro de ella. La quiero locamente y no me importa lo más mínimo que tengamos una hija juntos: ella es nueva y distinta. El invernadero ha desaparecido en las brumas del tiempo, creería incluso que unos vándalos lo han destrozado y que ahora no es más que una ruina. Va tirando, papá anda con evasivas cuando le pregunto qué tal se está consiguiendo librar de los tomates. La acaricio por todas partes, también para convencerme de que sigue estando aquí, conmigo. Después me levanto a por un vaso de agua en el fregadero de la cocina. El cielo está extrañamente encendido y la luna nada por las nubes, veo que el anciano de enfrente no puede dormir y está en la ventana, mirando. Cuando vuelvo a la cama, la acaricio por la espalda, hacia la cintura, y se da la vuelta sin despertar. Es muy suave. Entonces le acaricio la cintura, varias veces, la cintura está sólo unos pocos centímetros por encima de la sábana. Luego exploro otros lugares, avanzo tanteando con mis manos como un ciego que intenta encontrar el camino, tiene los muslos pegajosos. Hago todo lo que se me ocurre que puedo hacer sin despertarla. La sábana está hecha un guiñapo en el suelo, y allí la dejo. Entonces me doy cuenta de que dos ojos me observan en la oscuridad, como dos soles. Flora Sol se ha puesto en pie, sujetándose a la barandilla, extrañada de verme en la cama.
– Acuéstate y duérmete, es de noche -le digo sin darle la menor opción de charla, ni se me ocurre cambiarle el pañal.
No parezco demasiado convincente, son ya las siete y por la ventana entra un rayo de luz del día, pero me apetece estar tranquilo con Anna, no quiero que la niña nos moleste. Tengo los ojos medio cerrados para demostrarle que no quiero hablar ni jugar, pero no sé si está ofendida por mi negativa a hacerle caso. Se deja caer otra vez en la cuna, ayudada por la fuerza de la gravedad, y apoya obediente la cabeza en la almohada. Veo los tres botones automáticos en fila vertical sobre su bodi de felpa, y el edredón está arrugado a sus pies, de modo que me pongo en cuclillas para echarle el edredón por encima y mirarle fugazmente los ojos. Se ha puesto de lado, con la cara hacia la pared, y tiene abrazado su conejito. El labio inferior le tiembla un poco, todo parece indicar que está a punto de echarse a llorar.
– Mañana hacemos el puzle -le digo-. Buenas noches -añado, indicándole así que nuestra charla ha concluido, y me paso a la otra cama y pongo el brazo encima de la mujer acostada a mi lado.
Diez minutos más tarde, mi hija está otra vez de pie en la cuna, mirándome en la oscuridad.
– Pa-pa-pa-pa -dice deprisa pero en voz baja.
Me siento.
– ¿Quieres que hagamos gachas de avena? -pregunto.
Me levanto y me pongo los pantalones. Me inclino sobre la cuna y mi hija se quita de la boca la oreja empapada del conejito y me sonríe. Me tiemblan las manos cuando la levanto y me doy cuenta de que estoy pletòrico de sentimientos nuevos y difusos.
– Dejaremos dormir a mamá.
– Ma-ma mi-mi.
Mientras preparo las gachas de avena intento hacerme una idea clara de la nueva situación que se ha presentado y de cómo debo comportarme cuando Anna se levante y salga del dormitorio. ¿Qué haré con esta nueva intimidad? Es la primera vez que no me marcho después de acostarme con una chica. Hasta ahora, siempre me iba antes de que la chica empezara a desayunar, aunque eso no quiere decir que me fuera sin despedirme. Claro, que tampoco me podría haber ido ahora: éste es mi piso, lo tengo alquilado, y Anna tampoco podría irse, pues por el momento vivimos bajo el mismo techo.
Abro de par en par la ventana de la cocina. La rosaleda está cubierta por una espesa niebla y fuera reina un total silencio. El anciano no está todavía en la ventana, seguramente se habrá tomado un somnífero.
Capítulo 68
Hay leche y huevos y tomo prestadas dos tazas de harina de mi vecina de arriba, que por lo que puedo oír lleva un buen rato levantada, así que podría hacer tortitas para Anna con las recetas de mamá. En una de las películas del padre Tomás se ve gente sentada a una mesa comiendo tortitas con grosellas negras y sirope, me parece una combinación muy apetitosa.
Sólo llevo puestos los pantalones, así que me pongo una camiseta, luego cojo a Flora Sol en pijama, subo la escalera y llamo a la puerta. La anciana está encantada de vernos y nos invita a entrar, pero le digo que ando mal de tiempo. Y ella me dice que su amiga está mucho mejor del asma desde que vio a la niña, y que también va mejor de la depresión que tenía además del asma. Pero la cosa es que tiene una prima que llegará de visita el próximo fin de semana, vive en un pueblo cercano, a tres horas de tren, ha sufrido todo lo imaginable y más, y ahora resulta que tiene cáncer. La cuestión es si puede llevar a su prima a ver a la niña.
– Volverá a su pueblo en el tren de la mañana del día siguiente -dice al ver que estoy un poco inquieto en el umbral de la puerta.
Cuando mi amante sale del dormitorio, con las mejillas coloradas, estoy dando la vuelta a la cuarta tortita. Lleva en brazos el libro abierto, con la mano encima para no perder la página. Tiene aspecto de que no hubiera sucedido nada y me sonríe y le da un beso a su hija que está haciendo el puzle en la mesa, luego se sienta y abre el libro. Somos hermanos otra vez. Dos individuos a quienes la casualidad les hizo compartir un bebé con unos ricitos angelicales, amarillos, en la freute.
– ¡Qué estupendo! -dice al ver las tortitas con sirope, me doy cuenta de que tiene la barbilla arañada por los pelos de mi barba.
No sé cuánto debo acercarme a ella, nuevamente nos separa la tabla de la mesa. Ni siquiera estoy seguro de que se dé cuenta de que la estoy mirando, de que estoy observándola con nuevos ojos. No comprendo cómo pudo haber una época en que me parecía una chica de aspecto corriente. Yo mismo, hace año y medio, soy un misterio insondable, como un desconocido.
– ¿Qué? -me dice con una sonrisa. Casi parece tímida.
– Nada -digo yo.
Estoy admirando el milagro que puede aproximar tanto a dos personas sin relación familiar alguna. Luego pregunta:
– ¿Te han operado hace poco? Hace diecinueve meses no tenías cicatrices.
Nuestra hija mira a su padre y luego a su madre, y vuelve a empezar. ¿Se estará dando cuenta de que hay una situación nueva en el hogar, de que nuestra relación ya no gira solamente en torno a ella?
– Sí, me hicieron una operación de apendicitis hace dos meses. Mi cuerpo no es el mismo de antes.
La niña me mira mientras intento hacerme dueño de la situación. De pronto me resulta difícil hacerme con esta nueva cercanía, me siento alterado, así que me levanto para buscar el jersey. No puedo permitir que Anna me vea en este estado, que vea lo sensible que me he vuelto cuando ella está presente. Ella también se pone en pie.
– Bueno, me voy a la biblio -dice, y le da un beso de despedida a la niña. Luego titubea un instante y me mira. Yo vacilo y la miro también, es ella la que da el paso y me besa.
Me siento precipitado a un estado que soy incapaz de dominar y que me pone demasiado nervioso para aguantarlo por mucho tiempo. Por eso visto a la niña con ropa de calle y la llevo en brazos los dos pisos que tenemos que bajar hasta donde dejamos la silla. Si Anna me preguntara por mis sentimientos, ¿qué podría responderle? ¿Debo decirle que no lo sé con seguridad, lo que es totalmente cierto, y que estoy intentando pensar las cosas? Uno no puede saber lo que siente sobre cualquier cosa cuando ésta no ha hecho más que producirse.
A estas tempranas horas de la mañana hay poca gente por la calle, pero ya han puesto las tres mesas en el café. Me resulta difícil imaginar lo que sucederá a partir de ahora, si las partes del día se distribuirán de una manera distinta. ¿Cómo se dividirán las horas del día después de esta noche, y cada una de las partes del día, la mañana, la tarde, la velada y la noche tendrán significados nuevos? ¿Es ésta una relación amorosa o sexual? Si somos pareja, ¿tengo que reflexionar si me he transformado en cabeza de familia, a los veintidós años de edad? ¿O soy un amigo con el que se acuesta? Y en tal caso, ¿cuál es la diferencia?
Capítulo 19
Comienzo nuestro paseo yendo a la cabina de teléfonos a llamar a papá, y dejo a mi hija sentada en el cochecito para que me vea, y mantengo abierta la puerta de la cabina con un pie. Papá se alegra mucho de oírme y empieza diciéndome que últimamente está más tranquilo aunque llevaba varios días sin saber nada de mí, pero ya no está preocupado por mí como antes.
– Perdona, pero ¿cuánto tiempo hace de la última vez que llamé? -le digo.
– Comprendo perfectamente que necesites menos que antes a tu anciano padre -dice. Luego cambia de tema, tiene cosas que contarme de la familia; mi hermano gemelo, Jósef, está viviendo con una amiga-. Una chica estupenda -añade-, viven en la misma casa; Jósef piensa traerla de visita el próximo fin de semana. Los padres de ella vendrán también, así que no hago más que darle vueltas a qué puedo ponerles de cena. Ya sabes que no tengo ni idea de esas cosas, era tu madre la que se ocupaba de la cocina.
– ¿Y qué tal albóndigas de pescado? Y de postre natillas con nata montada, como lo que hiciste en la cena de mi despedida.
– Pues no es ninguna tontería. ¿Se echaban dos cucharadas soperas de fécula de patata para las albóndigas de pescado?
– Eso es lo que recuerdo.
– ¿Qué te parece Ravel?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– He estado escuchando cosas suyas.
– Quizá no sea ya el número uno de las listas, papá.
– ¿No te falta dinero, Lobbi, ahora que sois más en casa?
– No, por ese asunto no tienes que preocuparte.
Están celebrando misa en la iglesia, y se me ocurre que podríamos aprovechar para saludar después al padre Tomás, así que nos quedamos a esperar a que salga de la iglesia. Se alegra de verme y dice que me invita a un espresso y a un amaretto en el bar. Cruzamos juntos la plaza y yo acepto el café, pero no el amaretto. Saco a la niña del cochecito y le doy una galleta y la siento delante del cura, que conoce todos los intríngulis de este lugar. Mira a la niña mientras hablamos y me doy cuenta de que echa tres terrones de azúcar en el café, igual que mi hermano Jósef, para comérselos a continuación con la cucharilla. Antes de darme ni cuenta, le he confesado al padre Tomás mis preocupaciones, que existe la posibilidad de haberme enamorado de una mujer con la que tuve una hija sin pretenderlo nunca.
– Tenía tanto miedo de que se vengara, de que me apartara de su lado, y al ver que no lo hacía, me entró más miedo aún.
Acaba su taza mientras le explico lo que se siente cuando se tiene un pie en una barca inestable y el otro en el muelle, y notas cómo se va ensanchando el espacio según los pies se mueven cada uno en una dirección. Pienso que tengo que empezar por el prólogo y explicarle cómo es posible que la imprevisión de un instante pueda traer consigo la consecuencia de un niño no deseado con una especie de amiga de un amigo, que la personita que estaba allí delante con media galleta empapada en la mano fuera una absoluta casualidad que ahora vive su propia vida.
– Son cosas que pasan -digo, mientras echo unas migas de galleta a dos palomas que rondan por la mesa.
– Las casualidades tienen significado -dice el padre, y pide otro espresso.
Le observo mientras pesca otros tres terrones de azúcar del azucarero y los echa en la taza. Luego, continúa.
– Hacéis las cosas en un orden algo distinto al habitual, primero tener el hijo, luego conocerse -dice, tomando un sorbito de café.
– ¿Cuánto tiempo puede durar una relación amorosa? ¿Y una relación sexual? ¿Y una mezcla de las dos? ¿Puede llegar a durar la vida, la vida entera?
– Sí, sí, y de qué manera -dice el padre Tomás-, claro que es posible. La relación entre un hombre y una mujer tiene muchos aspectos diferentes, y una persona ajena a la misma no puede entender lo que sucede entre ellos.
Me parece oír la voz de mamá. Mamá podría haberlo expresado con esas mismas palabras.
– Es tan difícil saber exactamente qué sucede en el interior de otra persona, saber qué sentimientos puede albergar -digo yo.
– Sí, eso pasa -dice el padre Tomás, que se pide otro chupito de amaretto-. Lo que me parece es que has intentado hacer todo lo que yo te habría aconsejado que no te apresurases a hacer hasta que estuvieras bien seguro.
Mi hija se ha acabado la galleta y está pringada hasta las orejas. Busco en los bolsillos y en el cochecito algo con que limpiarla. Mi compañero de mesa se me adelanta y me da un pañuelo blanco.
– Está limpio -dice-. Traído especialmente para los niños de la parroquia en caso de necesidad -añade, dirigiendo una sonrisa a la niña. Veo en su expresión que está intentando recordar qué película podría recomendarme. Mi hija está ahora muy interesada en las palomas.
»Se me viene a la memoria -dice entonces- una vieja película con, si la memoria no me engaña, Yves Montand y Romy Schneider, que vi hace no demasiado tiempo y que te podría ser instructiva. Como bien dices -continúa, haciendo un resumen de lo que yo no he dicho ni he tenido intención de decir-, no es la primera noche la peligrosa, sino la segunda, cuando la atracción de lo desconocido ya ha desaparecido, pero no la atracción de lo inesperado. Creo recordar que es Romy la que lo dice. Cuando quieras, eres bienvenido a verla esta noche, si tienes canguro -y mira a la niña.
Le pongo la capucha a la niña, le estrecho la mano al sacerdote, le doy las gracias por el café y le digo que pese a todo será difícil que pueda tener la tarde libre. La gran pregunta que está flotando todo el día es si volveremos a acostarnos juntos esta noche o si habrá sido un caso aislado, una excepción producida por determinadas circunstancias favorables de la noche anterior, que la madre de mi hija reforzó incluso para salvarme de aquella situación tan delicada. Hasta ahora, nunca he dormido dos noches seguidas con la misma chica, tenía la sensación de que otra cosa daría un carácter demasiado serio a la relación, y que había empezado a atarme. Y aunque desde el punto de vista de la teoría de la atracción ésta fue nuestra segunda noche, es una cuestión difícil de resolver cuándo hay que empezar a contar: si ésta fue la segunda vez o si la segunda vez tendría que contarse a partir de la próxima noche.
Capítulo 70
Anna vuelve de la biblioteca con dos bolsas de compra. Noto que se mira un instante en el espejo del vestíbulo y se recoloca un mechón antes de dejar las bolsas en la mesa de la cocina.
– Compré cosas de comer -dice cuando me pongo a ayudarla a sacar los paquetes y ordenarlos sobre la mesa.
Me apetece mucho abrazarla, pero pienso que no es el momento adecuado. Según veo, ha comprado carne de ave, probablemente pato, y diversas cosas raras para guarnición que no tengo ni idea de cómo se cocinan. Dice que piensa guisar ella.
– Para variar -añade-. Decidí ponerme las pilas y guisar algo porque Flora Sol y yo llevábamos ya tres semanas en tu casa.
– ¿Sabes cocinar? -pregunto. Estoy realmente extrañado. Había pensado que esta chica (la madre de mi hija) no sabía cocinar-. Yo creía que eras genetista -le digo. Ríe.
– Perdona -dice- por no haber cocinado hasta ahora; perdona por dejar que tú lo hicieras todo.
Yo tenía a mi hija en el brazo y miramos a su madre manipular el ave como una persona que sabe perfectamente lo que está haciendo: pica dátiles, manzanas, nueces, perejil y con todo eso rellena el ave sin un solo tropiezo, todo en poquísimos minutos, como si contase con una larga experiencia en la cocina de algún restaurante. No sé muy bien si descubrir este nuevo aspecto de Anna me alegra o me molesta. Ya había empezado a cogerle el gusto a la cocina, aunque me lleve siempre tanto tiempo.
– El principal entretenimiento de mi padre era cocinar, y se pasaba largos ratos en la cocina inventando nuevos platos -me explica-. Si no estaba pescando truchas, estaba cazando perdices; si no estaba cazando perdices, estaba cazando gansos o renos. Una vez volvió a casa con una agachadiza, y otra vez con un cisne, dijo que le había disparado por error, recuerdo que se pasó casi todo el día asando el cisne, con la puerta de la cocina bien cerrada; el cisne llenaba por completo el horno. En realidad, yo perdí el interés enseguida, porque ni había sitio para mí en la cocina. Pero cuando lo has visto hacer no resulta demasiado difícil -me dice mientras cose el pato relleno en el fregadero para que no se salga el relleno.
Mientras la miro hacer puré de zanahorias y glasear unas patatas en la sartén, me doy cuenta de que no sé absolutamente nada de la madre de mi hija, ni siquiera del interés por la caza y la pesca de su padre, el abuelo de mi hija.
– ¿Qué? -me pregunta con una sonrisa.
– Nada.
– Sí, ¿qué pasa? -repite-. ¿Por qué me miras?
– Estaba intentando averiguar cómo es una persona que resulta ser hija de un cazador de perdiz nival.
– ¿Por dentro? -me pregunta, mirándome con sus ojos verde mar.
Mientras el pato está en el horno, voy caminando hasta el coche a buscar la caja con las botellas que quedan; al subir otra vez, me encuentro con el padre Tomás. Aprovecho la oportunidad para darle dos botellas.
– Para compararlas con las que producen ustedes aquí -le digo. Él contesta que todos están encantados de verme de vuelta en el jardín tras mi breve ausencia, y que los monjes han empezado a preocuparse del jardín más que antes.
– Ahora ya pasan más tiempo al aire libre -me dice-, y ellos mismos se dan cuenta de que les sienta bien.
»El hermano Pablo intentó regar algunos macizos. Naturalmente se empapó de la cabeza a los pies por primera vez en veinte años, pero se quedó feliz de volver a estar en contacto con la madre tierra. Y todos están también muy contentos de cómo has atendido las rosas. Ahora pueden pasear otra vez por los viejos senderos de la rosaleda y practicar el latín leyendo los nombres de las plantas en los carteles.
Cuando vuelvo al apartamento, Anna ya ha puesto la mesa y está sacando el pato del horno. Flora Sol está ya preparada, con el biberón puesto, sentada en su silla y con la cuchara en la mano. Hay que decir que la comida es exquisita, aunque ni Anna ni yo tenemos demasiado apetito. He de admitir que no me apetece nada seguir durmiendo en el sofá, ya que hay una cama doble en la habitación de al lado. Cuando voy a levantarme para bañar a Flora Sol y acostarme, Anna se interpone y dice:
– Yo lo hago.
Por la ventana de la cocina distingo luz, en medio de la oscuridad, en varias ventanas del claustro, en lo más alto de la colina. Mañana segaré la hierba, sacaré del almacén los bancos del jardín y los barnizaré. Luego veré cómo van varios tipos de lechuga en el huertecito nuevo, y plantaré más especies de hierbas aromáticas. Termino de ordenarlo todo y me voy directamente al dormitorio, me acuesto y suavemente le quito de encima la sábana a Anna.
Cuando Flora Sol despierta por la mañana y se pone de pie en la cuna, no hemos dormido demasiado. No puedo negar que he empezado a pensar en un mundo así; nosotros dos y, después, todos los demás. A veces siento que la niña forma parte de nuestro grupito, que los dos y la niña somos una unidad; a veces pienso que la niña pertenece al grupo de los demás.
Capítulo 71
Aunque no hemos dicho una sola palabra sobre nuestra relación, estoy adquiriendo mi primera experiencia de ser una pareja con un hijo pequeño. No tiene nada de especial vivir con otra persona, siempre que podamos dormir juntos. Y aunque mi situación dista mucho de estar clara incluso para mí, estoy contento y expectante, aunque no lo vaya a expresar exactamente de esa forma en voz alta ante otras personas.
Anna sigue sumergida en los libros y también distraída, como si estuviera al mismo tiempo cerca y lejos. Excepto en la cama, donde no está lejos. A veces parecía que no se percataba de mi existencia hasta que nos metíamos en la cama. En cuanto estamos en la cama, todo cambia. Entre las sábanas tenemos una vida nueva, diferente a la que mostramos en el exterior, donde nos comportamos como hermanos. En efecto, alguna vez nos han preguntado si somos hermanos. Por la calle nunca vamos de la mano, durante el día nunca nos besamos. Somos como hermanos cuando paseamos con la niña o nos sentamos uno enfrente del otro con la niña para cenar, ahora nos alternamos para preparar la cena. Ahora soy más atrevido que antes con las recetas, y como realmente me apetece sorprender a Anna, me dejo tentar y compro lo que el carnicero me recomienda: filetes de gamo.
Pero la noche ha empezado a contagiar el día, los efectos de lo que hacemos por la noche se extienden buena parte del día, estamos más indecisos y más tímidos y charlamos menos que antes durante el día, porque estamos siempre esperando a que llegue la noche. Algunas veces he empezado a pensar en la noche cuando apenas son las doce del mediodía, y de hecho me paso el día entero deseando meterme en la cama.
A decir verdad, sólo hablamos de lo que tiene que ver con la niña, aunque Anna sigue elogiando la comida cuando soy yo el que cocina. Yo no tengo mucho apetito a la hora de la cena, pero Anna siempre come bien. No decimos una palabra sobre lo que vamos a hacer enseguida, pero los dos nos damos toda la prisa del mundo en bañar a la niña y arreglar la casa.
Nuestra hija nos hace el favor de dormirse en cuanto pone la cabeza en la almohada. Chupa su chupete, con el conejito a su lado en el colchón, y un instante después está ya dormida. La niña es una maravilla en todo, durante todo el día. Cuando salgo, una vez nuestra hija se ha dormido, Anna cierra su libro de golpe y se levanta, y no importa que sean sólo las ocho, nos lo quitamos todo y lo dejamos a un lado, se trate de libros o de ropa, y nos vamos a la cama sin decir una palabra. No hay nada que nos interrumpa, no tenemos televisión y no nos llegan noticias de guerras ni de unos hombres masacrando a otros hombres, nunca recibimos visitas, por eso podemos adelantar la hora de la cena y la de acostar a nuestra hija, y ella no pone ninguna pega. A veces tenemos aún más prisa y dejamos los platos sobre la mesa hasta el día siguiente. La cama es un mundo propio en el que no rigen las mismas leyes que fuera de él. Va disminuyendo constantemente nuestro vocabulario, tampoco se puede expresar todo en palabras. Creo oír la voz del superior del monasterio, y subtítulos en blanco aparecen en la pantalla del techo, seis metros por encima de la cama, atravesando la solitaria ala de la paloma:
– Ciertamente se puede decir que el deseo guarda estrecha relación con la carne.
Capítulo 72
Mi hija está durmiendo la siesta y yo de pie delante de mi amante, que está sentada a la mesa, estudiando. Enseguida deja el libro a un lado.
Mi intención es decirle que me voy al jardín, pero lo que hago es una sorpresa incluso para mí, y digo algo completamente distinto:
– Pensaba si podríamos charlar un poco. De nosotros.
– ¿De nosotros, qué quieres decir?
– Si podemos charlar sobre la naturaleza de nuestra relación.
Parece muy extrañada.
– ¿Qué relación?
Lo dice en voz baja y mirando al suelo. Sigue con la pluma en la mano. Eso significa que aún no ha terminado de hacer lo que estaba haciendo cuando la interrumpí; su intención es sólo hacer una breve pausa mientras responde a una o dos preguntas. Por las noches no tarda un segundo en dejar la pluma en cuanto he dormido a la niña. Pero ahora no. No está dispuesta a hablar de nuestra relación, no es el momento, me di demasiada prisa, no elegí el instante adecuado. En realidad, tampoco tengo mucho que decir sobre el tema.
– Nos acostamos.
Existe un abismo entre lo que digo y lo que pienso.
– ¿Sí?
Callo.
– No te enamores de mí -dice finalmente-, no sé si seré capaz de estar a tu altura.
No le digo que probablemente es ya demasiado tarde para evitarlo.
– No se puede esperar que los sentimientos duren eternamente.
Me pregunto qué quiere decir que los sentimientos no duran eternamente. A decir verdad, ya he empezado a jugar con la idea de si puedo vivir de este modo hasta el final de la vida, deseando que llegue el momento de meterme en la cama con la misma mujer cada noche. Dentro de cincuenta y cinco años tendré la misma edad que papá: setenta y siete años. Al cabo de cincuenta años pueden haber sido dieciocho mil doscientas cincuenta noches de esperar con alegría. Miro el reloj y encuentro una forma de dar la vuelta a la situación en mi favor, a favor de los dos.
– Bueno, lo cierto es que me estaba preguntando si nos íbamos ya a la cama -digo como para concluir el asunto, incapaz de terminar de ninguna otra forma. Son las dos de la tarde y nuestra hija dormirá una hora más de siesta.
Así termina la mayoría de los intentos de discutir algo, en la cama, aunque no se pueda decir que con eso arreglemos nada. De una u otra forma, nunca es preciso retomar después la discusión. El contacto físico puede tapar cualquier cosa y el problema se resuelve por sí solo, como la niebla escarlata sobre las colinas después de la primera misa del día.
Luego me llama desde la puerta del dormitorio, y la miro. No me doy cuenta de la presencia de una cámara de fotos hasta que aprieta el botón y el flash me da en la cara, estoy medio metido entre las sábanas. Pasa la foto.
Hasta entonces sólo ha tomado un par de fotos de Flora Sol conmigo en la calle.
– Me apetecía tener una foto tuya, de recuerdo.
– ¿Te vas? -siento como si me estuviera apuntando con un fusil en vez de con una cámara de fotos. Miro valerosamente a la muerte a los ojos, justo antes del disparo. También podía haberle dicho: pues dispara y mátame.
– No -responde ella-. Ya no más. Intento ocultar mi desconcierto mental saliendo de la cama y poniéndome los pantalones. Pero procuro no darle la espalda a Anna, mi amante.
Capítulo 73
Me gustaría comunicar a alguien mis experiencias, aunque no soy de esa clase de personas que hablan con cualquiera de sus relaciones con una mujer. Cuando alguien es sincero y te cuenta algo personal, se debe considerar un secreto. Lo que sucede entre Anna y yo es una cuestión entre ella y yo. Sin embargo, creo que no traicionaré su confianza si visito al especialista en el amor que se aloja en la habitación siete de la hospedería. Me vendrá bien expresar mis sentimientos en voz alta. Me ha venido bien en diversas cuestiones comunicarle mis experiencias, sobre las que hablé por última vez hace diez días.
Estoy sentado con mi hija sobre las rodillas, vestida con sus leotardos de rayas, mientras hablamos; y como tengo un asunto bastante formal que hablar con el padre Tomás, mi hija y yo estamos sentados a un lado de la mesa y el cura al otro. Me ofrece un vasito de licor, pero no me parece adecuado beber mientras estoy con la niña. Me doy cuenta de que hay una muñequita de porcelana vestida con un vestido azul de punto, colocada en medio del escritorio. Voy directamente al grano.
– ¿Cómo se sabe si una mujer te quiere?
– Es difícil encontrar respuestas adecuadas para cualquier cosa del amor -dice el sacerdote, que empuja la muñequita hacia la niña.
– ¿Y si una mujer dice que le da miedo que no vuelvas cuando sales de compras?
– Entonces es posible que le apetezca estar sola.
– Pero si una mujer está siempre distraída, ¿significa eso que no está enamorada?
– Puede significar eso, pero también que sí está enamorada.
– Pero ¿si una mujer te dice que no debes enamorarte de ella?
– Puede significar que ama. Recuerdo ahora mismo una vieja película italiana que te gustaría ver, trata precisamente de esas cuestiones. Cierto que el director no confía demasiado en los diálogos para explicar los sentimientos.
– Pero ¿y si dice que no está preparada para una relación? -mi hija me da la muñeca, quiere que le quite el vestido de punto.
– Eso puede significar que está dispuesta pero no sabe si tú lo estás y tiene miedo a que la rechaces.
– Pero ¿si dice que quiere marcharse para estar sola?
– Puede significar que quiere que vayas tú con ella -el sacerdote se ha levantado y se pone a buscar algo en las estanterías-. Existe el amor razonable, como dice un poema -continúa desde el otro extremo de la habitación-, pero no la pasión razonable. Si la vida se viviera únicamente de modo razonable, nos perderíamos la pasión, como dice en algún otro sitio -continúa, y sé que no está citando la Biblia.
Mi hija quiere que vuelva a ponerle el vestido de punto a su muñequita. Lo que más cuesta es meter los brazos por las mangas.
– Bueno -dice finalmente, se incorpora, se dirige hacia mí y me da la cinta-. Podrías aprender mucho sobre la vida sentimental de las mujeres viendo cine de Antonioni. ¿Tienes vídeo?
Capítulo 74
Noto una intranquilidad credente en Anna. Y sin embargo, en la superfìcie todo parece seguir como siempre. Pero aunque ella esté como siempre, tengo la sensación de que, de repente, me queda muy poco tiempo.
– ¿Qué? -pregunta-. Me miras con tanta fijeza y estás, cómo decirlo, tan preocupado, y con el mismo gesto acusador de Flora Sol cuando me mira.
– ¿Te vas? -digo con toda la naturalidad de que soy capaz, aunque noto que me tiembla la voz.
– Sí -responde.
A decir verdad, yo ya había empezado a creer que mi premonición carecía de toda base. La vida siempre te está dando sorpresas: al parecer, si estás esperando algo bueno, sucede algo malo; si esperas algo malo, sucede algo bueno. Recuerdo una película, en este caso una horrible de vaqueros, que vi antes de aficionarme al cine de calidad con el cura.
– ¿Cuándo?
– Mañana no, pasado. He terminado lo que puedo hacer aquí, he llegado a una conclusión.
No me atrevo a preguntar cuál es la conclusión a la que ha llegado, si tiene que ver con las ciencias de la vida o con nuestra relación, pero eso parecería un diálogo de película. Siento deseos de decirle que si está dispuesta a dar una oportunidad a nuestra relación, comprobará que todo será completamente distinto de lo que había podido imaginar. Me parece estar oyendo al padre Tomás.
– Algo de eso sí que hay.
Aunque en mi interior todo se está desgarrando, procuro que no se note.
– Perdona -me dice en voz baja-. Eres un chico estupendo, Arnljótur, eres bueno y generoso, es sólo que hay algo dentro de mí misma, estoy tan confusa.
Se me va la cabeza, como si estuviera perdiendo la sensación de lo que hay a mi alrededor, y de pronto empiezo a sangrar por la nariz. Dejo un reguero de sangre en el fregadero. Echo la cabeza hacia atrás. Sorbo por la nariz, echo la cabeza hacia atrás, trago sangre y me apoyo en el borde del fregadero, cae una cascada de sangre, como si se estuviera celebrando un sacrificio y fueran a sacrificar un animal.
Anna coge un paño húmedo y me ayuda a limpiarme la sangre de la cara. Parece preocupada.
– ¿Estás bien? -pregunta.
Me siento a la mesa de la cocina y echo la cabeza atrás. Anna delante de mí, lleva un jersey de color rosa rojizo, un color muy especial que no he visto nunca.
– ¿Estás seguro de encontrarte bien? -pregunta otra vez.
Los dos callamos, luego me dice titubeante y con los ojos bajos:
– Siento que tengo tantas cosas que hacer antes de poder convertirme en madre -me quito el paño de la nariz, parece que ha dejado de sangrar. Sería una estupidez recordarle que ya lo es-. Es sólo que no estoy preparada para tener un niño -continúa, como si fuéramos una pareja sin hijos organizando nuestro futuro.
Se queda en silencio unos momentos.
– Te quiero muchísimo, pero deseo estar sola un tiempo, unos años, para encontrarme a mí misma y terminar los estudios. Creo que soy demasiado joven para fundar una familia -dice la genetista, dos años mayor que yo.
Sigo con el paño en la mano, está rojo de sangre y la camisa también tiene manchas de sangre.
– Flora Sol y tú os lleváis estupendamente, mucho mejor que ella y yo -añade-. Intimasteis tan deprisa, y estáis siempre juntos haciendo algo divertido, y tenéis vuestro mundo privado al que creo que yo no pertenezco. Hasta sois zurdos los dos -añade muy deprisa.
– Pero no es más que una niña pequeña -digo.
– Siempre estáis los dos de acuerdo.
– ¿Qué quieres decir?
– Incluso conversáis en latín. Tengo la sensación de estar de más.
– Es una exageración absurda decir que la niña habla latín. Sabe un par de palabras, entre cinco y diez -respondo-, probablemente serán siete -digo tras un instante de reflexión-. Ha pillado unas cuantas palabras en las misas -añado-. Los niños son así.
– ¿A los diez meses?
– Desde luego, carezco de experiencia con otros niños.
– El papel de madre me llena a mí mucho menos que a ti el de padre.
– Quizá lo único que yo pretendía era captar tu interés, darte un toque.
– ¿Enseñándole latín a la niña?
– Ocupándome de ella lo mejor posible. Y también de ti -digo en voz muy baja.
– Eres un chico estupendo, Arnljótur -repite-, bueno y generoso -luego dice que me tiene mucho, mucho cariño-. Han sido cuarenta días maravillosos -continúa-, pero no puedo pedirte que me esperes -dice, se ha cubierto la cara con las manos-, mientras me encuentro a mí misma, a eso es a lo que me refiero.
– No -le digo-, no podrás -y sin embargo pienso que ojalá intentara decirme que la esperara
Capítulo 75
La última noche es como un recuerdo demasiado largo y demasiado lento. Es noche cerrada y me muevo en la cama con el máximo cuidado para no despertar a Anna. Su respiración es profunda. Intento acompasar mi respiración con la suya, sin quedarme dormido. Estoy pegado a ella pero da igual lo juntos que estemos ahora en la cama, nos separa un océano entero porque ya no somos uno. Siento que la estoy perdiendo igual que a mamá en el teléfono, como la arena de la playa que se escapa entre los dedos; no, como la ola salada del mar que se escapa entre los dedos. Y aquí me quedo y me chupo los dedos salados.
No pego ojo en toda la noche, me dedico a refrenar el tiempo y a elucubrar algo para que no se vaya. Tampoco puedo perder a Flora Sol. Me siento como si estuviera intentando adivinar algo, lo que sea, para retener a Anna, tal vez pueda hallar por azar la respuesta justa, como en un concurso de televisión en el que consigo el gran premio.
«Espera, espera, espera. Escúchame.» Me siento como en medio de una bandada de charranes que se arrojan sobre mí desde todas partes y no consigo hallar forma alguna de defensa. Ya que no puedo encadenarme a ella como un pacifista a un tanque, pienso por un instante si quizá podría mostrarle algún lugar que le pareciera irresistible y la hiciera cambiar de opinión al instante.
Tiene que tomar el tren de las nueve y a las siete sigue siendo mía y la toco bajo la sábana mientras el día crece vertiginosamente. Asoma la mañana violeta entre las cortinas, comò un jabalí despellejado en la carnicería. Y de pronto está despierta y yo no he conseguido dormir ni un momento. Parece aún confusa. Nuestra hija duerme feliz e inocente.
– He tenido un sueño -me dice-, un sueño muy extraño. Soñé que llevabas puestas las botas azules nuevas, que tenías a Flora Sol en brazos y también ella llevaba puestas unas botas azules nuevas. Estabais en la rosaleda, pero en el sueño no había ninguna otra cosa que tuviera color, ni siquiera las rosas, únicamente las botas azules. Y entonces yo estaba de pronto en una callejuela y os veía subir una larga escalera y desaparecer detrás de una puerta. Llamé a la puerta y tú abriste con Flora Sol en brazos y me invitaste a un té.
Se me escapa entonces sin pretenderlo:
– Quizá deberíamos tener otro hijo juntos, más tarde -no me atrevo a mirarla mientras lo digo.
– Sí -responde-. Podríamos hacerlo.
Nos levantamos los dos y yo me pongo justo delante del espejo, entonces tomo a Anna del brazo suavemente y tiro despacio de ella para que se mueva también, hasta que los dos estamos juntos en el espejo, como una foto de familia tomada en un salón, con un marco labrado y dorado, como si estuviéramos confirmando solemnemente nuestra convivencia de cuarenta días. Yo estoy pálido y ojeroso y ella también está pálida. Detrás de nosotros, nuestra hija, recién despierta y de pie sujetándose a la barandilla de la cuna, con una inmensa sonrisa, con las mejillas sonrosadas y un hoyuelo en el codo, toda la familia reunida en el marco.
– Puedes quedarte a Flora Sol -dice Anna de pronto, en voz baja, como si estuviera recitando algo de un nuevo manuscrito en la primera clase de arte dramático, como si intentara adaptar sus palabras a las circunstancias. Me mira a los ojos en el espejo.
Yo no digo nada.
– Cuando veo lo bien que habéis congeniado y lo responsable que eres, sé que puedo dejarla contigo sin preocupación alguna. Siempre seré su madre, de eso no cabe duda, pero no tienes que preocuparte de que un día aparezca en tu casa y te la quite. Y te ayudaré a educarla en todo lo que pueda. Haría cualquier cosa por ella -concluye.
»Perdona -dice finalmente. Me da un beso-. Dame seis meses -es lo último que dice
Capítulo 76
Después de tomarnos algo de pan con queso, como escolares merendando, silenciosos, uno enfrente del otro en la mesa, y de repartirnos una manzana entre los dos y la niña, yo me levanto a recoger la mesa del desayuno mientras ella recoge su ropa y sus libros.
Cuando ha terminado y está ya lista en el pasillo, me abraza y estoy seguro de que notará los latidos de mi corazón que llenan la estancia, y el zumbido de mis oídos. Luego abraza a la niña, no quiere que la acompañemos a la estación de ferrocarril. Nunca se me han dado bien las despedidas, ni siquiera me despedí de mamá. Me quedo solo con la niña y la visto. Luego nos sentamos con el libro de jardinería y pasamos páginas hasta llegar al capítulo favorito de mi hija, el que trata de estanques y arroyos de los jardines.
– Ma-ma -dice la niña.
– Sí, mamá volverá pronto.
Estamos mirando los arroyos cuando llaman a la puerta.
Me levanto de un brinco y camino de la puerta me miro en el espejo y me paso la mano por el pelo. Es mi vecina del piso de arriba. Lleva en las manos una bandeja humeante que me entrega sin decir una palabra. Distingo varias especies de pescado, también calamares y patas de cangrejo que asoman en un lecho de precioso arroz amarillo, tomates asados y aros de cebolla.
– Vuelvo en un momento -dice mientras desaparece escaleras arriba. Mantengo la puerta abierta con el pie y veo a Flora Sol que llega hasta mí caminando sobre sus pies diminutos y se apoya a mi lado en la puerta.
– Niña lista -le digo. Tengo las dos manos ocupadas con la humeante bandeja en el umbral.
Nuestra vecina vuelve a aparecer enseguida con un bizcocho de cerezas para postre. Su rostro se ilumina al ver a la niña y se apresura a dejar el plato en la mesa de la cocina para poder saludar a mi hija. Flora Sol también está encantada de la visita, nunca viene nadie a vernos. Deja el marco de la puerta y camina otro corto trecho sin ayuda alguna y coge un dátil del cuenco que hay encima de la mesa, luego vuelve a recorrer el mismo camino, llega hasta la mujer y se lo da.
– Pensé en traerte esto ya que la joven se ha ido -dice la anciana-. La niña tendrá que comer, aunque su mamá se haya ido.
Doy las gracias a la anciana por la comida que nos ha traído, «por la bondad de su corazón», digo en el dialecto sin un solo error, porque he estado estudiando el capítulo de los saludos y la cortesía locales. Pero me preocupa un poco que se le ocurra quedarse mucho rato, a decir verdad pensaba salir con la niña a llamar a papá.
Cuando la anciana ha terminado su taza de té, le pongo a mi hija el abriguito de dos botones con bolsillos cosidos, y las botitas de calle.
– ¿Vamos a llamar al abuelo Pórir?
– A-bu.
No le digo a papá que Anna se ha marchado y, por una vez, él tampoco dice una palabra sobre ella. En cambio, no me habla ni del clima ni del peligro de las carreteras ni de la vegetación, como suele hacer. Habla de sí mismo.
– No sé cómo te vas a tomar lo que tengo que decirte ahora.
– ¿Has conocido a una mujer?
– ¿Ahora eres adivino, chico? Bueno, no es que la haya conocido ayer, el asunto lleva un tiempo avanzando poquito a poco, es una vieja amiga mía y de tu madre.
2(› 7-Vaya, si mencionas a Bogga cada vez que hablas conmigo, le reparas la instalación eléctrica, le arreglas las ventanas y ella se dedica a cocinar para ti y a invitarte a sopa de carne y a lomo de cerdo.
– Bogga me ha invitado a irme a vivir a su casa, está ella sola.
Entonces, papá titubea.
– Yo querría seguir viviendo aquí, pero no me siento capaz sin tu madre.
Luego hace una pausa antes de continuar.
– ¿Qué me cuentas de tu Florita?
– Ya camina.
– ¿Y de tus rosaledas?
– Está volviendo a ser la rosaleda más bella del mundo.
– Qué bien, me alegro, Lobbi -vuelve a producirse una pausa antes de que continúe-: He estado pensando en las cosas y me doy cuenta de que te he presionado con eso de la universidad, sin que hiciera ninguna falta. Si eres feliz, tu anciano padre también lo es. Jósef también es feliz con su amiga, de modo que no tengo motivo para estar preocupado por mis chicos.
– No, no tienes motivo para estar preocupado por tus chicos.
– Tú sabes que tienes a tu disposición la herencia de tu madre si quieres recorrer el mundo para estudiar más jardines.
Cuando mi hija ha dicho abu por el teléfono y yo le he dicho adiós a papá, subo a buscar al cura. Tengo que decirle que mi situación ha cambiado de nuevo, que ahora estoy solo con la niña, como de hecho estaba previsto al principio. Encontramos al padre Tomás en la hospedería. Le digo que Anna se ha ido.
– Ya, no siempre se pueden comprender los sentimientos -dice dándome una palmada en el hombro. Luego le da unas palmaditas a la niña en la cabeza-. Por lo general, las cosas empeoran solamente hasta un cierto límite antes de volver a mejorar -dice cuando estamos sentados uno frente al otro a ambos lados del escritorio.
Desplaza el portaplumas para que no tape a la niña y saca la muñequita de porcelana con vestido azul de punto.
– Al final siempre queda algo, pasa como con los preparativos de Navidad -dice, pasando la vista por los estantes-. Como podrás imaginar, la selección de películas sobre los insondables caminos del amor es tan inmensa, que haría falta un tiempo inconmensurable para sacarlas todas de los estantes.
Mi hija está cansada y apoya la cabeza sobre mi hombro. Le pongo el chupete. Me doy cuenta entonces de que en el escritorio hay un pequeño tiesto con tierra y un tallo verde que apenas asoma por el borde. No pregunto de qué especie es.
– Si me concedes un poco de tiempo, digamos que vuelves por la tarde, te tendré preparadas unas cuantas películas. Me centraré en las mujeres directoras, que ciertamente no carecen de un cierto grado de sarcasmo.
Luego cambia de tema y me dice que en el monasterio están todos de acuerdo en que el jardín se ha convertido en algo incomparable. Aunque no llegue a llamarlo directamente milagro, los cambios han sido muchísimo más espectaculares de lo que nadie había imaginado, y por lo que ha podido ver él personalmente tras consultar unos viejos manuscritos con el hermano Zacarías, el jardín se ha convertido de nuevo en el que describen los libros antiguos; su belleza se compara con la belleza de nuestra madre celestial.
– Con los macizos de rosales rodeando el estanque en las ocho direcciones de la estrella de los vientos, el jardín se acerca a la perfección -dice, dejando la pluma sobre el escritorio.
– Sí ^-"respondo. Mi hija se me ha dormido encima del hombro. Le acaricio suavemente la mejilla.
No es de extrañar que los monjes ya no quieran pasarse el rato en la biblioteca cuando semejante belleza se les ofrece al alcance de la mano, al otro lado de la ventana -añade mientras se reclina en el respaldo de su sillón y contempla a la niña dormida.
»La gente ha empezado a hacer pequeños donativos al monasterio y hemos reunido un fondo, aunque ciertamente no es nada comparado con la riqueza de otros tiempos -me dice con una sonrisa-. Hasta el momento lo hemos utilizado principalmente en la restauración de manuscritos, pero hemos llegado al acuerdo de que es justo usar parte de lo reunido para pagarte una gratificación y para el mantenimiento de la rosaleda. También hemos estado pensando en hacer más accesible el jardín, a fin de que puedan disfrutar de él más de los trece hombres que aquí vivimos, incluso lo vamos a abrir a los turistas.
Cuando me pongo en pie con la niña dormida en brazos, el cura señala con la cabeza el tiesto y el frágil tallo verde, y dice:
– No, no es tu especie, espero que se trate de una azucena, si leí bien la bolsa de las semillas.
El padre Tomás nos acompaña a la calle, probablemente supone que no regresaré por la tarde. Llevo a la niña en brazos. Cuando se despide de mí con un apretón de manos, pregunta de repente:
– ¿Cómo se llamaba esa rosa tuya, la que trajiste al jardín?
– Rosa de ocho pétalos.
– Eso, rosa de ocho pétalos, es verdad, eso creía recordar. La próxima vez que pases por la iglesia tendrías que echar un vistazo a la rosa de la vidriera al lado del altar, también tiene ocho pétalos unidos en la corola.