El paisaje está cambiando, por delante hay colinas onduladas y a lo lejos se ven montañas. Los campos de girasoles quedaron a nuestra espalda y hemos entrado otra vez en un espeso bosque, la carretera está mojada, yo me concentro en la conducción y los dos guardamos silencio. Por delante hay luces azules parpadeantes y reduzco la velocidad y cambio a primera al aproximarme a los conos de plástico luminosos colocados en medio de la carretera. Un agente de policía con capote reflectante impermeable se pone delante del coche y me hace una indicación para que vaya al arcén, prácticamente al suelo de tierra, y pasar junto a un turismo al que le falta la parte delantera, como si lo hubieran cortado limpiamente en dos trozos. En la carretera hay una mancha de aceite. Paso por el lugar del accidente a velocidad de persona, la parte delantera del coche ha desaparecido como si el bosque se la hubiera tragado. En el arcén hay otro policía con chaleco reflectante, veo que está recogiendo una pierna de la calzada, tiene zapato de hombre y calcetín negro. El policía sostiene la pierna justo al lado de mi coche y utiliza la otra mano para indicarme que continúe. Al pasar por delante del medio coche, veo dos medios cuerpos aún sentados en sus asientos, corresponden a un hombre y una mujer ya mayores, elegantemente vestidos, en realidad de etiqueta, están allí sentados uno al lado del otro, como un matrimonio que lleva decenios sentándose silenciosos a la cena. No se ve sangre por ningún sitio, los rostros blanquecinos están enteros y sin daño aparente, casi parecen las figuras de un museo de cera. Lo que más me llama la atención es que no siento horror, aunque no soy persona insensible. En vez de eso pruebo a meterme yo, tranquilo, en la vida de la pareja de la carretera, como si tuviera que solucionar un problema de la mayor importancia, pero no me veo sentado junto a la misma mujer durante decenios, ni en un coche ni en la mesa de la cena.
¿Y si yo también hallase ahora mi destino en esta misma carretera, digamos empotrándome contra un árbol por alguna distracción al conducir, si se rompiera el parabrisas y todo se nos viniera encima y muriéramos juntos la actriz y yo, uno al lado del otro? ¿Qué pensaría Anna, la madre de mi hija, al enterarse de la noticia? Quizá encontrasen alguna cosa insignificante en el bosque, la escena final de Casa de muñecas, a los de emergencias siempre se les pasa algo por alto. O bien, lo que es igual de probable, podían meter aquel papel en mi bolsa de plástico y le enviarían a papá con todo lo demás un papel misterioso que no entendería.
Miro a la chica. Está sentada con las manos en los muslos y la cabeza gacha, los ojos llenos de lágrimas.
– Venga -le digo, y le toco el codo-. Venga -vuelvo a decirle, acariciándole la mejilla.
Ahora que hemos sido testigos los dos de un accidente mortal, se puede decir que compartimos una experiencia vital. Además, he compartido con ella mi propia experiencia del nacimiento de un niño; nuestras vivencias comunes de las seis últimas horas, lado a lado en el coche, abarcan dos de los sucesos más importantes de la existencia humana: el nacimiento y la muerte, el principio y el fin. Si ella me preguntara con gesto decidido durante los cien últimos kilómetros del viaje si querría acostarme con ella, yo no me negaría.
Cuando vuelvo a circular por la carretera, adelanto a un camión parado que se incorporó al camino del bosque por el sitio equivocado en el momento equivocado, a lo mejor el conductor estaba buscando una emisora de radio que pusiera música clásica. Eu ci retrovisor veo aún el parpadeo de las luces azules de los coches de policía, en medio de la lluvia.
Poco después tengo que irme otra vez al arcén, en realidad al borde del bosque, esta vez para vomitar el sándwich de fiambre que engullí unas horas antes. No me encuentro bien y si no me hubieran quitado el apéndice, diría que estaba sufriendo otro ataque de apendicitis.
Apago el motor y los dos nos bajamos. Yo llevo sólo la camisa blanca y tengo frío. Se oyen cigarras y toda clase de animales, y el olor de la vegetación es abrumador en medio del chirimiri.
– Venga -dice ella-, ya está.
Me parece más conveniente alejarme unos diez metros del coche para vomitar el sándwich.
Es una distancia enorme, cuando iban a fusilar a los miembros de la resistencia, les hacían alejarse diez o quince metros de la camioneta.
– Venga -dice ella otra vez cuando he terminado de vomitar, y me acaricia la manga de la camisa. Luego me coge de la mano y me lleva hacia el interior del bosque-. Tenemos que airearnos un poco mientras te pones mejor.
Aquél es su terreno, quizá ya ha ido allí antes con su padre, el propietario del restaurante, a cazar ciervos. Me da un escalofrío porque estoy en mangas de camisa, como un hombre que se va al bosque vestido con su traje de etiqueta nada más salir del concierto.
Nos abrimos camino entre los coriáceos arbustos doblando ramas llenas de pegajosa savia, y por último nos sentamos junto al tronco de un roble que ciertamente tendrá un millar de años. Si se levanta un poco la corteza, detrás bulle la vida, toda una incansable sociedad de hormigas.
– ¿Siempre te has llamado igual? -me pregunta la chica.
– ¿Qué quieres decir, vosotros cambiáis de nombre al haceros mayores?
Ríe. Yo también río con ella.
Recojo tres pinas y me las meto en el bolsillo, luego quito una hoja muy nervada, verde claro, del hombro de la actriz y también unas briznas de hierba, antes de volver a sentarnos en el coche.