Jerusalén, martes, 20.19 h
Maggie estaba tumbada en la cama del David's Citadel Hotel. Era un hotel enorme, construido con una versión moderna y pulida de la piedra de Jerusalén y, por lo que había podido ver, estaba lleno de estadounidenses cristianos. Había visto a un grupo de ellos en el vestíbulo formando un círculo y cerrando los ojos mientras su guía israelí los miraba con ojos pacientes.
Davis la había instalado allí. Estaba a una manzana del consulado. Desde la ventana de su habitación veía la calle Agron. Ella y Lee habían regresado de Ramallah al anochecer por una carretera aún más desierta y en silencio. Maggie había estado reflexionando, intentando no pensar que su misión, lejos de estar destinada a restaurar su reputación, parecía condenada al fracaso.
Lo que Judd Bonham le había presentado como el simple cierre de un acuerdo se estaba convirtiendo en otro de los desastres de Oriente Próximo. Nadie parecía llevar la cuenta de la cantidad de veces que aquellos dos pueblos habían estado a punto de firmar la paz y habían vuelto a caer en la guerra. Y cada vez que eso había ocurrido, el nivel de violencia había aumentado. Maggie no se atrevía a pensar en el infierno que se desencadenaría en cuestión de días si fracasaban otra vez. Con el tiempo había aprendido a reconocer los síntomas, y el asesinato de personajes destacados de ambos bandos, fuesen cuales fueran las circunstancias, era un aviso fidedigno de los serios problemas que se avecinaban.
Se levantó y fue al minibar. Se sirvió un dedo de whisky y se sentó junto a la ventana. Desde allí vio a un hombre que salía de la tienda abierta las veinticuatro horas, iluminada con luces de neón, que había al otro lado de la calle. Llevaba una bolsa de plástico; dentro de la bolsa, una botella de leche, quizá un tarro de miel. Un hombre que regresaba a casa por la noche.
Fue una visión de lo más simple, sin embargo, la fascinó. Por alguna razón, aquel aspecto doméstico de la vida le había sido esquivo. Envidió a aquel hombre que volvía a su casa con una botella de leche para sus hijos, que beberían un vaso a la hora de acostarse, junto con el cuento para dormir. Probablemente hacía lo mismo todas las noches y había llegado hasta allí sin experimentar la necesidad de romper amarras.
Mientras apuraba el vaso pensó en llamar a Edward. Se preguntó si el número de teléfono aparecería en el móvil de él y si al verlo descolgaría. Imaginó lo que se dirían, si Edward se disculparía por lo que había hecho o, al contrario, esperaría que ella pidiera perdón por haberse marchado a Jerusalén.
Siguió sentada mientras se tomaba otro whisky y las palabras que Edward le había dicho en la cocina de su apartamento de Washington le daban vueltas en la cabeza. ¿Acaso era cierto que ella siempre salía corriendo, que era incapaz de permanecer en ninguna parte el tiempo necesario para que las cosas funcionaran? Quizá. Quizá una persona normal habría superado lo ocurrido un año atrás y seguido adelante.
Llamó desde su móvil para que Edward supiera que era ella y tuviera la opción de cortar la comunicación si lo deseaba. Mientras escuchaba el tono miró la hora. La una y media del mediodía en Washington. Edward contestó.
– Maggie. -No fue una pregunta ni un saludo. Fue una afirmación.
– Hola, Edward.
– ¿Cómo está Jerusalén? -Una pausa. Luego-: ¿No has salvado el mundo todavía? -Quería hablar.
– Bueno, no es el mejor momento, Maggie.
Oyó ruido de cubiertos y platos y una suave música de fondo. «Está comiendo en La Colline», se dijo.
– Dame un par de minutos.
Oyó el apagado murmullo de Edward disculpándose y levantándose de la mesa para ir a un rincón tranquilo desde donde hablar. Sabía que en realidad aquello no le molestaría: interrumpir una comida por una llamada urgente era algo normal en Washington, una manera de que se viera lo indispensable que eras.
– Sí… -dijo Edward al fin. «Dispara.»
– Solamente quería hablar sobre lo que va a pasar con nosotros.
– Bueno, la verdad es que confiaba en que recobraras pronto el juicio y volvieras a casa. Luego podríamos empezar a partir de ahí.
– ¿Recobrar el juicio?
– Vamos, Maggie. No puede ser que te tomes en serio eso de jugar a la pacificadora.
Maggie cerró los ojos. No pensaba contestar para ponerse a su altura.
– Quería que comprendieras por qué me enfadé tanto con lo de las cajas.
– Mira, no tengo tiempo para esto.
– Porque si no lo entiendes, si no eres capaz de entenderlo…
– Entonces, ¿qué, Maggie? ¿Qué? -Estaba alzando la voz.
La gente del restaurante lo miraría.
– Entonces no sé cómo…
– ¿Qué? ¿Cómo seguiremos? Creo que ya hemos terminado, ¿tú no? Creo que tomaste esa decisión en el momento en que subiste a ese avión.
– Edward…
– Te ofrecí una vida aquí, Maggie, y no la quisiste.
– ¿No podemos hablar?
– No hay más que decir, Maggie. Tengo que colgar.
Se oyó un clic y después una voz electrónica que decía: «La otra persona ha colgado, por favor inténtelo más tarde». «La otra persona ha colgado, por favor inténtelo más tarde.»
Maggie creyó que se echaría a llorar, pero sintió algo peor que eso: una pesadez que se extendía por su interior, como si su pecho estuviera convirtiéndose en cemento. Se inclinó con los codos apoyados en las rodillas. Su intento de llevar una vida normal había fracasado y volvía a estar como siempre: sola, en una habitación de hotel en el extranjero y todo por culpa de lo que había ocurrido un año antes. Eso lo entendía. Había confiado en que su relación con Edward acabaría con los fantasmas, pero al final había ocurrido todo lo contrario. Levantó la cabeza y contempló la oscuridad que rodeaba Jerusalén; sabía que era muy propio de ella quedarse así, mirando e inmóvil, toda la noche. La perspectiva tenía su atractivo y se entregó a ella durante casi una hora.
Pero por fin afloraron otros sentimientos, la idea de que le habían brindado la oportunidad de liberarse de aquellos horribles acontecimientos del año anterior, de equilibrar de alguna manera la balanza, y para aprovecharla iba a tener que hacer lo mismo que había hecho en tantas ocasiones: apartar sus sentimientos y concentrarse exclusivamente en el trabajo. Debía culminar con éxito su misión. No podía permitirse fracasar.
«De acuerdo -se dijo mientras se echaba agua fría en la cara, obligándose a empezar de nuevo-, ¿cuál es el problema?
La oposición interna en ambos bandos a raíz de los dos asesinatos. Guttman y Nur. La primera prioridad es llegar al fondo de ambos casos y conseguir tranquilizar a las partes diciéndoles que no tienen motivos para preocuparse y que sigan negociando.»
Volvió a mirar la página web de Haaretz y vio la misma fotografía que había visto cinco horas antes: Ahmed Nur con su enigmática sonrisa.
– ¿Qué te ocurrió? -le preguntó en una voz susurrada. ¿Acaso todas las negociaciones se van a ir al traste por tu culpa?
Había hecho todo lo que estaba en su mano con al-Shafi, animándolo para que no perdiera la confianza, para que siguiera negociando. Le aseguró que si Hamas flaqueaba, Estados Unidos tenía elementos para conseguir que volviera a ponerse de su lado. Insistió en que Washington tenía la convicción absoluta de que los israelíes iban en serio y que podían tener un estado palestino propio en cuestión de días. Le recordó que tenía una responsabilidad histórica y, al hacerlo, miró sin querer el retrato de Arafat.
No tenía forma de saber si había funcionado. Él la había acompañado a la puerta sin decir palabra y luego ordenó a sus subordinados que volvieran a entrar. Maggie comprendía que estaba acorralado y que sospechaba de sus socios de coalición de Hamas e incluso de los miembros de su círculo más íntimo; dudaba de su lealtad. Temía que estuvieran arrastrándolo a una trampa en la que, tras haber tendido la mano a Israel, los islamistas lo acusarían de traidor. Si podían presentar a al-Fatah como un siervo de Israel, tendrían asegurada su supremacía durante décadas. No había pasado diecisiete años en las cárceles judías para acabar así.
Contempló la foto de Nur como si sus ojos pudieran de algún modo penetrar en su interior y arrancarle las respuestas que necesitaba. Si pudieran resolver el asesinato del arqueólogo, poner un poco de orden y despejar la situación, quizá las aguas volverían a su cauce.
Se movió hacia abajo en la pantalla y vio que Haaretz había ampliado la información con un perfil más extenso de Shimon Guttman. Por las cuestiones que lo rodeaban, vio que la noticia seguía considerándose importante. Un titular decía que los líderes de los distintos asentamientos exigían una comisión de investigación sobre el asesinato de Guttman; otro titular decía: «Un rabino lanza una maldición a la escolta del primer ministro».
Maggie repasó el nuevo perfil, más extenso. Aparecían los mismos detalles que antes: las hazañas militares, la personalidad egocéntrica y dominante, la incendiaria retórica. No obstante, abundaban las anécdotas y las citas eran más largas. Había leído unas dos terceras partes y se disponía a dejarlo cuando algo llamó su atención.
En la campaña de 1967 y después, Guttman demostró la deuda que tenía con los primeros héroes israelíes como Moshe Dayan y Yigal Yadin. Como ellos, combinaba las proezas militares con su pasión de erudito por la historia de esta tierra. Se convirtió en lo que la gente educada llama un «arqueólogo con músculos» y que para los palestinos no es más que un «saqueador subido a un tanque». Veía las colinas conquistadas y las aldeas capturadas no solo como casillas en el tablero de los planificadores militares, sino como lugares donde excavar. Guttman cambiaba entonces el rifle por la pala y se ponía a cavar. Sus admiradores -y sus enemigos- decían que había reunido una importante colección compuesta por piezas con miles de años de antigüedad. Todas ellas tenían algo en común: servían para confirmar la presencia interrumpida de los judíos en estas tierras.
Maggie abrió otra botella en miniatura de whisky escocés.
Tal vez solo fuera una coincidencia. Guttman y Nur, ambos arqueólogos, ambos nacionalistas, ambos asesinados con menos de veinticuatro horas de diferencia. Siguió leyendo:
… era un hombre hecho a sí mismo, pero se convirtió en una autoridad respetada que acabó especializándose en inscripciones antiguas y esoterismo. ¿Tomó algún atajo, tanto ético como legal, a la hora de levantar su patrimonio? Seguramente. Pero así era el hombre, el último de los audaces sionistas, el aventurero que pertenecía a la generación de 1948, si no a la de 1908…
Dos hombres que tenían aproximadamente la misma edad, ambos dedicados a excavar Tierra Santa para demostrar que era de ellos, que pertenecía a su tribu. «Pura coincidencia», se dijo Maggie, pero no por ello dejaba de resultar extraño. Uno de los asesinatos había movilizado a la derecha israelí; el segundo estaba agitando a los palestinos partidarios de la línea dura. Y entre ambos amenazaban con hacer naufragar la mejor esperanza de paz que las dos naciones iban a tener antes de la Segunda Venida.
Maggie miró el minibar y pensó en repostar, pero volvió su atención a la pantalla, entró en la ventana de Google y escribió nuevas palabras clave: «Shimon Guttman, arqueólogo».
La página se llenó. Un perfil del Jerusalem Post de hacía diez años; la transcripción de una entrevista que la Canadian Broadcasting le había hecho en Cisjordania y en la que describía a los palestinos como «intrusos» y los llamaba «falsa nación». Para su decepción, ambas fuentes apenas hacían referencia en lo que el Post definía como su «patriótica pasión por excavar en el pasado judío».
Luego aparecía Minerva, Intemational Review of Ancient Art and Archaeology. No vio nada significativo sobre Guttman, de manera que hizo una búsqueda de texto, pero aun así su presencia no era importante. Solo encontró su nombre, pequeño y en cursiva, junto con el de alguien más, al pie de un artículo que anunciaba el hallazgo de un singular cáliz relacionado con la ciudad bíblica de Nínive.
Repasó el texto buscando… no sabía qué. Toda aquella palabrería sobre adornos, inscripciones y escritura cuneiforme no tenía sentido para ella. Quizá había llegado a un callejón sin salida. Se masajeó las sienes, apretó el botón de apagado del ordenador y empezó a cerrarlo.
Pero la máquina se resistía a apagarse. Le preguntaba si deseaba que antes cerrara todas las ventanas, todas las páginas que había estado mirando. Tenía el cursor encima del «sí» cuando volvió a ver el nombre de Guttman, pequeño y en cursiva. Y entonces, por primera vez, leyó el nombre que había al lado: Ehud Ramon.
Se le ocurrió que quizá ese hombre supiera algo y lo investigó en Google. La búsqueda arrojó solo tres resultados relevantes. Uno de ellos la devolvía a Minerva, pero en los tres aparecía junto a Shimon Guttman. De Ehud Ramon como individuo independiente no había nada.
Encontró una base de datos de arqueólogos israelíes e introdujo el nombre de Ehud Ramon. Salieron un montón de Ehud y un solo Ramon, pero ningún Ehud Ramon. Lo mismo le ocurrió en el Archaeological Institute of America. ¿Quién era ese hombre relacionado con Guttman pero de quien no había rastro?
Entonces lo vio. Se le puso la carne de gallina mientras cogía papel y lápiz y anotaba las palabras tan deprisa como podía, solo para asegurarse. Por supuesto que ese nombre, que aparentemente pertenecía a un académico israelí o norteamericano, no podía ser… y, sin embargo, allí estaba, materializándose ante sus ojos. No existía ningún Ehud Ramon. O, mejor dicho, sí existía, pero ese no era su verdadero nombre. Se trataba de un anagrama, como esos que Maggie resolvía a una velocidad extraordinaria durante las interminables y deprimentes tardes de domingo en el colegio de monjas. Ehud Ramon era un académico dedicado a exhumar los secretos del terreno, pero también era el más improbable compañero de Shimon Guttman -sionista de derechas, zelote convencido y enemigo declarado de los palestinos-, ya que Ehud Ramon era en realidad Ahmed Nur.