Jerusalén, martes, 22.13 h
Maggie había visto muchos cadáveres en su vida. Había formado parte de una O N G que intentó negociar un alto el fuego en el Congo, donde la única mercancía abundante y barata eran los cadáveres humanos: cuatro millones de personas asesinadas en unos pocos años. Te los encontrabas en los bosques, entre los matorrales, en las cunetas de las carreteras…, tan abundantes como las flores silvestres.
Pero nunca había estado tan cerca de un cadáver tan… reciente. Cuando lo tocó, la tibieza del cuerpo la confundió y la repugnó. Se estremeció mientras tiraba instintivamente del brazo de la mujer para incorporarla y que no yaciera en el suelo como… como un cadáver.
Fue entonces cuando oyó el crujido de unos pasos en el parquet, al otro lado de la puerta. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero un acto reflejo le hizo un nudo en la garganta y evitó que las palabras salieran.
Los pasos sonaban cada vez más cerca. Estaba petrificada. La puerta de la cocina se abrió por completo. Maggie vio la figura de un hombre que se perfilaba en el umbral y, en la penumbra, la nítida silueta de una pistola.
Si algo había aprendido en los controles de carretera de Afganistán era que, cuando a uno lo encañonaban, lo que había que hacer era levantar las manos y quedarse muy quieto. Y si era necesario decir algo, había que hacerlo en voz baja.
Con los brazos en alto, Maggie contempló el cañón del revólver que la apuntaba. En la penumbra apenas podía distinguir nada más.
De repente, la mano del pistolero se movió. Maggie se preparó para recibir un balazo, pero, en lugar de disparar, el hombre palpó a su izquierda hasta encontrar el interruptor de la luz. En un abrir y cerrar de ojos, vio a Maggie y también el cuerpo sin vida en el suelo.
– Bemal
Cayó de rodillas y la pistola se le escapó de la mano. Empezó a hacer lo mismo que Maggie había hecho: tirar del brazo, tocar el cuerpo. Arrodillado junto al cadáver, hundió la cabeza en su espalda; su cabeza se sacudía de un modo que Maggie no recordaba haber visto antes, como si todo su cuerpo llorara.
– No hace ni tres minutos que la he encontrado, se lo juro. Maggie confió en que él la reconociera tan deprisa como ella lo había reconocido a él.
Pero él no dijo nada, siguió encorvado sobre el cuerpo de su madre. Maggie se levantó, pasó de puntillas por su lado y se dirigió hacia la puerta.
El rostro del hombre seguía oculto; su cabeza se estremecía en un llanto sin lágrimas sobre el cuerpo de su madre. Pero su mano se movió y cogió sin verlo el revólver que había dejado caer. Maggie se puso rígida: el hombre había levantado el brazo en un arco casi mecánico y, aun sin mirar, la pistola le apuntaba a la cara.
Corrió.
En un abrir y cerrar de ojos había salido de la cocina y corría por el pasillo hacia la puerta principal. Aquel hombre no estaría tan loco como para disparar, ¿o sí?
Fue entonces cuando oyó el silbido, el sonido que había aprendido a temer con cada fibra de su cuerpo. Curiosamente, y aunque más tarde recordaría que aquello no tenía sentido, llegó a sus oídos antes incluso que la detonación del disparo. Pero fue el silbido, el siseo de la bala al surcar el aire lo que la inmovilizó. Allí, en medio del pasillo, de cara a la puerta, se detuvo en seco.
– Dese la vuelta.
Hizo lo que le decían. Su cerebro funcionaba a toda velocidad. Una idea casi eufórica surgió en su mente: «Bien, ahora tendré la oportunidad de explicarlo todo». Pero enseguida se le ocurrió algo menos prometedor: «¡El dolor le ha hecho perder la cabeza. ¡No escuchará nada de lo que le diga!».
A pesar de todo, lo intentó. Descubrió que para ella negociar era un acto reflejo también cuando era su vida la que estaba en juego.
– Solo intentaba ver si podía salvarla.
Él no bajó la pistola.
– He venido para hablar con su madre y contarle algo. Algo acerca de su padre. La puerta principal estaba abierta. Entré y la encontré en la cocina.
La pistola no se movió. El hombre que la sostenía parecía extrañamente incómodo con ella, a pesar de que la sujetaba con mano experta. Sin duda estaba preparado para ello: era alto, y los músculos de sus brazos eran fuertes y flexibles. Pero sus ojos no se correspondían con los de un pistolero. Eran demasiado curiosos, como si estuvieran más acostumbrados a recorrer las páginas de los libros que a fijarse en un objetivo. Tenía la boca y la nariz bastante grandes, pero sugerían conversación, incluso indagación. Maggie juzgó que aquel hombre estaba más predispuesto a hablar que a disparar. Y, si no a hablar, por lo menos a escuchar.
– Por favor -empezó a decir Maggie, creyendo haberlo juzgado acertadamente-, créame. He venido con intención de ayudar. Si hubiera venido para hacer daño, ¿cree que estaría aquí de pie? ¿No llevaría una pistola y un pasamontañas para que nadie pudiera identificarme? ¿No le habría matado nada más verlo?
El revólver pareció vacilar y la mano que lo sostenía tembló ligeramente.
– Se lo juro -insistió Maggie-. Esto lo ha hecho otra persona, no yo.
Lentamente, no más deprisa que el segundero de un reloj, el brazo descendió y la pistola describió un arco y se alejó de ella. Cuando pasó lo que le pareció un minuto desde que él había bajado el brazo, Maggie por fin se atrevió a moverse. Luego, se le acercó muy despacio, mirándole a los ojos, y lo sorprendió y se sorprendió a sí misma levantando los brazos, rodeándole los hombros y, rígido e inmóvil, estrechándole en un abrazo. Maggie permaneció así un minuto, y otro, y otro, hasta que los latidos de su propio corazón disminuyeron lentamente mientras él seguía como una estatua.
Al fin, Maggie consiguió convencerlo para que se sentara mientras le repetía que había sufrido un terrible shock y que necesitaba darse tiempo para asimilar lo sucedido y pensar con claridad. Sabía que él no la escuchaba, pero confiaba en que, como tantos hombres furiosos antes que él, acabaría cediendo al efecto tranquilizador de su voz. Deseaba prepararle una taza de té o, como mínimo, llevarle un vaso de agua, pero sabía que no podía ni sugerirlo siquiera porque eso significaba volver a entrar en la cocina.
Fue él quien decidió hacerlo.
– Escucha, quiero ver a mi madre otra vez -le dijo.
Él llevaba unos cinco minutos solo en la cocina cuando Maggie oyó un grito de dolor que sonó casi como el de un animal. Corrió hacia la cocina donde el cuerpo de Rachel seguía yaciendo en el suelo. El hijo estaba de pie al lado; su rostro, antes pálido, se había teñido de rubor.
– ¿Qué ocurre?
Él se limitó a tenderle una hoja de papel. Maggie se adelantó y la cogió.
«Ani kol kach mitsta'eret sli'ani osah l'chem et zeh.» Estaba escrito en caracteres hebreos.
– Lo siento, no lo entiendo.
– Dice: «No sabéis cuánto lamento haceros esto a todos vosotros». -Ya.
– ¡No, «ya» no!
– No comprendo…
– ¡Esto es mentira!
Maggie dio un respingo, sobresaltada por el tono de voz. -Quieren hacemos creer que mi madre se ha suicidado.
¡Pero eso es algo que ella no habría hecho nunca, Jamás!
Maggie se dijo que ojala estuvieran sentados en el salón.
Quién sabía lo que él era capaz de hacer, allí, con el cadáver de su madre a sus pies. Ella todavía no se había atrevido a preguntarle cómo se llamaba.
– Mi madre ha dedicado toda su vida a cuidamos. Y desde el sábado estaba desesperada por hacer algo, por tomar alguna iniciativa. Tú misma lo viste. Recuerda cómo se agarró a ti. Quería que la ayudaras para acabar lo que fuera que mi padre había iniciado. Creía que algo muy importante estaba en juego.
– «Una cuestión de vida o muerte» -dijo Maggie, repitiendo las palabras de Rachel Guttman y recordando cómo la anciana la había cogido por la muñeca. Entonces sintió una punzada de culpa: aquella mujer había intentando convertirla en su aliada, pero ella no había hecho nada.
– Sí. ¿Crees que alguien que suplica que se haga algo acaba haciendo esto? -señaló el cuerpo tendido en el suelo. -Puede que se rindiera, que perdiera toda esperanza. Quizás la desesperó que nadie le hiciera caso.
– y entonces, mi madre, que no sabía ni encender el televisor, va y teclea una nota en el ordenador pidiendo perdón «a todos vosotros». No escribe ni mi nombre ni el de mi hermana. Créeme, sé cómo era mi madre. Ella no hizo esto.
– Entonces, ¿quién ha sido?
– No lo sé, pero ha tenido que ser alguien muy, muy perverso… -Calló antes de perder el control. Estaba cerca de Maggie, casi dominándola con su altura. Su pelo negro estaba más revuelto que cuando lo vio el día anterior, como si durante las últimas veinticuatro horas no hubiera parado de pasarse las manos por el pelo una y otra vez. Ella se lo imaginó encorvado, doblado por el dolor, con la cabeza entre las manos. Y eso antes de la muerte de su madre.
Él recobró el control de sí mismo.
– Perverso, pero también muy estúpido -prosiguió-. Imagina: una nota de suicidio escrita con el ordenador…
– ¿Por qué iba alguien a querer matar a tu madre?
– Por la misma razón por la que mi madre quería hablar contigo. Recuerda. Dijo que mi padre sabía algo muy importante que podía cambiarlo todo. ¿No te acuerdas?
– Me acuerdo.
– Así pues, alguien ha pensado que ella también lo sabía y la ha matado antes de que pudiera decírselo a alguien más. -Pero ella insistía en que no sabía de qué se trataba. Dijo que tu padre no había querido contarle nada por su propia seguridad.
– Lo sé, pero el que ha hecho esto no debía de estar tan seguro.
– Entiendo. -Miró al suelo sin pretenderlo-. Escucha, ¿no crees que deberíamos llamar a la policía, o a una ambulancia? -Antes dime para qué has venido esta noche.
– Ahora me parece… ridículo. No es urgente, de verdad.
Tienes muchas cosas de las que ocuparte.
– No creo que alguien que trabaja para el gobierno estadounidense se tome la molestia de ir a ver a alguien en plena noche si no es por una buena razón. Así que dime de qué querías hablar con mi madre, ¿vale?
– Tal vez debería marcharme y dejarte un tiempo a solas. Él la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza por el mismo sitio que su madre la había agarrado la noche anterior. -Tienes que decirme lo que sabes. Yo, yo…
En circunstancias normales, Maggie habría abofeteado a cualquier hombre que se hubiera atrevido a cogerla de aquel modo, pero comprendió que no era un gesto de agresión, sino de desesperación. La calma, la altivez incluso que había visto en él un día antes, había desaparecido. Por primera vez, Maggie vio el brillo de las lágrimas en los ojos del hijo.
– Si eres capaz de confiar en mí lo suficiente para decirme cómo te llamas, te diré lo que sé.
– Me llamo Uri.
– Muy bien, Uri. Mi nombre es Maggie, Maggie Costello.
Será mejor que nos sentemos y hablemos.
Maggie llenó un vaso con agua del grifo y se lo dio. A continuación, lo sacó de la cocina y lo sentó en el salón. La adrenalina hacía que le temblara el cuerpo.
– Tú crees que lo que ha ocurrido esta noche tiene algo que ver con la información de tu padre.
Uri asintió.
– ¿Crees que tu padre fue asesinado deliberadamente por esa información?
– No lo sé. Hay gente que dice que sí, pero yo no lo sé. Lo que te aseguro es que descubriré quién ha hecho esto a mi familia. Lo averiguaré y se lo haré pagar.
Maggie deseaba decirle que la muerte de su madre era, casi con toda seguridad, el resultado de una pena insoportable. Su padre había sido abatido por accidente, y su viuda se había quitado la vida. Tan sencillo como eso. Pero no lo dijo porque ni ella misma estaba convencida.
Lo que sí le contó fue lo que había descubierto: que Ahmed Nur, el arqueólogo palestino acribillado a tiros el día antes, había trabajado en secreto con Guttman.
Al principio, Uri se negó a aceptarlo y permaneció sentado en el sillón con una sonrisa amarga y cruel. «Imposible», dijo más de una vez. «¿Un anagrama? Absurdo.» Pero cuando Maggie le recordó que tanto su padre como Nur se habían especializado en arqueología bíblica y le habló del curioso diseño del plato de cerámica, Uri guardó silencio. Era evidente que Maggie no podría haber sacado ningún hecho más sorprendente a propósito de Shimon Guttman. Si le hubiera hablado de una amante de toda la vida o de un secreto familiar, Maggie estaba segura de que Uri lo habría aceptado más fácilmente que la posibilidad de que su padre hubiera mantenido una colaboración profesional con un palestino.
– Mira, si estoy en lo cierto, eso significa que se está tramando algo. Fuera cual fuese el secreto que tu padre guardaba, al parecer está perjudicando gravemente a las personas que lo conocen.
– Pero mi madre no sabía nada.
– Como tú mismo has dicho, es posible que el que lo hizo no lo supiera o… no quisiera arriesgarse.
– ¿Crees que los que asesinaron al palestino son los mismos que han matado a mi madre? -No lo sé.
– Si han sido ellos, sé quien será el siguiente en morir.
– ¿Quién?
– Yo.