Ammán, Jordania, diez meses antes
Jaafar al-Naasri no era hombre que se apresurara. «Los que tienen prisa son los primeros a los que atrapan», solía decir. Había intentado explicárselo todo a su hijo, pero este era demasiado tonto para prestar atención. Al-Naasri se preguntó si no pesaría sobre él alguna maldición que lo condenaba a estar rodeado de tanta estupidez, incluso en el seno de su propia familia. Había hecho todo lo necesario: se había casado con una mujer inteligente y había educado a sus hijos en los mejores colegios de Ammán. Sin embargo, su hija no era más que una furcia que seguía los pasos de las rameras que aparecían en MTV, y los hijos varones no eran mejores: el uno, un patán que solo sabía utilizar los puños; el otro, más inteligente, un vago que se levantaba al mediodía y aspiraba a convertirse en playboy.
Todo ello mortificaba a Al-Naasri. Sí, era un hombre rico, en parte gracias a la generosidad de Saddam Hussein y del ejército de Estados Unidos. Entre los dos habían abierto la puerta de la cueva de los grandes tesoros de la humanidad, donde descansaban los orígenes de la historia de los hombres. ¿Una exageración? Jaafar era propenso a las hipérboles, no podía negarlo, qué vendedor no lo era. Pero el Museo Nacional de Bagdad no necesitaba vendedores. Había sido el guardián de la más temprana memoria. Mesopotamia había sido la primera gran civilización, y aquel comienzo estaba allí, en vitrinas, etiquetado, clasificado y conservado en el Museo Nacional de Antigüedades. Los primeros hallazgos de escritura se encontraban en Bagdad, recogidos en los cientos de tablillas llenas de símbolos cuneiformes, la escritura de cuatro milenios atrás. Arte, escultura, joyería, y estatuas de los días en que todo aquello eran nuevas formas, reliquias de la época de la Biblia e incluso anteriores. Todo eso podía encontrarse en Bagdad.
Durante décadas habían estado guardadas en cajas blindadas y tras puertas de acero, protegidas por uno de los sistemas de seguridad más sofisticados del mundo: la tiranía de Saddam Hussein. Pero gracias a los GP y sus tanques, a los pilotos que surcaban los cielos con sus cohetes inteligentes, Saddam había huido y las puertas del museo se habían abierto de par en par. Afortunadamente, los soldados estadounidenses que habían rodeado el Ministerio del Petróleo, y puesto sus archivos y papeles -sus valiosos secretos relacionados con el oro negro- bajo la constante vigilancia de las tropas, no habían hecho nada para proteger el museo. Un solitario tanque había hecho acto de presencia, pero eso fue después de varios días. Por lo demás, el museo había permanecido desnudo y expuesto, tan abierto y disponible como las putas de la ciudad. Y Jaafar y sus muchachos se habían cebado en él a placer, una y otra vez, sin que nadie los molestara.
Pero no había que equivocarse. Jaafar lo había hecho bien: la colección que atesoraba en el patio trasero había crecido lo bastante para permitirle abrir su propio museo. El idiota de su hijo había cavado día y noche durante varios meses, ocultando el botín que su red de correos le llevaban diariamente desde Irak. A veces, cuando Jaafar sospechaba que jugaban a dos barajas con él, que suministraban al mismo tiempo a otros marchantes en Ammán o más allá, Nawaf utilizaba la pala con otros propósitos. Solo había tenido que hacerlo una docena de veces, quizá menos. No solía contarlas. Pero tampoco podía decir que se sintiera contento. En esos momentos, tras un golpe de suerte como aquella invasión estadounidense, debería hallarse en la cumbre del negocio, como ese perro de Kaslik, que había levantado un imperio de un extremo a otro de la región durante la guerra de 2003. Pero, claro, Kaslik tenía hijos en los que podía confiar.
y esa era la razón de que en ese momento estuviera metido en su taller haciendo un trabajo que no tenía a quién delegar. No podía encomendar aquella tarea a nadie de su personal: el riesgo de que lo traicionaran, de que le robaran la mercancía o de que dieran el soplo a un tercero era demasiado grande. De todas maneras, seguía soñando con un equipo de pequeños al-Naasri, con sus mismas dotes, dispuestos e impacientes por ocuparse de las tareas más delicadas.
y aquella lo era, sin duda. El inconveniente de la caída de Saddam había sido que tras ella las normas de repente se hicieron más estrictas. Los gobiernos de todo el mundo que habían hecho la vista gorda en cuanto al tráfico de tesoros antes de 2003, ya no eran tan tolerantes. Quizá les parecía que robar a un dictador estaba bien, pero no llevarse la herencia del pueblo iraquí. Jaafar echaba la culpa a los noticiarios de la televisión. De no haber sido por las imágenes de los pillajes en la capital, las cosas habrían seguido como estaban. Pero después de haber visto cómo la gente vaciaba el museo en bolsas y carretillas, los altos cargos de Londres y Nueva York se habían puesto nerviosos. No podían convertirse en cómplices de semejante delito cultural. Así pues, el aviso llegó a los servicios de aduanas, las casas de subastas y los conservadores de los museos desde París hasta Los Ángeles: nada procedente de Irak.
Eso significaba que Jaafar tenía que ser creativo. Iba a tener que ocultar más que nunca los productos que enviaba al exterior. El objeto que se hallaba en el banco de trabajo, ante él, era motivo de especial orgullo. Se trataba de una caja de plástico plana y dividida en dos docenas de compartimientos llenos de cuentas de colores bajo una tapa transparente: un juego para fabricar bisutería dirigido al sector más joven del mercado de las adolescentes. Su cuñada se lo trajo a Naima, cuando cumplió doce años, de un viaje a Nueva York. Su hija jugó con él durante un tiempo, hasta que se cansó. Jaafar lo encontró por casualidad y enseguida se dio cuenta de su potencial.
Intentando imitar el pésimo gusto de una adolescente, cogió una cuenta de color rosa y la pasó por el hilo en el que ya había un falso rubí, una lentejuela púrpura y el tapón de una botella de Coca-Cola. Sonrió. Parecía la clásica pulsera de baratijas que una jovencita podría ponerse, romper y olvidar.
Eso suponiendo que nadie examinase de cerca uno de los objetos ensartados. No era la única pieza dorada -también había un perrito de lanas de latón-, pero sí la más fina. Se trataba de una simple hoja de oro, delicadamente grabada. Pero para verla era necesario mirar bien, y Jaafar había pasado el tiempo suficiente rodeado de objetos preciosos para saber que el contexto lo era todo. De haber estado en la vitrina de un museo, sobre una almohadilla de terciopelo, lejos de las cuentas y los tapones de botella, quizá alguien se hubiera percatado de que era un pendiente de una princesa sumeria que había sido enterrado junto a su dueña hacía cuatro mil años. Encima de la mesa de Jaafar, rodeado de baratijas, no parecía nada del otro mundo.
Luego estaban los sellos, los pequeños cilindros de piedra tallados con símbolos cuneiformes. Cinco mil años atrás los hacían rodar sobre una tablilla de arcilla y creaban una firma. Ingenioso para la época, pero no tanto como el lugar que Jaafar les había encontrado. Metió la mano en la gran caja de cartón que le había llegado de Neuchatel, Suiza, la semana anterior.
Dentro había un montón de casitas suizas de madera, con sus ventanas pintadas y sus jardincillos rodeados de vallas hechas de cerillas. Si levantabas el tejado, descubrías que aquel sencillo objeto ornamental tenía otra función, pues el brillante mecanismo de su interior interpretaba una melodía musical.
Le había llevado meses dar con ese modelo exacto de caja de música. Había investigado una docena de páginas web y hablado con más técnicos de los que era capaz de recordar hasta dar con la que ofrecía las especificaciones adecuadas.
Retiró el mecanismo con el destornillador y vio que su paciencia había sido recompensada. Tal como había previsto, el tambor giratorio central, con las pequeñas púas que hacían vibrar las láminas de acero para producir una melodía, era hueco. Su mano enguantada en látex cogió el primero de los sellos que tenía alineados en el estante, a la altura de los ojos. Despacio y con cuidado, deslizó el sello en el interior del cilindro de metal. Encajó perfectamente. Suspiró, aliviado, y contempló nuevamente el tesoro que había reunido en sellos y que se desplegaba ante sus ojos como una hilera de soldados esperando el momento de la inspección. Los había de todo tipo de formas y tamaños, pero en ese momento, viendo el embalaje de la empresa suiza que le había enviado una colección variada de cajas de música, «Desde la más pequeña hasta nuestro modelo más grande, señor», se sintió confiado. Aquello iba a funcionar.
Sin embargo, de haber contado con ayuda podría haber hecho el trabajo mucho más de prisa. Echó un vistazo al imponente arcón que había junto al rollo gigante de plástico de burbujas. Ese mueble representaba por sí solo tres meses de duro y solitario trabajo. En su interior ocultaba varios cientos de tablillas de arcilla que había reunido desde abril de 2003. Tenía un plan para ellas. No era complicado, pero sí entretenido.
Hojeó el calendario; la foto del rey y su preciosa y americanizada esposa estaban en todas las páginas. Si todo iba bien, aquel mueble estaría embalado, etiquetado como artesanía y camino de Londres en primavera. No había por qué correr. En el negocio de las antigüedades, el tiempo no era un enemigo sino un aliado. Cuanto más esperabas, más rico te hacías. Y el mundo había esperado cuatro mil quinientos años para ver aquellas hermosuras.