Capitulo 27

Jerusalén, el jueves anterior

Aquel era el sonido que Shimon Guttman quería escuchar: el latido de la fiesta. Los continuos pitidos, la percusión constante de las tapas de los cubos de basura; el clamor que solo puede crear un grupo numeroso de personas con, por encima de todo, firmes convicciones.

A lo largo de su vida había participado en cientos de manifestaciones, pero aquella lo enorgullecía más que ninguna. La multitud que se había reunido en la plaza Sión era impresionante: un mar de gente que portaba pancartas, agitaba los puños o batía palmas. Su aspecto resultaba de lo más llamativo, pues todos iban vestidos de color naranja. Camisetas, gorras, pantalones, la pintura de la cara, todo era de un luminoso color naranja. Pero lo que henchía de orgullo a Shimon y le producía un cosquilleo de satisfacción era que aquella manifestación contra Yariv y su traición estaba formada únicamente por gente joven.

Cuando la convocó, no sabía cuál sería la respuesta. Se decía que la juventud de Israel se había vuelto apática y acomodaticia. Era la generación de intemet, más interesada en Google que en el Golán, en recorrer la India y hacer senderismo por Nepal que en ser pioneros en Judea o arar el suelo de Samaria. Su propio hijo, Uri, que había renunciado a un brillante futuro en los servicios de información del ejército para dedicarse a una oscura ocupación en el mundo del cine, era una prueba de ello.

Sin embargo, ante sus ojos tenía la irrefutable demostración de que cualquier pesimismo en lo tocante a la juventud de Israel estaba fuera de lugar. «Ahí están -se dijo Guttman-, se han lanzado en masa a la calle para salvar a su país de la rendición y el apaciguamiento planeado por su primer ministro. Los que siempre se quejan de los chavales actuales, diciendo que no tendrían el coraje mercenario para luchar como nosotros lo hicimos en 1967, deberían estar aquí ahora. Este espectáculo les cerraría la boca.»

Porque lo que se avecinaba era una batalla campal. Frente al ejército naranja, separado por una delgada hilera de policías antidisturbios y unos cuantos reporteros y camarógrafos, se alzaba otra multitud igual de ruidosa y numerosa. No vestían de ningún color especial, pero blandían un número equivalente de pancartas. Vio una, estratégicamente situada cerca de los equipos de noticias, donde podía leerse claramente en inglés: sí A LA PAZ.

Shimon Guttman había marchado en cabeza de la columna naranja -uno de los elegidos entre media docena de veteranos-; pero antes de que empezaran los disturbios fueron escoltados a un lugar seguro; en parte por su propia seguridad y en parte, sospechaba, para que dejaran actuar a los jóvenes. Desde su privilegiado punto de observación comprendió que aquello no tardaría en convertirse en una batalla como las del medievo, con dos ejércitos cargando el uno contra el otro. Solo faltaban los caballos.

Un joven, elevado por manos invisibles, emergió entre el gentío, cual una Venus naranja saliendo del agua, y se sentó precariamente en los hombros de alguien para pronunciar su manifiesto. Cuando empezó a vociferar a través del megáfono, Guttman comprendió que no tenía experiencia como orador, pues no hacía falta gritar si se contaba con un dispositivo que amplificara la voz.

Shimon sonreía recordando su juventud cuando se le ocurrió una idea agradable. Al fin y al cabo, el movimiento que había ayudado a fundar se encontraba en buenas manos. Fuera cual fuese la perfidia que hubiera ideado Yariv, había una nueva generación dispuesta a alzarse y resistir. «Aquí ya no me necesitan», se dijo. Se retiró en silencio, satisfecho de que los jóvenes siguieran adelante sin él. Y eso también significaba que ganaría una valiosa hora en un día que tenía ocupado con aquella manifestación, un debate en televisión por la noche y, en medio, una reunión estratégica con los Shapira y los colonos. Miró el reloj. Lo razonable era buscar un café donde descansar un rato y cargar baterías, pero Guttman estaba decidido a darse un capricho. Iría a un sitio completamente distinto.

Una rápida visita no lo retrasaría demasiado. Mientras cruzaba la puerta de Jaffa haciendo caso omiso a los chicos que vendían postales de la Ciudad Vieja y refrescos y se adentraba en el mercado árabe, comprendió que aquella era su verdadera debilidad. A otros hombres podían alejarlos del deber, el vino o las mujeres pero para Shimon Guttman solo había una pasión comparable: le bastaba olfatear el aroma del pasado para olvidarse de todo y convertirse en un sabueso dispuesto a seguir la pista y atrapar su presa.

Caminó a paso vivo por las calles adoquinadas del shouk:" como lo llamaban los israelíes, con una «sh» donde los árabes pronunciaban una «s». No era un lugar que los israelíes frecuentaran. Desde la primera Intifada, a finales de los ochenta, pocos se atrevían a poner el pie en la Ciudad Vieja, salvo por supuesto en el barrio judío y en el Muro de las Lamentaciones. Era un área no recomendable; una serie de sangrientos acuchillamientos se había ocupado de ello.

Pero Guttman no estaba asustado. Creía firmemente que los judíos debían tener libre acceso a todas las zonas de su capital y que no debían dejarse intimidar ni renunciar a ninguna de ellas. Esa fue una de las razones por las que dejó Kiryat Arba. Sus camaradas del movimiento colonizador poblaban los límites exteriores de Samaria y se extendían por las playas costeras de Gaza, pero olvidaban el verdadero corazón de la tierra de Israel, el corazón de Sión: Jerusalén. La derecha israelí daba por sentada la posesión de la ciudad eterna, no se daba cuenta de que, mientras tendían la mano para liberar otros territorios, la magnífica perla de Jerusalén se les escapaba entre los dedos. Si no tenían cuidado, un día se darían cuenta de que habían perdido Jerusalén Oriental del mismo modo que los británicos conquistaron un imperio: en un despiste.

Así pues, Shimon Guttman se había impuesto pasear por la parte oriental de la ciudad, principalmente árabe, con la misma libertad con la que lo haría en la zona oeste, mayoritariamente judía. La verdad era que no iba por allí con tanta frecuencia como debería, desde un punto de vista ideológico. La verdad, también, era que no dejaba de mirar por encima del hombro cada pocos pasos y que el corazón le daba un vuelco en cuanto dejaba atrás las calles bien iluminadas y limpias del barrio judío y se adentraba en el polvo y el bullicio del barrio árabe. Aun así, intentaba caminar lo más relajadamente posible a pesar de las limitaciones, como un hombre que paseara por su ciudad natal, como si fuera el dueño del lugar; cosa que, en el fondo, creía.

Había algunas tiendas en las que siempre se detenía cuando iba al mercado, y en ese momento se dio cuenta de que hacía más de un año que no las visitaba: La campaña contra Yariv lo había tenido totalmente ocupado; todo lo demás había pasado a segundo plano. Miró en la primera, cuya entrada estaba casi oculta tras montones de bolsos, zamarras y monederos de piel repujada. Tenían un jarrón interesante, pero difícil de situar en el tiempo. Los propietarios de las dos tiendas siguientes se disculparon: habían vendido las mejores piezas y estaban esperando recibir más mercancía. No hizo falta que dijeran de dónde llegaría: Irak había transformado el negocio. En la cuarta había unas monedas de las que tomó nota. Avisaría a su amigo Yehuda, un numismático obsesivo, a ver si dejaba de ser tan cobardica y se atrevía a darse una vuelta por allí.

Se disponía a dar media vuelta cuando reparó en una tienda que casi había olvidado. Como las demás, carecía de escaparate; la mercancía se amontonaba ante la puerta y se multiplicaba en el interior. Entrar significaba permanecer de pie en el estrecho espacio que no estaba ocupado por los artículos que se amontonaban a ambos lados. A la altura de los ojos y más arriba había objetos de plata, principalmente candelabros, incluidos varios de nueve brazos, como los utilizados por los judíos durante el festival del Chanukah. A Guttman siempre le sorprendía ese pragmatismo en los negocios, una disposición de los comerciantes árabes para vender parafernalia judía.

Echó un vistazo a las estanterías casi deseando no ver nada interesante y poder marcharse y seguir con su programa. -Hola, profesor. Me alegra verlo por aquí de nuevo.

Era el propietario, Afif Aweida, que salía de detrás de un mostrador de joyería que había al fondo, lleno de anillos y brazaletes dispuestos sobre terciopelo. Tendió la mano a Guttman. -Qué buena memoria tiene, Afif. Me alegro de verlo.

– ¿Ya qué debo tan inesperado placer?

– Estaba paseando, mirando las tiendas.

Afif le hizo un gesto para que lo siguiera y subió unos peldaños hasta la trastienda donde tenía su despacho. El israelí miró alrededor y se fijó en el voluminoso ordenador, la vieja calculadora y el polvo acumulado en todas partes. Al igual que para el resto de los comerciantes de la zona, aquellos eran tiempos difíciles para Afif Aweida. Los habitantes de Jerusalén Oriental, como los palestinos en general, eran las víctimas de lo que Guttman consideraba un desafortunado error divino que los había obligado a vivir en una tierra prometida a los judíos.

Afif vio que Guttman miraba el reloj.

– ¿No quiere esperar a que mi hijo traiga un poco de té? ¿Tiene prisa?

– Lo siento, Afif. Tengo un día muy ocupado.

– De acuerdo. Veamos… -Se puso en pie y buscó entre las existencias-. No es nada especial, pero guardo esto. -Le entregó una caja de cartón en la que había una docena de fragmentos de mosaico.

Shimon los ordenó con mano experta, como las piezas de un rompecabezas, y formó la figura de un ave.

– Es bonito -dijo-, pero no es mi especialidad.

– La verdad es que tengo algo con lo que podría ayudarme.

Esta semana me ha llegado una mercancía. Me han dicho que hay más allí de donde viene, pero por el momento esto es lo que tengo. -Se inclinó, apoyó un brazo en la butaca cuyo cojín estaba desgarrado y mostraba el relleno, y cogió una bandeja del suelo.

En ella, dispuestas en cuatro filas de cinco, estaban las veinte tablillas que Henry Blyth-Pullen le había llevado pocos días antes. A pesar del tono desabrido de Aweida, el mero hecho de manejar aquellos restos del pasado bastaba para emocionar a Shimon Guttman. De todos modos, no parecían nada extraordinario. Miró su reloj: las 13.45 horas. Les echaría un vistazo y se marcharía para la reunión que tenía en Psagot a las tres de la tarde.

– De acuerdo -le dijo a Aweida-. ¿Como de costumbre?

– Desde luego. Usted las traduce todas y se queda una.

¿Conforme?

– Conforme.

Aweida tomó papel y lápiz y esperó en la postura propia de un secretario que se dispone a tomar notas. Guttman cogió la primera tablilla y la sopesó con agrado. No era mucho mayor que una cinta de casete. Se la acercó a los ojos y se quitó las gafas para ver mejor el texto.

Contempló las inscripciones cuneiformes. Incluso en un entorno tan banal como aquel, nunca dejaban de intrigarlo. La idea de un testimonio escrito cinco mil años atrás se le antojaba profundamente conmovedora. El hecho de que los sumerios hubieran puesto por escrito sus pensamientos y experiencias, incluso las más triviales, treinta siglos antes de Jesucristo, y que él pudiera leerlas allí mismo, en unas humildes tablillas de arcilla, le resultaba embriagador. Se vio a sí mismo como uno de esos inmensos telescopios dispuestos en batería en el desierto de Nuevo México, con las antenas preparadas para recibir las señales milenarias de lejanas estrellas. Alguien había escrito aquello miles de años antes, y allí estaba él leyéndolo, como si el presente y el pasado estuvieran cara a cara manteniendo una conversación.

La primera vez que le enseñaron a interpretar las inscripciones que daban nombre a la escritura cuneiforme -palabra que significaba literalmente «en forma de cuña»- experimentó una descarga emocional. Para un ojo inexperto no eran más que símbolos parecidos a un tee de golf, algunos verticales, en pares o en tríos; otros de lado, solos o en grupos, formando línea tras línea. Pero cuando el profesor Mankowitz le enseñó a descifrarlos -«En mi primera campaña, yo…» o «Gilgamesh abrió la boca y dijo…»- se quedó fascinado.

Lentamente, fue dictando a Aweida:

– «Tres ovejas, tres ovejas engordadas, una cabra…» -dijo después de una mirada atenta.

No podía leer y entender aquellas inscripciones con la misma rapidez con que lo haría si estuvieran en inglés, pero sí tan rápido como leía y traducía el alemán. Sabía que esa era una rara habilidad, y eso aún lo complacía más. En Israel no había nadie que lo igualara, salvo Ahmed Nur (y Ahmed nunca admitiría que vivía en Israel). Por otra parte, después de que Mankowitz falleciera, solo quedaba Guttman. ¿Quién más? Sí, aquel tipo de Nueva York, y Freundel, del Museo Británico. Apenas un puñado. Los diarios decían que en todo el mundo solo había un centenar de personas capaces de leer la escritura cuneiforme, pero Guttman estaba convencido de que exageraban.

Cogió la siguiente tablilla. Al ver la distribución de las inscripciones ya supo de qué se trataba.

– Me temo que es el inventario de una casa, Afif.

La siguiente mostraba la misma línea repetida diez veces. -Un ejercicio de colegial -explicó al palestino, que sonrió y tomó nota.

Continuó así, dejando las tablillas traducidas en el escritorio de Aweida, hasta que en la bandeja solo quedaban seis. Cogió la siguiente y leyó para sí las primeras palabras como si fueran el comienzo de un chiste:

– «Ab-ra-ha-am mar te-ra-ah a-na-ku…»

Bajó la tablilla y sonrió a Aweida, como si el árabe pudiera verle la gracia. Luego alzó de nuevo la tablilla. Las palabras no se habían desvanecido. Tampoco las había leído mal. Aquella escritura cuneiforme, del período Babilonio Antiguo, seguía diciendo: «Abraham mar Terach analeu», «Yo, Abraham, hijo de Terach».

Shimon notó que palidecía. Una especie de terror pegajoso se apoderó de él, empezó en el cerebro y le bajó por el pecho hasta las tripas. Sus ojos leyeron tan rápido como pudieron hasta que las palabras se tomaron borrosas y confusas.

Yo, Abraham, hijo de Terach, ante los jueces doy testimonio de lo siguiente. La tierra adonde llevé a mi hijo para sacrificarlo al Altísimo, el monte Moría, esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos, de cuyos nombres dejo constancia: Isaac e Ismael. Así pues, ante los jueces declaro que el monte sea legado como sigue…

¿Qué reflejo retuvo a Guttman e impidió que dijera en voz alta lo que acababa de leer para sí? En los días que siguieron se formuló muchas veces esa pregunta. ¿Fue una astucia innata la que le hizo darse cuenta de que si hablaba perdería aquella pieza? ¿O fue simplemente la malicia del shouk, el hábito del veterano regateador que sabe que mostrar interés por un objeto dobla inmediatamente su precio hasta hacerlo inasequible?

¿Fue un cálculo político, comprendió en aquel mismo instante que estaba sosteniendo en su temblorosa mano un objeto capaz de cambiar la historia de la humanidad con la misma certeza que si estuviera agarrando el detonador de una bomba nuclear? ¿O había una explicación más sencilla, una menos noble que las anteriores? ¿Se había mordido Guttman la lengua porque su instinto le decía que no compartiera nunca un secreto con un árabe?

– Vale -dijo al fin, procurando que la economía de palabras ocultara el temblor de su voz-. ¿Y la siguiente?

– Pero, profesor, no me ha dicho qué pone en esa tablilla.

– ¿Ah, no? Perdone, se me ha ido de la cabeza. Otro inventario doméstico, de mujer, diría yo.

Pasó a la siguiente, una relación de ganado de una granja de Tikrit. A pesar de que tenía la impresión de estar asfixiándose, consiguió acabar con las restantes. Aun así, sabía que el momento más delicado estaba por llegar.

No era jugador de póquer. No tenía ni idea de si sería capaz de ocultar sus emociones. Supuso que no. Se había pasado la vida hablando con el corazón, demostrando abiertamente sus convicciones. No era un político con experiencia en el arte del disimulo, sino un activista cuya especialidad era la sinceridad. Y ese hombre, Aweida, era un mercader, alguien que conocía todos los trucos, que sabía leer la mente de sus clientes, aumentar el precio para los que fingían indiferencia y bajarlo para aquellos cuyo desinterés era verdadero. Lo calaría al instante.

Entonces se le ocurrió.

– Bueno, ¿como de costumbre? -dijo con voz estrangulada-. ¿Puedo quedarme una?

– Así habíamos quedado -contestó Aweida.

– Bien, pues me quedo con esa -dijo señalando la novena tablilla que había examinado.

– ¿La carta de una madre a su hijo?

– Sí.

– Pero, profesor, usted sabe que esa es la única que tiene cierto interés. Las demás son, cómo decirlo, tan del día a día… -Por eso quiero esta. A sus clientes les dará igual una que otra.

– A los clientes normales puede que sí. Pero dentro de unos días vendrá a verme un coleccionista de Nueva York. Un joven que se hace acompañar por un experto en arte y que está dispuesto a gastarse dinero. Esa historia, la de la madre y el hijo, podría interesarle.

– Pues dile que esa historia está en esta otra -Guttman señaló la del ejercicio del colegial.

– Profesor, ese tipo de clientes exigen verificar la mercancía. No puedo mentir. Podría acabar con mi reputación.

– Lo entiendo, Afif. Pero yo soy un académico. Me interesa esta porque tiene significado histórico. Las demás son tablillas ordinarias. -Se daba cuenta de que le sudaba el labio superior y no supo cuánto tiempo podría seguir disimulando.

– Por favor, profesor. No quisiera tener que rogárselo, pero ya sabe usted lo que han sido estos últimos años para nosotros. Estamos ganando una fracción de lo que ganábamos antes. Este mes he sufrido la humillación de tener que aceptar dinero de un primo que tengo en Beirut. Con esta venta…

– Está bien, Afif. Lo comprendo y no quiero abusar de ti.

Me quedaré esta. Guttman cogió la tablilla que empezaba con «Yo Abraham, hijo de Terach…».

– ¿El inventario?

– Sí, ¿por qué no? No está mal.

Se levantó y se guardó la tablilla en el bolsillo de la chaqueta con la mayor naturalidad posible. Estrechó la mano de Afif y entonces se dio cuenta de lo sudorosa que tenía la suya. -¿Se encuentra bien, profesor? ¿Quiere un vaso de agua? Guttman insistió en que se encontraba bien, que simplemente tenía que llegar puntual a su siguiente cita. Se despidió y salió a paso vivo. Subió por los peldaños del mercado hacia la puerta de Jaffa con la mano en el bolsillo, aferrando la tablilla. Cuando por fin hubo salido del shouk y se hallaba al otro lado de los muros de la Ciudad Vieja, se detuvo para recobrar el aliento; jadeaba como un corredor que acabara de culminar la carrera de su vida. Se sentía al borde del desmayo.

E incluso entonces su mano se mantuvo aferrada al pedazo de arcilla que había conseguido que la cabeza le diera vueltas y el corazón se le desbocara, primero por la emoción y después por un temor reverencial. En ese momento Guttman sabía que tenía en su mano el mayor descubrimiento arqueológico jamás realizado. Tenía en su poder el testamento del gran patriarca, del hombre reverenciado como el padre de las tres grandes fes: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Tenía en su mano el testamento de Abraham.

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