Jerusalén, viernes, 9.21 h
Esta es una parte del edificio que no suelen mostrar a las visitas, Maggie. Es una lástima. Quizá deberían. Mientras aquel hombre hablaba, Maggie notó que varias manos la vestían rápidamente, le pasaron la camiseta por la cabeza y le metieron las piernas en las perneras del pantalón. Trabajaban a toda velocidad, como especialistas del teatro haciendo un rápido cambio de vestuario antes de la siguiente escena. La cara fue lo último; primero le quitaron la mordaza -le provocó una arcada- y después la venda de los ojos. A continuación la empujaron hacia abajo y la sentaron en una dura silla de madera.
Cuando los ojos de Maggie se adaptaron a la luz, los enmascarados ya se habían ido. Era una habitación fría e impersonal, con las paredes de un blanco sucio, desnudas y sin ventanas. Ante ella tenía una mesa, seguramente la misma sobre la que acababan de tenderla. y al otro lado, sentado en una silla como la de ella, estaba él.
– Debo disculparme por lo que acaba de ocurrir, Maggie.
De verdad. Desnudarla y registrar sus cavidades corporales… Horrible. ¿Sabe cómo llaman a eso en las cárceles?, «un taladro». ¿Qué le parece? En fin, como ya le he dicho, lo siento. No le deseo eso ni a mi peor enemigo.
En ese momento, en que podía verlo, la decepcionó su propia reacción. Pensó lanzarse sobre él y apretarle el cuello hasta arrancarle el último aliento. Contaba con que anhelaría que de sus propios poros brotara ácido hasta que lo disolvieran a él en la nada. Pero esos sentimientos se resistían a manifestarse, anulados por su absoluta incredulidad, su completa perplejidad al ver a ese hombre en ese lugar, ahogados bajo su confusión, que era total.
– Pero ¿qué demonios está haciendo? -fue lo único que consiguió articular.
– No tan de prisa, Maggie. Primero tengo que saber dónde se encuentra esa tablilla.
– Pero ¿usted…? ¿Por qué…?
– La cuestión es: si no la lleva encima, si no la ha ocultado en alguna cavidad de su cuerpo, y me consta que no lo ha hecho, ¿dónde coño está? -preguntó alzando la voz progresivamente, como ella le había visto hacerlo en tantas ocasiones.
– No lo sé.
– Vamos, Maggie. Sé que lo tiene todo resuelto. ¿De verdad espera que crea que no lo sabe?
– ¿Y usted espera que le dirija la palabra después de lo que sus matones me han hecho? ¡No pienso hablar con usted en lo que me queda de vida, hijo de puta! -y para sorpresa de él pero también de ella, le escupió a la cara.
– Me gusta eso, Maggie. Y usted lo sabe. Una chica con carácter que, además, está estupenda desnuda. Eso es lo que yo llamo una combinación irresistible.
Maggie se quedó sin palabras. Todo su cuerpo se estremecía aún por la humillación sufrida en aquel cuartucho, y su mente estaba atravesando las primeras convulsiones del shock. Ante ella tenía a un hombre en quien había confiado, alguien de quien había pensado que deseaba las mismas cosas que ella.
– ¿Significa esto que usted está detrás de este asunto? ¿De todos esos asesinatos?
– Por favor, Maggie, ya sabe que tenemos por norma no hablar nunca de los detalles de las operaciones de inteligencia. y sonrió. La sonrisa cómplice de un político cínico a otro.
La sonrisa que Bruce Miller, principal asesor del presidente de Estados Unidos, había prodigado mil veces anteriormente.