Capitulo 40

Jerusalén, jueves, 15.38 h

Para Maggie, la sensación fue casi física, como si cayera al vacío. No había discusión posible: llevaban consigo el aliento de la muerte. Cualquiera que se acercara lo bastante a Uri o a ella, cualquiera que hubiera estado cerca de Guttman, acababa muerto: la esposa de Shimon, envenenada con pastillas; Aweida, apuñalado en la calle; Kishon, despeñado por un precipicio en Suiza. Y por último ese hombre, David Rosen, el abogado a quien Guttman había confiado sus últimas palabras, desplomado sobre su escritorio antes de haber tenido ocasión de transmitirlas.

Uri se acercó con cautela; Maggie se dijo que seguramente estaba pensando lo mismo. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocar a Rosen, su mano vaciló, como si no supiera qué debía examinar primero. Lentamente, la puso en el cuello y sus dedos le buscaron el pulso. Casi al segundo de haber tocado a Rosen, Uri retrocedió de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. En ese mismo instante, el cuerpo se movió, y Rosen se incorporó bruscamente. Miraba a Uri con la misma perplejidad con la que este lo miraba a él.

– Por Dios, Uri… ¿qué estás haciendo aquí?

Rosen era alto y delgado, llevaba unas gafas pasadas de moda y tenía el cabello plateado. Tenía la piel de los antebrazos, que asomaba bajo la camisa de manga corta, salpicada de manchas de la edad. Mientras el hombre recobraba la compostura, Maggie le vio unas ligeras marcas rojas en la cara, el resultado de haberse quedado dormido sobre una superficie dura; en aquel caso, un escritorio.

– ¡Usted me dijo que viniera!

– ¿De qué estás hablando? -Maggie vio que Rosen buscaba sus gafas a pesar de llevarlas puestas. Hablaba en inglés con un ligero acento británico-. Ah, sí, es verdad. Pero ¿eso no fue ayer? -No. Ha sido hoy. Lo que pasa es que se ha quedado dormido.

– Ah, claro. He llegado de Londres esta mañana. Un vuelo noctumo. Estoy agotado. Me habré quedado dormido.

Uri se volvió hacia Maggie y alzó los ojos al cielo como si dijera: «¿Y nuestro destino está en manos de este hombre?», -Sí, señor Rosen. Usted me llamó y me dijo que tenía una carta de mi padre.

– Sí, es cierto.-Empezó a toquetear los montones de papeles que abarrotaban el escritorio-. Si no recuerdo mal, la trajo en mano la semana pasada y… -De repente se interrumpió, se levantó y dijo-. -": Lo siento, Uri. No sé en qué estaba pensando. Por favor, ven aquí. -Uri se acercó y se agachó un poco, igual que un adolescente que recibe un beso de una abuela menuda. Rosen lo estrechó entre sus brazos mientras murmuraba lo que parecía una plegaria. Luego, en inglés, añadió-: Os deseo a ti y a tu hermana una larga vida, Uri.

Maggie lanzó una mirada a Uri.

– Disculpe, señor Rosen, quiero presentarle a Maggie Costello, de la embajada estadounidense. Me está ayudando un poco.

Maggie se dio cuenta de lo que Uri pretendía.

– ¿De la embajada de Estados Unidos? ¿A qué te refieres? No había funcionado.

– Es una diplomática. Está aquí por las conversaciones de paz.

– Ya entiendo, pero ¿en qué está ayudándote exactamente la señorita Costello?

«Rosen es viejo y está medio dormido -pensó Maggie-, pero no es idiota.»

Uri hizo lo que pudo para explicarse sin dar detalles concretos. Dijo que su madre había confiado en aquella mujer y que también él confiaba en ella. Maggie estaba ayudándole a resolver un problema que parecía aumentar exponencialmente. Pero los ojos de Uri decían algo más sencillo: «Yo confío en ella, de modo que usted también debería confiar en ella».

– Muy bien -dijo Rosen al fin-. Aquí está.

Y sin más ceremonias le entregó un sobre blanco.

Uri lo abrió lentamente, como si fuera una prueba en un juicio. Miró dentro con expresión de perplejidad y sacó una funda de plástico que contenía un disco. No había ninguna nota. -Un DVD. ¿Podemos utilizar su ordenador? -preguntó Uri.

Rosen puso en marcha el aparato. Uri se situó junto a él, lo apartó suavemente, cogió una silla y se sentó frente al teclado. No había tiempo para cortesías.

Insertó el disco y esperó con impaciencia mientras el programa de reproducción se cargaba. A Maggie la espera se le hizo interminable.

Por fin apareció una pantalla dentro de la pantalla; primero negra, hasta que un par de segundos después se llenó con caracteres hebreos.

– «Mensaje para Uri» -tradujo Uri.

Luego, saliendo del fundido, apareció una imagen animada:

Shimon Guttman sentado ante el mismo escritorio donde Maggie se había instalado la otra noche. Parecía estar mirando la pantalla del ordenador. Maggie recordó la cámara de vídeo que había visto y los aparatos electrónicos que había en el despacho y dedujo que Guttman se había filmado a sí mismo.

Contempló aquel rostro, tan distinto de la persona que había visto en las imágenes de archivo de intemet. No había en él ni rastro de la arrogancia que mostraba en las fotos de los discursos. Al contrario, Guttman parecía aturdido y preocupado, como un hombre al que hubieran perseguido toda la noche y que apenas hubiera dormido. Estaba inclinado hacia delante, con el rostro demacrado y cansado.

«Uri yakiri.»

– «Mi querido Uri -empezó a traducir su hijo con un murmullo-, espero que nunca tengas que ver esto, espero que podré volver al despacho de Rosen la semana que viene para recuperar este sobre que le confío para que te entregue en caso de que yo desaparezca o, Dios no lo quiera, en el caso de que muera. Con un poco de suerte podré resolver este asunto yo solo y no hará falta que te arrastre a él.

»Pero si por alguna razón no lo consigo, no puedo permitir que este conocimiento muera conmigo. Mira, Uri, resulta que he visto algo tan valioso, tan antiguo e importante que de verdad creo que cambiará a cualquiera que lo vea. Me consta que tú y yo no estamos de acuerdo en casi nada, y sé que crees que tu padre es un exagerado. A pesar de todo, estoy convencido de que comprenderás que esto es distinto.

De repente Uri se inclinó bruscamente sobre el teclado y detuvo el reproductor. Luego se volvió hacia Maggie y, con una expresión donde se leía claramente «¡Seré idiota!», le dijo con los labios: «¡Micrófonos!».

Tenía razón. Rosen lo había llamado. Si Uri tenía el teléfono intervenido, los servicios de información israelíes, o quien fuera, había tenido tiempo de infiltrarse en el despacho del abogado y colocar micrófonos. Incluso podían haberlo hecho mientras la Bella Durmiente sesteaba encima de la mesa.

Uri se levantó y recorrió el despacho hasta que vio el televisor. Lo encendió, sintonizó un canal que emitía un programa de variedades estadounidense -con muchos aplausos y gritos-, subió el volumen y volvió al ordenador. Luego lo pensó mejor, volvió al televisor y le dio la vuelta, con la pantalla cara a la pared.

– Cámaras ocultas -le susurró a Maggie-. El lugar más típico para esconderlas es dentro de un televisor.

Rosen parecía más desconcertado que nunca.

Cuando Uri puso nuevamente en marcha el reproductor y siguió traduciendo lo hizo directamente al oído de Maggie. Sin querer, ella cerró los ojos y se dijo que era para concentrarse mejor en sus palabras.

– «En los últimos días he hecho un descubrimiento que sin duda constituye el hallazgo arqueológico más importante de mi carrera y de la de cualquiera, dicho sea de paso. Un descubrimiento que convertirá a su propietario en alguien famoso y en alguien muy, muy rico.»

Uri soltó un suspiro.

– «Ahora que dicho descubrimiento obra en mi poder, esas serían razones suficientes para que temiera por mi vida. Pero es que hay algo más y, como no puede ser de otra manera tratándose de tu padre, ese algo más tiene que ver con la política. No te sorprende, ¿verdad, Uri?»

Uri meneó la cabeza.

– No, padre. No me sorprende.

– «Vayamos al grano: lo que he visto es la última voluntad de Avraham Avinu. Sí, has oído bien: el testamento de Abraham, el gran patriarca. Sé que parece una locura, pero créeme si te digo que hasta yo he dudado de mi propia cordura. Sin embargo, aquí está…»

En ese momento Maggie abrió los ojos desmesuradamente.

Uri dejó de hablar. Los dos miraban boquiabiertos la pantalla del ordenador; David Rosen estaba tan estupefacto como ellos. Shimon Guttman, con la frente perlada de sudor, había sacado un objeto que se hallaba fuera del encuadre y lo sostenía ante la cámara. De color marrón y del tamaño aproximado de una vieja cinta de casete, resultaba difícil distinguirlo. Pero los ojos de Uri brillaron. Sabía exactamente qué era porque había crecido rodeado de objetos como ese.

– «No vaya mostrarte el texto de cerca» -siguió traduciendo-. Por si acaso esta grabación cae en manos equivocadas, no quiero que nadie más vea lo que pone. Sé que te puedo parecer paranoico, Uri, pero estoy convencido de que cierta gente estaría dispuesta a lo que fuera si llegara a sospechar de la existencia de esta tablilla.»

– En eso tiene razón -murmuró Maggie.

– «Sé que estarás haciéndote la pregunta obvia. ¿Cómo sé que no se trata de una falsificación? No te aburriré con detalles técnicos… la calidad y el origen de la arcilla, el estilo de la escritura cuneiforme, el sello y el lenguaje, todos ellos de la época de Abraham, pero te aseguro que cualquier experto en el tema estaría casi seguro de que es verdadera. Y digo "casi". Si yo estoy seguro al cien por cien es porque nadie ha intentado vendérmela, nadie ha intentado convencerme de que era auténtica. La encontré por un golpe de suerte en una tienda del mercado de Jerusalén. Mi hipótesis es que fue robada de Irak y sacada de allí de contrabando. Tal vez salió de unas excavaciones, tal vez incluso del Museo Nacional. Nunca lo sabremos, aunque cabría preguntarse si el Museo de Bagdad conocía su existencia. En cualquier caso, la hipótesis de Irak tiene sentido. Al fin y al cabo, ¿dónde había nacido Avraham Avinu, nuestro padre Abraham, sino en la ciudad mesopotámica de Ur? -La imagen de Guttman de la pantalla sonrió-. Y esa ciudad sigue en pie hoy en día. En Irak.

»Puedes fiarte de mi palabra. Este texto es real. En él aparece Abraham al final de sus días. Es un anciano que ha llegado a Hebrón. Según parece, sus dos hijos, Isaac e Ismael están cerca. Eso también cuadra: sabemos por la Torá que Isaac e Ismael enterraron a su padre, de modo que es posible que estuvieran a su lado cuando murió. También parece que hubo cierta disputa en tomo a la última voluntad de Abraham. Por los textos, que lo repiten una y otra vez, sabemos que Abraham legó la tierra de Israel a Isaac y sus descendientes, el pueblo judío. Sé bien que ni tú ni tus amigos de la izquierda soportáis este tipo de discurso, Uri, pero dedícame dos minutos y coge el Bereshit, el Génesis, capítulo quince, versículo veinticuatro, donde José dice a sus hermanos: "Vaya morir, pero Dios acudirá sin duda en vuestra ayuda y os sacará de esta tierra para llevaros a la tierra prometida en juramento a Abraham, Isaac y Jacob". O mira en el Shmot, en el Éxodo, capítulo treinta y tres, versículo primero, donde dice:

"Y el señor dijo a Moisés: 'dejad este lugar, tú y la gente que has sacado de Egipto, y dirígete a la tierra que prometí a Abraham, Isaac y Jacob diciéndoles: Yo se la daré a vuestros descendientes'''. O cuando Dios le dijo a Josué "Sed fuertes y valerosos porque vosotros conduciréis a los israelitas a la tierra que les prometí, y yo mismo estaré con vosotros". Esto, dicho sea de paso, pertenece al Dvarim, el Deuteronomio, capítulo treinta y uno, versículo veintitrés. Supongo que captas la idea: la tierra de Israel fue entregada al pueblo de Israel. No hay duda de eso.

»Pero, según parece, la cuestión de Jerusalén, al igual que hoy en día, no estaba tan clara entre los hijos de Abraham. Este texto -Guttman volvió a mostrar la tablilla ante la cámara- no lo detalla, pero deja bastante claro que Isaac e Ismael discutieron y que Abraham decidió zanjar la disputa antes de morir. Seguramente llamó a un escriba (esa gente ya existía hace treinta y siete siglos), para que fuera a Hebrón y diera fe de su testamento y de ese modo no hubiera lugar a confusiones.

»En este texto, el anciano Abraham solo se refiere al monte Moria. Todavía no existía allí el Jerusalén que conocemos en la actualidad. Él no refiere lo que ocurrió allí, pero todos nosotros lo sabemos, como lo sabían los que estaban junto al lecho de muerte. ¡Imagina la tensión en la familia! El monte Moria era el lugar donde Abraham llevó a su hijo Isaac para sacrificarlo. Y lo que Abraham zanja en este texto es la propiedad de ese lugar.

»Mi querido Uri, conoces bien la importancia de todo esto.

El gobierno de Israel incluye ahora a tres partidos religiosos. Si resulta que este texto demuestra, claramente y sin ambigüedades, que Abraham dejó el Monte del Templo a los judíos, esos partidos no podrán tragarse un tratado de paz que compromete la soberanía de Jerusalén. ¿Y qué me dices del otro bando, nuestros enemigos, los palestinos? En su gobierno están los de Hamas, devotos musulmanes que reverencian a Abraham. Si este texto dice que Haram al-Sharif pertenece exclusivamente a los herederos de Ismael, ¿cómo van a poner en cuestión esa última voluntad? Es más, y le he dado vueltas a este asunto largo y tendido, ¿qué hay de la primera posibilidad, y si el testamento entrega esa tierra sagrada enteramente a los judíos, a nosotros? Entonces, ¿qué? ¿Cómo reaccionarían ante eso los fundamentalistas islámicos?

»Por eso estoy seguro de que si cualquiera de los dos bandos llegaran a conocer la existencia de esta tablilla, estaría dispuesto a adoptar las medidas más extremas para evitar que viera la luz del día. Por eso necesito llevar este asunto con mucho cuidado y hacer llegar la información a las personas que la tratarán con el debido cuidado. Más tarde intentaré hablar con el primer ministro. Sin embargo, si algo llega a ocurrirme, esta grave responsabilidad pasará a ti, Uri.

Maggie le apoyó una mano en el hombro.

– «Te habrás dado cuenta de que no te digo qué revela el texto. No puedo arriesgarme, no fuera que este mensaje acabara en manos indebidas. Pero si yo desaparezco, será tarea tuya averiguarlo, Uri. Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.

»Me consta que entre tú y yo ha habido enconadas diferencias, especialmente en los últimos años, pero ahora necesito que las dejes a un lado y recuerdes los buenos tiempos, como aquel viaje que hicimos juntos por tu bar mítzvá. ¿Qué hicimos durante ese viaje, Uri? Confío en que lo recuerdes.

»Solo puedo decirte que esta búsqueda comienza en Ginebra, pero no en la ciudad que todos conocen, sino en un lugar nuevo y mejor donde puedes ser quien quieras ser. Ve allí y recuerda los momentos que pasamos juntos y de los que te he hablado.

»Le di lecha, hijo mío. Empieza a partir de aquí. Y si resulta que dejo esta vida, entonces me verás en la otra vida, que también es vida. Buena suerte, Uri.»

La pantalla se oscureció. David Rosen se echó hacia atrás en su asiento, anonadado por lo que acababa de ver. Maggie se había quedado sin palabras, pero Uri estaba furioso.

Se puso a teclear furiosamente en el ordenador, buscando cualquier otra cosa que pudiera haber en el DVD, algún elemento que se le hubiera pasado por alto.

– ¡No puede acabar así! ¡No puede! -rebobinó la grabación y repitió la última parte. «Buena suerte, Uri.» La pantalla se oscureció de nuevo y Uri se llevó las manos a la cabeza. -¡Esto es típico del cabrón de mi padre! -masculló.

– ¿Qué es lo típico? -quiso saber Rosen.

– ¡Esto! ¡Otro de sus gestos grandilocuentes para llamar la atención! Está en posesión de un secreto que ha costado la vida a su mujer y podría costar la de sus hijos, y ¿qué hace? ¿lo desvela? ¡No, ni hablar! ¡En vez de eso se dedica a jugar a las adivinanzas!

– Pero, Uri -Maggie intentó suavizar la situación-, ¿acaso no ha intentado decirte dónde se encuentra? Ha dicho que debíamos empezar en Ginebra.

– ¡Por favor, no hagas caso de esas tonterías! ¡No tienen sentido!

– ¿Qué quieres decir?

– Que son una gilipollez de principio a fin.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Uri la miró con ojos llameantes.

– Está bien, empecemos por lo primero que ha dicho. Ya sabes, eso de «Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis». Bien, pues no tiene sentido.

– ¿Por qué?

– Es muy simple, Maggie. -Hizo una pausa y la miró a los ojos-. Mi padre no tenía un hermano.

Tanto Maggie como Uri estaban demasiado aturdidos, demasiado confusos por lo que habían visto en la grabación, y también excesivamente absortos en su conversación para prestar atención a sus oídos cuando salieron del despacho de Rosen. De haberlo hecho, seguramente habrían oído cómo el veterano abogado descolgaba el teléfono y pedía hablar con el hombre a quien tanto él como el difunto Shimon Guttman consideraban un camarada y su alma gemela ideológica.

– Sí, enseguida -dijo por teléfono-. Tengo que hablar ahora mismo con Akiva Shapira.

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