Bagdad, abril de 2003
Lo único que podía hacer era seguir la pista de los rumores. Su cuñado lo había mencionado en el garaje el día anterior. No se atrevía a preguntárselo en ese momento. Si lo hacía, querría saber por qué le interesaba y su mujer no tardaría en estar informada.
No. Tenía que averiguarlo por sí mismo. Sabía dónde estaba el café. Justo pasado el mercado de la fruta de la calle Mutannabi. Al parecer, todo el mundo había pasado por allí.
Abd al-Aziz al-Askari eligió un asiento cerca del fondo, un puesto de observación desde donde pudiera ver quién entraba y quién salía. Pidió un té con menta, que allí servían humeante y en un stikkam, un vaso estrecho y alto como un dedo, y miró alrededor. Unos cuantos vejestorios jugaban a sheshbesh y fumaban en un narguile; un grupo reunido en tomo a un televisor miraba las imágenes del derribo de la estatua de Saddam en lo que parecía un bucle que se repetía una y otra vez. Eran hombres, y hablaban más 'alto de lo habitual, pero Abd al-Aziz no vio nada de la euforia que siempre había imaginado que ese día provocaría. ¡La liberación! ¡La caída del dictador! Había imaginado escenas de gente que gritaba y bailaba extasiada; abrazos espontáneos entre extraños en la calle; se había visto a sí mismo besando a hermosas mujeres, a cada uno echándose en los brazos del otro, saboreando la delicia del momento.
Pero no había sido así. La gente se refrenaba, por si acaso. Porque ¿y si la policía secreta entraba de repente anunciando que los estadounidenses habían sido derrotados y que todo aquel que hubiera sonreído ante la caída del dictador sería ahorcado? Al fin y al cabo, eran muy pocos los que creían que el odiado Mahabarat hubiera desaparecido de la noche a la mañana. ¿Y si las imágenes de al-Arabiya no eran más que una sofisticada manipulación urdida por Uday y Qusay para poner a prueba la fidelidad del pueblo iraquí y deshacerse de los desafectos al régimen? Y sobre todo, ¿y si Saddam no se había marchado?
Así pues, los clientes de aquel café, como en cualquier otro lugar de la ciudad, observaban y aguardaban, contentos de poder charlar pero remisos aún a comprometerse. Incluso los que estaban mirando las imágenes del televisor se limitaban a hacer comentarios imparciales.
– Realmente es un acontecimiento histórico -dijo uno.
– La gente lo estará viendo en las televisiones de todo el mundo -comentó otro.
Pero ninguno de los dos descartaba la posibilidad de que se tratara de «una conspiración sionista cuyos culpables debían ser castigados sin demora».
Abd al-Aziz tomaba su té y de vez en cuando acariciaba la mochila de colegio de Salam para asegurarse de que el descubrimiento de su hijo seguía allí. Llevaba un cuarto de hora en el café cuando entró un hombre más joven, de unos treinta años, todo sonrisas y fanfarronería.
– Buenas tardes, hermanos -dijo, radiante. ¿Cómo van los negocios? -Rió ruidosamente.
Hubo gestos de asentimiento e incluso le tendieron un par de manos.
– Bienvenido seas, Mahmud -dijo alguien a modo de saludo.
«Mahmud.» Abd al-Aziz carraspeó. «Tiene que ser ese -se dijo-. Debo aprovechar la ocasión y hablar con él sin tardanza. Pero con cuidado, que no parezca que estoy impaciente.»
Pero era demasiado tarde. El recién llegado, vestido con una cazadora de cuero y una especie de brazalete en la muñeca, ya había visto que Abd al-Aziz lo miraba.
– Hola, amigo. ¿Estás buscando a alguien?
– Busco a Mahmud.
– Bueno, quizá yo pueda ayudarte. -Fue hasta la puerta del café, se asomó e hizo ver que gritaba-: ¡Mahmud, Mahmud! -Luego, volviéndose hacia Abd al-Aziz exclamó con una falsa risotada-: ¡Oh, vaya, si resulta que estoy aquí!
– He oído que tú…
– ¿Qué has oído?
– Que la gente que tiene…
– y que tienen que decir de Mahmud, ¿eh?
– Lo siento. Quizá me haya equivocado. -Abd al-Aziz se levantó para marcharse, pero la mano de Mahmud, lo obligó a sentarse de nuevo. Era sorprendentemente fuerte.
– Veo que en esa bolsa llevas algo muy pesado. ¿Es algo que quieras enseñar a Mahmud?
– Mi hijo lo cogió ayer en el…
– En el mismo sitio que todo el mundo. No te preocupes, no se lo diré a nadie. Sería malo para ti, malo para mí y malo para el negocio. -Rió otra vez con su falsa risa y calló de golpe-. También sería malo para tu hijo.
A Abd al-Aziz le entraron prisas por marcharse. No se fiaba de aquel hombre. Miró al resto de los parroquianos. Casi todos estaban pendientes del televisor, que emitía una rueda de prensa en directo desde el cuartel general de las fuerzas de Estados Unidos de Centcom desde Doha, en Qatar. Anunciaban la captura de otro palacio presidencial.
– Bueno, ¿hacemos negocios o no?
– ¿Es seguro? ¿Puedo enseñártelo aquí?
Con un simple y brusco movimiento, Mahmud giró la silla de Abd al-Aziz y lo puso de espaldas al resto de la gente. Luego, se sentó junto a él, hombro con hombro. Entre los dos ocultaban la pequeña mesa de la vista de los demás.
– Enséñamelo.
Abd al-Aziz abrió la mochila y se la ofreció a Mahmud para que inspeccionara el contenido. -Sácalo.
– No sé si…
– Si quieres que hagamos negocios, Mahmud tiene que ver la mercancía.
Abd al-Aziz puso la mochila encima de la mesa y sacó el contenido. La expresión de Mahmud se mantuvo imperturbable. Sin inmutarse, cogió la tablilla y la sacó de su funda.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo?
– Sí, ya puedes guardarla.
– ¿No te interesa?
– Normalmente a Mahmud no le interesaría semejante mazacote. Los trozos de arcilla como este van a céntimo la docena. -Pero las inscripciones que tiene…
– ¿A quién le importan las inscripciones? No son más que unos símbolos cualquiera. Podría ser una lista de la compra. ¿A quién le interesa lo que un viejo desgraciado podía querer de unos pescadores hace diez mil años?
– Pero…
– Pero -Mahmud levantó el dedo para acallar a Abd al- Aziz-, pero tiene una funda y está en buen estado. Te daré veinte dólares por todo.
– ¿Veinte?
– ¿Querías más?
– Pero viene del Museo Nacional…
– No, no. -El dedo volvió a levantarse-. Recuerda, Mahmud no quiere saberlo. Lo que tú dices es que este objeto ha pertenecido a tu familia durante generaciones y que…, digamos que a causa de los recientes acontecimientos, crees que ha llegado el momento de venderlo.
– Pero seguro que es un objeto muy raro…
– Me temo que no, ¿señor…?
– Me llamo Abd al-Aziz. -«Mierda.» ¿Por qué le había dicho su verdadero nombre?
– En estos momentos hay cientos de objetos como este dando vueltas por Bagdad. Podría salir de aquí y conseguir una docena con solo chasquear los dedos. -Los chasqueó como si así demostrara algo-. Si prefieres hacer negocios con otro… -Se levantó.
Esa vez fue Abd al-Aziz quien le echó la mano para retenerlo.
– Por favor, ¿qué tal veinticinco dólares?
– Lo siento. Veinte ya son demasiados.
– Tengo familia. Un hijo, una hija.
– Lo entiendo. Como pareces un buen hombre, te haré un favor y te pagaré veintidós dólares. ¡Mahmud tiene que haberse vuelto loco! En vez de ganar dinero, ¡te hace rico a ti!
Se estrecharon la mano. Mahmud se levantó y pidió al dueño del café una bolsa de plástico. Cuando la tuvo, metió dentro la tablilla, contó veintidós dólares de un grueso fajo y se los entregó a Abd al-Aziz, que se marchó del café inmediatamente; colgada del hombro llevaba la mochila del colegio de su hijo, ligera y vacía.