Epílogo

Jerusalén, dos días después

Tenía todos los papeles en el regazo, dentro de un elegante maletín negro. En una negociación, menos era siempre más, o eso creía ella. En realidad, una libreta de notas debería haber bastado. Los fajos de documentos solo se necesitaban en las fases finales de las negociaciones; normalmente se trataba de mapas. y no habían llegado a esa fase. Todavía no.

Contempló la estancia, la larga mesa de madera oscura que se extendía ante ella, de una gastada elegancia acorde con el edificio. Le recordó el estilo del hotel Colony, un recuerdo del gran pasado imperial y de las vanas ilusiones de un siglo antes. Miró la hora. Había llegado con veinte minutos de antelación. Cinco minutos más y empezarían.

La espectacularidad de la conferencia de prensa conjunta había tenido un impacto aún más grande de lo previsto. La televisión era un medio sentimental, y la visión de aquellos dos veteranos combatientes uniendo sus voces para dar lectura a las palabras de su común ancestro había resultado irresistible. Las cadenas de noticias emitían las veinticuatro horas y siempre sobre lo mismo: Abraham, Abraham y Abraham, olvidándose de los episodios de violencia anteriores. Los sabios de pacotilla empezaron a preguntarse si la paz no había sido desde siempre el destino de Oriente Próximo, un destino que le había sido cruelmente sustraído. La revista Tíme sacó una portada en la que aparecía una ilustración renacentista de Abraham bajo un escueto titular: «EL PACIFICADOR».

Un eufórico Amir Tal y su equivalente palestino habían llamado por teléfono a Maggie poco antes de la medianoche del sábado para preguntarle qué deseaba a cambio de haber proporcionado a sus respectivos jefes un soberbio salvavidas político al haber permitido que fueran ellos quienes se llevaran el mérito de un descubrimiento que iba a otorgarles una autoridad formidable y duradera.

– Solo que reanuden las conversaciones cara a cara inmediatamente -había contestado-. Y no a través de altos funcionarios, sino ellos dos solos, en una habitación y acompañados de un único mediador.

La existencia de la tablilla significaba que ya no había excusa para no resolver la última y definitiva cuestión: la situación del Monte del Templo. El objetivo era llegar a un acuerdo de paz listo para ser firmado en el plazo de una semana, un acuerdo que sus respectivos pueblos pudieran aceptar, un acuerdo que pudiera recibir la bendición del propio Abraham.

Los dos funcionarios le dieron su conformidad provisional.

Entonces Maggie sacó provecho de su ventaja. -y también quiero una última cosa.

– ¿De qué se trata, señorita Costello?

– Bueno, tiene que ver con la identidad del mediador.

Todo eso había ocurrido dos días antes. Desde aquella llamada, había pasado las siguientes cuarenta y ocho horas preparándose. Había leído hasta la última nota, hasta el último resumen de las conversaciones anteriores, todos y cada uno de los documentos oficiales de ambos bandos, solicitando en ocasiones la traducción de los papeles clave preparados para uso interno. tanto por israelíes como por palestinos. También se compró un poco de ropa.

Entretanto, vio a Uri. Después de haber presenciado la conferencia de prensa en la televisión, el momento culminante en que Uri y Mustafa se abrazaban ante las cámaras, se habían encontrado en el Some body to Run With, el café con intemet abierto las veinticuatro horas donde habían encontrado el mensaje en Second Life antes de huir, perseguidos por los hombres de Miller.

– Seguimos siendo los más viejos de este sitio -le dijo, y él sonrió.

Se preguntaron por sus respectivos planes y ambos se encogieron de hombros. Uri le dijo que tenía algunos asuntos por resolver en Jerusalén, la casa de sus padres, todos los papeles de su padre.

– Tu padre te dio una última sorpresa, ¿verdad?

– ¿Sabes? Tiene gracia. El mundo entero se ha vuelto loco con esa tablilla y con lo que hay escrito en ella. Sin embargo, para mí lo más increíble es todo lo que mi padre llegó a hacer para mantenerla a salvo, y eso a pesar de que dice lo que dice.

– Ante todo era arqueólogo.

– No es solo eso. ¿Recuerdas lo que repitió a mi madre una y otra vez, que esto lo cambiaba todo? Tal vez también lo cambió a él.

Vacilante, Maggie desvió la conversación hacia Bruce Miller y la razón por la que este la había enviado a Jerusalén. Le contó que Miller había planeado que se acostaran y que la había utilizado como un -vaciló en el momento de pronunciar las palabras- «cebo sexual». Le dijo lo mucho que aquello la había avergonzado y repugnado.

Uri la escuchaba mirándola fijamente, sin sonreír.

– Pero tú no sabías que eras un cebo sexual, ¿verdad? No fue culpa tuya. No puedes ser una trampa si no sabes que lo eres. Además, yo tuve la culpa, fui yo quien te abordó, y no al revés. En cualquier caso, eres mucho más que eso.

Se fundieron en un largo e intenso abrazo y después, tímidamente, como dos escolares que se despiden tras un campamento de verano, intercambiaron sus direcciones de correo electrónico. Ninguno tenía una residencia permanente. Cuando Maggie se disponía a decir adiós, Uri le puso un dedo en los labios.

– No digas adiós. Di mejor «l'hitraot». Quiere decir «hasta que volvamos a vemos». Y será pronto.

Y se besaron hasta que ambos supieron que esa promesa no era en vano.

El lejano reloj de pie dio las diez. Sin duda había sido un regalo de despedida de los británicos que habían construido Govemment House durante el tiempo que gobernaron Palestina. Maggie oyó un repentino rumor en el exterior: el ruido de coches que se detenían, el acoso de la prensa, el bombardeo de las preguntas y los destellos de flash. Un par de minutos después se repitió la misma escena. Maggie ordenó sus papeles una última vez.

Luego, oyó ruido de pasos en el pasillo y vio al negociador israelí entrando por una puerta y al palestino haciendo lo mismo por la opuesta. Ambos iban solos. Respiró hondo.

Les estrechó la mano, les invitó a que hicieran lo propio y les indicó con un gesto que tomaran asiento.

– Gracias, caballeros -dijo Maggie Costello, ofreciéndoles una cálida sonrisa.

Era una sonrisa franca. La sonrisa de una mujer que por fin había regresado a donde debía estar.

Se aclaró la garganta. -¿Empezamos?

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