Capitulo 7

Beitin, Císjordanía, martes, 9.32 h

No necesitaría quedarse mucho rato. Diez minutos en la oficina, recoger los papeles y marcharse. Solo que «oficina» no era la palabra correcta. Los dos recios candados que cerraban la puerta de hierro lo atestiguaban. «Cuarto de trabajo» habría sido más acertado, incluso «almacén». Dentro olía a invernadero. Los fluorescentes brillaron y revelaron estanterías llenas no de papeles, archivadores o discos de ordenador, sino de cajas de cartón rígido. Dentro de ellas había fragmentos de cerámica antigua, el material que Ahmed Nur había desenterrado en aquella misma aldea.

En todas las excavaciones trabajaba igual: montaba una base lo más cerca posible del sitio, lo que permitía llevar al instante hasta allí los últimos hallazgos para catalogarlos y almacenarlos sin pérdida de tiempo. Si podía, lo hacía todos los días; los restos de cerámica que no se llevaba desaparecían de la noche a la mañana. Los saqueadores son la maldición de los arqueólogos en cualquier rincón del mundo.

Ahmed se acercó a su mesa, metálica y espartana, como la del capataz de una obra. «Tampoco estamos tan alejados -pensó. Los dos nos dedicamos al negocio de las viviendas: ellos las construyen nuevas; yo desentierro las antiguas.»

Los papeles que necesitaba para la reunión con el departamento de Antigüedades de la Autoridad Palestina se hallaban allí mismo, en un pulcro montón. «La dulce Huda», se dijo. Su joven protegida lo había dejado todo preparado: el impreso para la solicitud de renovación, el permiso para excavar en Beitin y la solicitud de una subvención solicitando el dinero para llevarlas a cabo. En esos momentos, Huda se encargaba de todos los contactos con el mundo exterior. Lo había dejado solo, sin ninguna distracción -ni llamadas telefónicas, ni correos electrónicos, ni radio ni televisor a todo volumen-, para que pudiera sumergirse en su trabajo. Si se concentraba lo suficiente podía pasar de cualquier modernidad.

Eso era lo que había hecho aquel fin de semana. Y habría seguido así de no ser por esa fastidiosa reunión. El responsable del departamento de Antigüedades era un ignorante. Carecía de cualquier formación en arqueología y se comportaba como un vulgar político arribista. Además, llevaba barba, lo cual significaba que su política era de la variedad más reciente: la religiosa.

«Mi prioridad, doctor Nur -le había dicho a Ahmed en su primer encuentro-, es la glorificación de nuestra herencia islámica.» No era de extrañar, porque el nuevo gobierno estaba medio en manos de Hamas. Traducido, significaba: «Pagaremos cualquier excavación posterior al siglo VII. Si usted quiere investigar cualquier cosa anterior a eso, se las arreglará por su cuenta».

A Ahmed no se le escapaba la ironía de aquello. En el pasado había sido un héroe de la clase política palestina. Fue uno de los miembros fundadores del grupo de estudiosos que, décadas atrás, habían insistido en buscar en el subsuelo con un enfoque radicalmente distinto. Hasta entonces, y desde la época de las expediciones de Edward Robinson en el siglo XIX, todos los que habían empuñado una pala lo habían hecho en busca de una sola cosa: la Biblia. No estaban interesados en Palestina ni en la gente que había vivido allí durante miles de años. Buscaban la Tierra Santa.

Naturalmente, eran todos extranjeros: estadounidenses o europeos. Llegaban a Jaffa o Jerusalén atiborrados de escrituras, deseosos de seguir el camino transitado por Abraham y de contemplar la tumba de Jesucristo. Ansiaban hallar vestigios de los antiguos israelitas o de los primeros cristianos. Los palestinos, ya fueran antiguos o modernos, no eran más que un estorbo.

Las nuevas generaciones, a las que pertenecía Ahmed, habían crecido aprendiendo arqueología bíblica -¿qué otra podía haber?-, pero no tardaron en desarrollar sus propias ideas. En los años sesenta, varios de ellos colaboraron con un grupo de estudiosos luteranos de la Biblia, procedentes de Illinois, mientras excavaban en Tell Ta'anach, una loma situada no lejos de Yenín, en Cisjordania. El interés de los estadounidenses era tal, que excavaron durante varios años. Ta'anach aparecía mencionada en la Biblia como una de las ciudades cananeas conquistadas por Josué, el hermano de Moisés y jefe militar de los israelitas.

Pero Ahmed y los suyos empezaron a ver algo más. Regresaron al lugar, pero esta vez con los ojos puestos no en la Ta'anach bíblica, sino en el poblado palestino situado al pie de la loma: Ti'innik. Aquellos nuevos arqueólogos deseaban aprender cuanto pudieran de la vida cotidiana de la comunidad que había vivido en ese lugar durante más de cinco mil años. Cada una de sus paletadas, cada uno de sus esfuerzos constituía una declaración política: aquella iba a ser una excavación palestina en Palestina.

La iniciativa situó a Ahmed Nur en el centro mismo del floreciente Movimiento de Liberación Palestino. Le hicieron saber entre susurros que la organización -entonces todavía clandestina y dirigida desde el extranjero- veía con buenos ojos su trabajo. Contribuía a alimentar el orgullo nacional y demostraba, en una época en que la mayoría de los líderes israelíes todavía negaban la existencia de un pueblo palestino, que las comunidades que habitaban aquellas tierras tenían las raíces más profundas posibles.

Su reputación aumentó aún más cuando dirigió a un grupo de estudiantes en la excavación de un antiguo campo de refugiados abandonado y desenterraron la basura -viejas latas de sardinas y bolsas de plástico- que revelaba cómo vivía la gente de una generación desaparecida, aquellos que habían huido de sus hogares en 1948. Después, su trabajo en Beitin extendió su fama aún más lejos.

Académicos anteriores se habían entusiasmado con aquel lugar, que consideraban el Bet-EI de la Biblia, el lugar donde Abraham, en su camino hacia el sur, se detuvo para construir un altar, el lugar donde Jacob descansó la cabeza en una almohada de piedra y soñó con ángeles que bajaban por una escalera. Sin embargo, Ahmed estaba decidido a examinar no solo las ruinas de alrededor de Beitin, sino la aldea en sí misma, ya que la humilde Beitin había sido gobernada por helenísticos, romanos, bizantinos y otomanos. Había sido cristiana y musulmana: a finales del siglo XIX, los turcos habían levantado una mezquita sobre las ruinas de una iglesia bizantina. Todavía podían verse los restos de una torre helenística, un monasterio bizantino y un castillo de las Cruzadas. De los tres. Para Ahmed ahí residía la grandeza de Palestina. Incluso en un lugar olvidado y remoto como Beitin podía contemplarse la historia de la humanidad estrato sobre estrato.

Eso le dio una idea. Buscó una de las cajas más recientes, la que contenía los últimos hallazgos de la excavación. Miró dentro y arrugó la nariz ante el penetrante olor a moho: cráneos humanos de cinco mil años de antigüedad, de la Edad del Bronce, junto con vasijas para el almacenamiento y recipientes para cocinar. Sonrió al pensar que podía hacerlo mejor, que aún podía retroceder más en el tiempo. Abrió un armario cerrado con llave y halló los fragmentos de pedernal, las herramientas de piedra y los huesos de animales que se habían encontrado en Beitin en los años cincuenta y que databan de aproximadamente cinco mil años antes de nuestra era. Le hablaría a aquel patán del departamento de Antigüedades de las manchas de sangre que se habían descubierto, señal evidente de un sacrificio ritual, la prueba de que Beitin había sido la sede de un templo cananeo. Pensó, no sin cierto sentimiento de culpa, que quizá estuviera recurriendo al viejo truco bíblico; pero no le quedaba más remedio que utilizar lo que tenía.

Aun así, era posible que no consiguiera nada. El hombre de Hamas reaccionaría sin duda ante la mención de una mezquita del siglo XIX y bostezaría con lo demás; aunque también cabía la posibilidad de que viera Beitin como lo que en realidad era: un lugar rebosante de la historia de aquella tierra.

Mientras se ponía de puntillas para devolver la más valiosa de las cajas a su lugar en lo alto del armario, oyó un ruido. Metálico.

– ¿Hola…? ¿Huda…?

No hubo respuesta. Seguramente no había sido nada. Habría dejado la puerta del cuarto de trabajo entreabierta y el viento la había cerrado. Daba igual, sellaría aquella caja y se pondría en camino.

Pero entonces se oyó otro ruido. Esta vez, pasos. Inconfundibles. Ahmed se dio la vuelta y vio a dos hombres que se le acercaban. Ambos llevaban una capucha negra que les ocultaba el rostro. El más alto levantó el dedo índice y se lo llevó a los labios. Silencio.

– ¿Qué…? ¿Qué es esto? -exclamó Ahmed; las piernas le temblaban.

– Limítese a venir con nosotros -dijo el más alto, que hablaba con un acento extraño. ¡Ahora! y por primera vez Ahmed vio la pistola que lo apuntaba.

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