Capitulo 32

Jerusalén Oriental, jueves, 9.40 h

Por segunda vez en una semana, entraba en una casa sumida en el luto. Para ella se trataba de una novedad, aunque sabía que era algo normal en el repertorio de los mediadores. Durante una semana crítica en las conversaciones de paz en Irlanda del Norte, dos jóvenes, buenos amigos, uno protestante y el otro católico, habían sido asesinados a tiros en un bar. Sus muertes tenían como objetivo interrumpir las negociaciones de paz, pero acabaron produciendo el resultado contrario porque recordaron a todos lo hartos que estaban de aquella guerra. Los miembros de los equipos negociadores fueron a visitar a las destrozadas familias y salieron más decididos que nunca a seguir adelante. Maggie lo recordaba perfectamente: había seguido las noticias en una vieja radio de onda corta desde lo más profundo de Sudán. y cuando por fin Londres y Dublín anunciaron la firma de los acuerdos de paz del Viemes Santo, se sentó en su tienda y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

Sin embargo, los asesinatos de Jerusalén carecían de la claridad moral de los de Belfast. A decir verdad, carecían de ninguna puñetera claridad. Shimon Guttman pudo ser abatido de un tiro simplemente porque con su actitud pareció amenazar la vida del primer ministro. Ahmed Nur tal vez era un colaboracionista y lo ejecutaron por ese crimen. Rachel Guttman quizá se suicidó, y el kibutz del norte pudo haber sido incendiado por una panda de adolescentes palestinos resentidos. Solo el asesinato de Afif Aweida, que había sido reivindicado por un grupo marginal, parecía un claro intento de sabotear las conversaciones de paz. Aun así, nadie podía estar seguro.

Así pues, la visita de Maggie a casa de los Aweida no tenía la misma carga emocional que la realizada en Belfast años atrás. Ella no estaba allí para condolerse por la muerte de dos amigos, uno judío y el otro árabe, abatidos mientras tomaban una copa juntos. Lo cierto era que no estaba allí para condolerse de nada, sino para intentar averiguar qué demonios estaba ocurriendo.

Tal como esperaba, la casa estaba llena de gente y de ruido.

Un agudo lamento se alzaba y remitía igual que una ola. Enseguida vio de dónde provenía: un grupo de mujeres apiñadas alrededor de una anciana envuelta en vestiduras negras bordadas y sin formas. Su rostro parecía arrasado por las lágrimas.

Ante Maggie se fue abriendo un paso a medida que avanzaba entre los dolientes. Había mujeres que se frotaban constantemente las mejillas, como si quisieran quitarse de la cara una suciedad que se resistía a desaparecer; otras estaban agachadas y golpeaban el suelo con las manos. Era una escena de abyecto dolor.

Al fin, Maggie llegó al fondo de la habitación, donde encontró a una mujer de más o menos su misma edad y vestida con ropa sencilla al estilo occidental. No lloraba; parecía sumida en el silencio del aturdimiento.

– Señora Aweida…

La mujer no dijo nada y siguió con la mirada perdida en la distancia. Sus ojos parecían vacíos de toda emoción.

– Señora Aweida, soy de un equipo de negociadores internacionales que está en Jerusalén para traer la paz. -Intuyó que era mejor no pronunciar la palabra «estadounidense» en aquel lugar-. He venido para presentarle mis respetos por su difunto marido y acompañarle en el sentimiento por tan terrible pérdida.

La mujer siguió con la misma mirada inexpresiva; parecía hacer caso omiso de las palabras de Maggie y del ruido que reinaba en la estancia. Maggie permaneció allí unos instantes agachada y mirando a la viuda. Le cogió una mano y se la estrechó, y luego se levantó para marcharse. No quería ser una intrusa.

Un hombre apareció entonces y se la llevó aparte. -Gracias -dijo-. Nosotros agradecer Estados Unidos.

Gracias por venir.

Maggie asintió y le dedicó una media sonrisa, pero el hombre no había terminado de hablar.

– Era un hombre sencillo. Vendía tomates, zanahorias, manzanas. No mata a nadie.

– Sí, lo sé. Es una tragedia lo ocurrido a su…

– Mi primo. Yo soy Sari Aweida.

– Dígame, ¿usted también trabaja en el mercado?

– Sí, sí. Todos nosotros trabajamos en mercado. Hace muchos años, muchos.

– ¿y qué hace usted?

– Vendo carne. Soy carnicero. Y mi hermano vender pañuelos para cabeza, kifiyas. ¿Sabe qué es una kifiya?

– Sí, lo sé. Dígame, ¿todos ustedes se llaman Aweida?

– Sí, claro. Todos somos Aweida. La familia Aweida.

– ¿y hay alguien de su familia que se dedique a vender objetos antiguos, ya sabe, piedras, vasijas, antigüedades?

El hombre parecía perplejo.

– Tal vez joyas… -preguntó Maggie.

– ¡Ah, joyas! Entiendo. Sí, sí. Mi primo vender joyas.

– ¿y antigüedades?

– Sí, sí. Antigüedades. Él vender en el mercado.

– ¿Puedo verlo?

– Claro. Vivir cerca de aquí.

– Gracias, Sari. -Maggie sonrió.- -. ¿Cómo se llama?

– También Afif. Afif Aweida.

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