Jerusalén, viernes, 13.32 h
Sus ojos buscaron a Uri, pero no vieron rastro de él ni de Mustafa. Permaneció totalmente inmóvil.
– ¡Levante las manos! ¡Levante las manos ya!
Maggie hizo lo que le decían. En una mano sostenía el móvil; en la otra, la tablilla. El corazón le latía con fuerza por la emoción que todavía le corría por las venas al saber que había encontrado al fin la tablilla y también por el pánico que sentía.
Entonces oyó una voz conocida.
– Gracias, Maggie. Esta vez se ha superado a sí misma. Había sido el último en llegar y en esos momentos bajaba los peldaños de la plataforma de piedra para unirse a sus hombres junto a la ciudad en miniatura.
– Le estoy muy agradecido. Su país le está muy agradecido. Maggie, inmóvil como una estatua, tuvo que girar los ojos a la izquierda para verlo: Bruce Miller.
– Bueno -prosiguió-, ¿por qué no hacemos esto con calma y tranquilamente? Usted se queda donde está y uno de mis chicos se le acercará y la librará de la carga de esa tablilla. Intente cualquier estupidez y le volaremos los sesos.
Maggie apenas podía pensar entre el martilleo de su propia sangre. Estaba realmente acorralada. ¿Qué otra opción le quedaba sino rendirse ante Miller? Después de todo por lo que ella y Uri habían pasado, tenía que hacer frente a la realidad. Aquel hombre y su pelotón de verdugos habían ganado.
Fue entonces cuando oyó otra voz más cercana que la de Miller pero mucho menos clara. Tardó unos segundos en comprender de dónde provenía.
«Maggie, soy Uri.» El altavoz del teléfono que tenía en la mano. «Escucha atentamente. Dile a Miller que una cámara lo está grabando en directo y que las imágenes se están descargando en intemet.»
Maggie volvió a mirar alrededor; ni rastro de Uri. Seguramente había visto llegar a los hombres y había huido colina abajo, tal vez se había refugiado entre los árboles. ¿Y qué era toda esa locura de las cámaras e intemet? Utilizar ese truco para persuadir a la relaciones públicas de un museo era una cosa, pero intentarlo con los secuaces del asesor del presidente de Estados Unidos era un disparate.
Entonces recordó el momento vivido en la carretera, cuando había tenido que decidir en un instante si podía confiar en Uri o no. Había confiado en él… y no se había equivocado.
– Ahora sea buena chica y entréguenos la tablilla. De lo contrario, mis chicos querrán terminar lo que empezaron con usted. No crea que no se divirtieron examinando por dentro y por fuera ese cuerpecito suyo, pero debo decirle que les pareció un poco frustrante tener que limitarse a usar las manos y todo eso. ¿Qué le parece si la próxima vez se turnan para tirársela por delante y por detrás y después se inventan unos cuantos métodos para desembarazarse de su amiguito? ¿Qué tal suena eso?
La voz de Uri sonó de nuevo: «Dile que llame al consulado, que entren en la web www.uriguttman.com y digan lo que ven».
Maggíe vaciló mientras en su mente tomaba forma un plan.
Aquel era un lugar público, a la vista de todos. Miller no se atrevería a llevársela por la fuerza. No allí y no si podía evitarlo. Esa era la razón de que todavía no se hubiera lanzado contra ella.
– Esa forma de hablar no me parece propia de Bruce Miller, el ayudante del presidente de Estados Unidos… -Señorita, si no le importa, mi cargo es el de asesor político del presidente. Y ahora déme la tablilla.
Maggie sonrió: para alguien de Washington nada era más importante que su cargo.
La voz de Uri sonó de nuevo: «Maggie, ¿qué estás haciendo? ¡Dile lo de la cámara! ¡Dile que llame al consulado!»
«Todavía no», se dijo ella.
– ¿Se refiere a esto? -Alzó la tablilla tan alto como pudo-. ¿Hasta qué punto es importante este objeto para que tenga a seis hombres apuntándome con sus armas, a mí, a Maggie Costello, la negociadora enviada por el departamento de Estado estadounidense, una mujer indefensa?
– Ya hemos hablado de eso, Maggie.
– No es más que un pedazo de arcilla, señor Miller; apenas un poco más grande que una tarjeta de crédito. ¿Qué puede tener que lo haga tan importante?
«¡Dile lo que te he dicho!», gritó Uri por el móvil.
– ¿Se está marcando un farol, Costello? ¿Está intentando ganar tiempo porque la han engañado y lo que tiene en la mano no es más que una tablilla falsa? Porque, si lo es, no tiene usted nada, ningún poder para negociar, cero.
– No, Miller. Lo que tengo aquí es auténtico, créame. Es la última voluntad de. Abraham, el gran patriarca. Es esto lo que estaba buscando, ¿verdad?
«¡Maggie!» Uri parecía desesperado, pero ella todavía no había terminado.
– Y este es el motivo de la muerte de Rachel Guttman, de Baruch Kishon. Y de Afif Aweida y Dios sabe quién más. Ordenó a sus hombres que los mataran solo por esta tablilla, ¿no es así? -Vamos, Maggie, ya sabe por qué tuvimos que eliminar a esa gente. Si no conseguimos poner esa tablilla a buen recaudo, muchas personas más morirán. Miles, tal vez incluso millones.
– ¿o sea que no se avergüenza de haber asesinado a toda esa gente aun sabiendo que eran inocentes? ¿No le avergüenza haberme agredido y haber torturado a Uri Guttman? Contésteme sinceramente, Miller. Míreme a los ojos y contésteme.
– ¿Avergonzarme? Me siento orgulloso.
– Muy bien. Le entregaré la tablilla -dijo haciendo un esfuerzo para que su tono mostrara firmeza. Había oído lo que deseaba oír, pero las armas seguían apuntándole a la cabeza-. Sin embargo, hay algo que debe saber, señor Miller: acaba de hacer la que será sin duda su aparición estelar en la televisión. En estos momentos una cámara le está grabando y descargando esta conversación en intemet. Llame al consulado y pídales que entren en la web www.uriguttman.com. Dígales que le describan lo que ven. Adelante. Si estoy mintiendo lo averiguará enseguida y podrá hacer lo que le dé la gana conmigo.
Vio que Miller cogía el móvil y hablaba por él.
«Dile que salude a la cámara con la mano», le dijo Uri, y ella notó confianza en su voz.
– Vamos, señor Bruce Miller, asesor político del presidente de Estados Unidos de América, ¡salude, por favor! -exclamó Maggie.
La confirmación le llegó de boca del propio Miller y en forma de dos palabras apenas masculladas pero de significado inequívoco.
– ¡Puta mierda!
Solo Dios sabía cómo lo había logrado, pero Uri no se había marcado un farol. Realmente tenía una cámara enfocando a Miller mientras él se identificaba y lo confesaba todo.
– Es usted muy lista, señorita Costello. Tengo que reconocerlo, pero, con el mayor de los respetos, ¿a quién puede interesarle una web desconocida? Nadie la estaba mirando, y ahora esas imágenes se han esfumado en el éter electrónico.
– No del todo. Lo estamos grabando en directo. La gente podrá verlo una y otra vez. -Era la voz de Uri, ya no salía del móvil. Se abría paso entre los árboles sosteniendo una pequeña videocámara ante uno de sus ojos. Mustafa caminaba junto a él. Maggie no pudo sino sonreír ante aquel descaro-. En estos momentos, el editor de noticias de Channel 2 está viendo estas imágenes. ¿Ya quién acabas de llamar, Mustafa?
– A al-Jazira, en Ramallah.
– Todos están presenciando esta escenita -prosiguió Uri-. Y antes de que se le ocurra alguna idea, señor Miller, sepa que esta que llevo es solo una segunda cámara que filma lo que llamamos el rollo B. La cámara principal se encuentra escondida por allí detrás, debidamente oculta a la vista. Puede acribillarme aquí mismo, pero sepa que mi colega lo filmará a todo color.
Maggie vio que Miller palidecía. Intentó una de sus fanfarronas sonrisas que tanto había prodigado ante las cámaras, pero le salió torcida. Al fin consiguió articular unas palabras: -¿Quién se va a creer esta fanfarronada?
– Es verdad -reconoció Maggie-. Nadie se la habría creído hasta que usted mismo nos ha confirmado de viva voz todos los detalles, y por eso le estamos eternamente agradecidos. ¿Sabe? Cuando esta filmación llegue a YouTube, a la ABC, a la CNN y a todas las demás, dudo mucho que sea usted capaz de convencer a nadie de que no es lo que parece.
Sonó un móvil. El de Miller. Respondió, y su rostro pasó de pálido a transparente. Se dio la vuelta, de espaldas a la cámara de Uri, pero su voz siguió siendo audible.
– Sí, señor presidente. Le oigo con claridad, señor. Lo entiendo, usted además me ve. Estoy de acuerdo, señor, la tecnología es algo increíble. -No dijo más durante un rato. Luego volvió a hablar-: Sí, prepararé la carta de dimisión inmediatamente, señor. Y sí, dejaré bien claro en ella que esta ha sido una operación al margen del gobierno de Estados Unidos, una operación debida a mi exclusiva iniciativa. Adiós, señor presidente.
Sin añadir palabra, Miller hizo una señal a los hombres enmascarados que, sin dejar de apuntar con sus armas, volvieron sobre sus pasos, alejándose de la ciudad en miniatura y formando un círculo que protegía la retirada de Miller. Al cabo de unos segundos, todos habían desaparecido.
Uri bajó la cámara y se acercó a Maggie. Mientras se abrazaban, señaló en dirección a los árboles.
– Ahí está la persona a la que llamé desde el taxi. Es un viejo amigo, un camarógrafo que vive en En Karem. Le pedí que se situara donde nadie lo viera y utilizara el mayor teleobjetivo que tuviera. Ah, y también que llevara un transmisor de microondas para captar el sonido de tu móvil. Yo diría que ha sido mi mejor trabajo.
Maggie deshizo bruscamente el abrazo. -¿Sigue funcionando?
Uri asintió.
El objeto que tenía en la mano fue lo que la hizo reaccionar. Lo sintió como una granada recién cebada y a punto de explotar. Mucha gente había muerto por él; Uri y ella habían sido perseguidos, tiroteados y torturados por su culpa. N ame que conociera sus secretos estaba a salvo.
– Enfócame con la cámara -le pidió a Uri-. ¡Ya!
Él se llevó el visor al ojo, afianzó los pies en el suelo, y le hizo una señal con el pulgar para indicarle que estaba preparado:
– Me llamo Maggie Costello y estoy en Jerusalén como enviada del gobierno de Estados Unidos para mediar en las negociaciones del tratado de paz. Esto -alzó la tablilla como Shimon Guttman en la grabación que había dejado-, esta tablilla tiene casi cuatro mil años de antigüedad. A lo largo de la última semana, Bruce Miller y un equipo estadounidense de operaciones encubiertas han espiado, robado y asesinado a diestro y siniestro por todo el país en el intento de hacerse con ella. Ya han oído al señor Miller confesarlo todo hace un momento. Su intención era que la existencia de esta tablilla y sobre todo su contenido siguieran siendo un secreto. He aquí la razón.
Por fin pudo mirar con detenimiento el objeto que había sacado de su escondite en la Puerta Warren en miniatura y que no había dejado de aferrar desde entonces. Y al verlo de cerca por primera vez casi se sintió decepcionada. Era tan pequeño…, los caracteres grabados en él eran tan diminutos… En conjunto no era mayor, pero sí más delgado, que un paquete de cigarrillos. Y aun así, su gobierno -y varios grupos de fanáticos, tanto israelíes como palestinos- había estado dispuesto a matar por él. Las palabras esculpidas en él miles de años antes podían desencadenar la guerra de todas las guerras, un conflicto que sería imposible confinar entre los dos bandos contendientes. ¿Qué pasaría si resultaba que Abraham había legado el monte Moria a Ismael y los israelíes se negaban a entregarlo? Pues que los musulmanes de todo el mundo gritarían que estaban siendo desposeídos de su legítima herencia, y el resultante choque de civilizaciones se convertiría en una trágica realidad. ¿Y si Abraham lo había entregado a los judíos? ¿Lo cederían los musulmanes y abandonarían el lugar desde donde Mahoma había ascendido a los cielos? Dijera lo que dijese aquella tablilla, solo podía significar victoria para unos y desastre para otros.
Le dio la vuelta y buscó un trozo de cinta adhesiva que había visto al sacarla de su escondite. En ese momento había supuesto que era parte de la fijación que Guttman había ideado para mantenerla oculta, pero cuando se la acercó a los ojos vio que no era cinta adhesiva, sino una pequeña funda de plástico transparente, una versión pequeña de las fundas que se utilizan para proteger las tarjetas de crédito. La despegó con cuidado. Luego sacó de su interior tres pequeños papeles pulcramente doblados. El primero estaba escrito en hebreo; el segundo, en árabe; y el tercero, en inglés.
Leyó rápidamente el párrafo en inglés y después volvió a hacerlo en voz alta, mirando a la cámara.
– Esto es una tablilla dictada a un escriba por Abraham, poco antes de su muerte, en Hebrón. Lo recogido en ella está en caracteres cuneiformes, la antigua escritura babilónica. La traducción dice lo siguiente: «Yo, Abraham, hijo de Terach, ante los jueces doy testimonio de lo siguiente. La tierra adonde llevé a mi hijo para sacrificarlo al Altísimo, el monte Moria, esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos, de cuyos nombres dejo constancia: Isaac e Ismael. Así pues, ante los jueces declaro que el monte sea legado como sigue…».
Calló en el instante en que sonó el disparo. Cuando cayó al suelo, su mano seguía sujetando fuertemente la tablilla, como si aferrándose a ella se aferrara a la vida.