Jerusalén, viernes, 7.50 h
El coche cruzó la Puerta de Jaffa y se detuvo casi inmediatamente en una pequeña plaza adoquinada donde había un montón de tiendas de recuerdos para turistas y un par de hoteles baratos. A partir de ahí tendría que seguir a pie.
Maggie dio las gracias al conductor, se apeó y contempló el lugar. Ante ella tenía el Centro Sueco de Estudios Cristianos. Cerca se hallaba el Centro de Información Cristiano, y junto a este, el Albergue de la Iglesia de Cristo. Un lejano recuerdo de un pase de diapositivas, durante las clases de geografía con la hermana Frances, afloró en su memoria. Maggie comprendió que había oído hablar tiempo atrás de aquellos lugares. Eran misiones destinadas a convertir a los judíos.
Un poco más allá, todo recto, había lo que parecía una comisaría de policía, con un mástil de comunicaciones de donde sobresalían antenas de todo tipo. Empezó a caminar hacia allí. Denunciaría la desaparición de Uri, les hablaría del tiroteo, y ellos enviarían una patrulla para buscarlo y devolvérselo.
Pero entonces se detuvo en seco. Si lo hacía, tendría que explicar lo del coche robado, por qué los perseguían en plena noche, qué hacía Uri vestido de botones de hotel… Nadie creería una palabra de todo aquello. La policía llamaría inmediatamente al consulado para comprobar su identidad, y le bastó imaginar el resultado de dicha llamada cuando explicaran a Davis, Miller y Sánchez que había pasado la noche con Uri Guttman.
Se quedó inmóvil. Si Uri seguía con vida, necesitaba su ayuda. Pero no había nadie a quien ella pudiera acudir; nadie creería o comprendería lo que ellos habían descubierto. Su única esperanza era la tablilla. Si conseguía encontrarla, hallaría también todas las respuestas: quién estaba detrás de los asesinatos y quién había capturado a Uri. Si la encontrara, tendría con qué negociar. Solo le quedaría decidir la mejor forma de utilizarla.
Miró alrededor e intentó orientarse. Jerusalén le había parecido un lugar muy agobiante desde que había llegado, pero allí, en plena Ciudad Vieja, esa sensación se incrementaba, como si el fervor de la ciudad, su febril historia, quedara amplificado por aquellos muros ancestrales, No le extrañó que hubiera gente que hablara de Jerusalén como de una especie de trastomo mental.
Se acercó a un individuo vestido con sandalias y calcetines que llevaba una enorme cámara al cuello y le preguntó por dónde se iba al Muro de las Lamentaciones. El hombre le señaló un arco situado justo enfrente de la Puerta de Jaffa. Ese, recordó entonces Maggie, era el camino que llevaba al suq.
Bajar por la empinada callejuela con los adoquines desgastados por millones de pies a lo largo de los siglos fue como lanzarse pendiente abajo por una montaña. El mercado le pareció distinto del que había visto veinticuatro horas antes. Todavía era pronto, y todos los puestos y comercios estaban cerrados o tenían las persianas bajadas. En lugar de una multitud de turistas y de gente comprando, solo vio a un muchacho que empujaba un carro y que, de vez en cuando, saltaba encima del neumático que llevaba arrastrando por el suelo atado a una cadena y que le servía de freno improvisado.
Se fijó en los nombres de los comercios, visibles gracias a que no había gente, y le fue fácil imaginarse al viejo Guttman husmeando por allí, entrando en Sadi Barakat Sons, Marchantes Legalmente Autorizados, o en el Oriental Museum, de nombre ostentoso, siempre a la caza de alguna pieza rara y antigua. Cómo debía de haberse estremecido en la tienda de Aweida aquel día…
Pasó ante un hombre que lucía barba y llevaba un vestido negro. ¿Un rabino o un monje ortodoxo griego? No lo sabía, y en aquella ciudad ambas cosas eran posibles. Acercándose desde otra dirección vio a un grupo de niños árabes de unos ocho años y a una anciana que caminaba mientras leía un libro de oraciones, como si no pudiera dejar de orar al divino ni un solo minuto.
Al fin, vio un sencillo indicador en inglés escrito a mano:
HACIA EL MURO DE LAS LAMENTACIONES, una flecha señalaba a la derecha. Lo siguió y bajó por otro tramo de escalones hasta que vio otra señal, esta debidamente pintada y llena de agujeros de bala: ESTÁ ENTRANDO EN LA PLAZA DEL MURO DE LAS LAMENTACIONES.
SE RUEGA A LOS VISITANTES CON MARCAPASOS QUE INFORMEN AL PERSONAL DE SEGURIDAD.
Como en los aeropuertos, había que pasar bajo un detector de metales atendido por unos cuantos agentes israelíes. Antes de dejarla pasar, una mujer policía la cacheó mientras charlaba y bromeaba con sus colegas.
Ante ella se extendía una plaza adoquinada y en pendiente que ya estaba llena de gente. Al fondo se veían las enormes y macizas piedras del Muro de las Lamentaciones. Parecía pertenecer a otro mundo. Sus proporciones no eran humanas: cada bloque tenía casi la altura de una persona, y las plantas que crecían entre sus grietas eran árboles pequeños y formaba parte de un templo que había sido erigido allí dos mil quinientos años antes.
Había gente deambulando por todas partes. Hombres barbudos caminando como si perdieran el tren, otros que sujetaban en la mano su kipá, y unos pocos que sonreían, como si recaudaran dinero para obras de caridad y esperaran que alguien se detuviera a charlar con ellos. Maggie evitó mirarlos directamente pero escuchó cómo respondía un adolescente estadounidense.
– Eh…, Aaron.
– Hola, Aaron. Yo me llamo Levi. ¿Tienes algún sitio donde pasar shabbes esta noche? -Eh…, no sé, puede ser.
– ¿Quieres pasar shabbes con una familia y tomar sopa de pollo como si estuvieras en casa? Tal vez daven un poco en el Kotel…
La última palabra la pronunciaban como «hotel» con la hache aspirada. El chófer también la había empleado: Kotel, el Muro.
Entonces vio con claridad las hileras de sillas de plástico blancas distribuidas frente al Muro. No estaban ordenadas, sino que parecía como si acogieran a una docena de reuniones distintas a la vez. Era una escena de caos espiritual; le recordaba más a una estación de tren que a cualquiera de los santuarios en los que había estado en su vida.
En cierto sector del muro sobresalía una partición que dividía a la multitud. No era gran cosa, se parecía a cualquiera de los tabiques divisorios que su padre podría haber instalado en el jardín. Pero en el lado izquierdo, mirando las piedras gigantes, la multitud era mucho más numerosa. Maggie se acercó para ver qué significaba esa división.
Claro, hombres a la izquierda, mujeres a la derecha. Había un aviso dirigido a las mujeres: ESTÁ ENTRANDO EN UNA ZONA SAGAADA. LAS MUJERES DEBER VESTIR CÓN ADECUADO RECATO.
Pero fue en los hombres en quienes se fijó. Muchos iban envueltos en grandes chales blancos y negros y permanecían de cara al Muro. Algunos se cubrían la cabeza con el chal, como las batas con capucha de los boxeadores, preparados para la pelea; otros llevaban el chal encima de los hombros. Todos se balanceaban adelante y atrás o hacia los lados con los ojos cerrados. Maggie intentó acercarse.
– ¿Es usted judía? -le preguntó una sonriente mujer con pinta de matrona y acento europeo.
– No. He venido para unirme a los rezos de esta buena gente -contestó, imitando el tono que recordaba haber oído en el colegio a la hermana Olivia.
La mujer le señaló el lugar reservado para las mujeres y se marchó.
Maggie se preguntó cuánto tiempo podría permanecer allí antes de que la echaran. Tenía que encontrar el sitio. Vio a un policía armado, se acercó y le preguntó dónde estaban los túneles del Muro de las Lamentaciones. Él le señaló un pequeño arco de entrada, que parecía de construcción reciente, en la pared que discurría perpendicular al Kotel. Fuera había un grupo de unas treinta personas, hombres y mujeres, equipados con botellines de agua y cámaras de vídeo. «Perfecto», se dijo Maggie.
Jugueteando con el móvil para disimular, se unió al grupo. -¡Muy bien! ¡Si son tan amables de prestar atención…!
– Dijo el guía, un joven estadounidense de veintitantos años, con barba y ojos chispeantes. Batió palmas unas cuantas veces y esperó a que la gente se callara-. Estupendo, gracias. Me llamo Josh y vaya ser su guía durante su visita a los túneles del Muro de las Lamentaciones. Si quieren seguirme por aquí, empezaremos ya.
Los guió hasta una cámara subterránea, una especie de bodega cuya forma quedaba determinada por la bóveda del techo. Las piedras eran más grises y frías que las que Maggie había visto por toda la ciudad, y había un zumbido constante de ventiladores que intentaban eliminar el olor a moho.
– Muy bien. ¿Estamos todos? -La voz del guía resonó en los muros-. Vale. Nos hallamos en una sala que el explorador británico Charles Warren bautizó como el Establo de las Mulas, seguramente porque ese era el uso que se le daba antiguamente o porque lo parece.
Se oyeron risas de los que no estaban tomando fotografías con sus cámaras y móviles. Maggie empezó a escudriñar las paredes en busca de cualquier clase de abertura, un lugar donde Shimon Guttman hubiera podido ocultar su preciado tesoro.
– Esto me da la oportunidad de explicar algo del sitio donde nos encontramos -prosiguió el guía-. Ahora estamos muy cerca de la zona conocida como Monte del Templo. Como saben, se trata de un lugar muy especial. Nuestra tradición sostiene que aquí yacía la Piedra Fundacional, a partir de la cual fue creado el mundo hace cinco mil setecientos años. También es conocido como monte Moria, el lugar donde Ha'Chem, el Todopoderoso, ordenó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac. También es aquí donde Jacob descansó la cabeza y soñó con los ángeles volando entre la tierra y el cielo, y donde predijo que se construiría la Casa se Dios.
»Efectivamente, el Templo fue levantado aquí muchos años después, y lo que antes contemplaban, el Kotel, era el muro de contención oeste del templo. ¿De qué templo? Bien, hubo dos, El Primer Templo fue erigido hace casi tres mil años, mientras que el Segundo Templo fue levantado por Ezra unos quinientos años más tarde. Cuando el Segundo Templo fue destruido por los romanos en el año setenta, lo único que quedó en pie fue el Muro de las Lamentaciones.
Maggie permaneció al fondo, examinando todas las grietas de las paredes de piedra gris. «Allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios», había dicho Guttman. ¿Se referiría a algo de aquella sala?
– … mayoría de la gente no se da cuenta de que el enorme muro que acabamos de ver, donde todos acuden a rezar, no es el Muro de las Lamentaciones completo. El original continuaba en dirección norte y tenía cuatro veces la longitud del actual. El problema es que, con el transcurso de los años, la gente ha ido construyendo contra y sobre él, levantando casa sobre casa, cimientos y estructuras de soporte hasta que no ha quedado gran cosa del muro a la vista.
»La buena noticia es que hemos podido excavar un túnel a lo largo de toda la longitud del muro. Ahora es posible ver los distintos niveles históricos y contemplar la belleza del muro en sí, un tesoro que ha permanecido oculto a los ojos del pueblo judío durante al menos dos mil años.
Mientras los hombres de pantalón corto y las mujeres con suéteres se cogían de la mano y exclamaban «¡Oooh!» y «¡Aaah!», Maggie escudriñaba el lugar como si sus ojos fueran el haz de una linterna. ¿Estaría la tablilla de Abraham escondida en alguna parte de aquel lugar? Examinó el suelo preguntándose si habría alguna trampilla, quizá unos escalones que condujeran a un sótano. Sí, pero ¿dónde?
– De acuerdo-dijo el guía-. Vamos a seguir esta pequeña luz que ven aquí y a metemos por el Pasaje Secreto.
Un chico ululó como un fantasma y su hermana canturreó la melodía de En los límites de la realidad.
El grupo avanzó en fila india por un largo corredor de techo bajo y abovedado. Allí no llegaba la luz del sol, la única claridad provenía del anaranjado resplandor de las luces eléctricas empotradas cada cierta distancia a nivel del suelo. Maggie se estremeció con un escalofrío que era resultado de la conmoción" el cansancio y el frío.
El guía volvió a hablar, y su voz se alzó sobre el ruido de pasos. El eco obligó a Maggie a poner toda su atención para oír lo que decía el guía desde su retrasada posición.
– La leyenda dice que el rey David utilizaba este pasadizo para desplazarse sin ser visto desde su palacio, situado al oeste de aquí, hasta el Monte del Templo.
Maggie miró a lo alto y a las paredes. No parecía probable que Guttman hubiera dejado nada allí. ¿Cómo habría podido ocultarlo detrás de una de aquellas piedras? Empezó a preocuparse. Si Guttman había aflojado alguna de aquellas antiguas piedras y ocultado la tablilla detrás, ¿cómo iba a encontrarla? ¿Por dónde empezar?
El guía respondió a una pregunta.
– Por eso me gusta tanto estar aquí, porque puedo tocar las mismas piedras y respirar el mismo aire que nuestros antepasados tocaron y respiraron. A medida que cavamos más profundamente, nos acercamos a las raíces mismas de la vida de los judíos. -Sus ojos eran dos puntos chispeantes-. Aquí podemos tocar nuestras almas. -Hizo una pausa y sonrió ampliamente-. Muy bien, sigamos.
Maggie empezaba a ponerse nerviosa. La luz era demasiado débil para buscar adecuadamente y, si seguía al grupo, las paradas que realizaban eran muy breves. Se acordó de Uri maldiciendo a su padre y sus complicadas adivinanzas. Que los hubiera conducido hasta allí estaba muy bien, pero solo si tenían oportunidad de encontrar la tablilla.
De repente notó algo. Levantó los ojos y vio que un hombre que la estaba mirando apartaba la vista. ¿Acaso había murmurado algo? Se sentía tan cansada que no le habría sorprendido si, en su desesperación, hubiera empezado a pensar en voz alta. N ató que se ponía colorada.
El guía condujo al grupo alrededor de un panel de cristal empotrado en el suelo que permitía ver que estaban pasando por uh puente con el agujero de un pozo justo debajo.
– Esto solo tiene mil trescientos años de antigüedad -explicó, sonriente-. No es el puente original, sino que fue añadido posteriormente por los musulmanes.
Siguieron hasta que llegaron a otra sala abovedada. El olor a moho era más intenso. Según indicó el guía, estaban atravesando una serie de cisternas cuyos arcos soportaban las casas de encima.
– ¿Ven los agujeros del techo? -Todo el mundo miró hacia arriba-. Dejaban caer un cubo a través de ellos y lo subían lleno de agua.
Maggie apenas escuchaba, tenía la atención puesta en dos incongruentes rótulos iluminados que mostraban una lista de nombres de donantes y colaboradores. Recorrió los extranjeros, los Schottenstein y los Zuckerman que habían hecho posibles aquellas excavaciones. Repasó los nombres en busca de un Guttman, de un Ehud Ramon, de un VIadimir o de un Jabotinski, cualquier cosa que pudiera brindarle alguna pista. Aquel lugar era tan grande…, un laberinto de túneles, ¿cómo iba a encontrar algo allí? De repente comprendió perfectamente la exasperación de Uri hacia su padre. ¿Por qué no había sido más explícito?
El guía les indicó que lo siguieran y vieran lo que presentó como el Arco Wilson. Señaló una pequeña abertura a través de la cual pudieron atisbar de nuevo las macizas piedras del Muro de las Lamentaciones, idénticas a las que habían visto en el exterior. Sin embargo, la mayor parte de la vista quedaba tapada por la zona de rezos destinada a las mujeres, llena incluso a esa hora.
Maggie decidió que ya tenía suficiente. Seguir una visita turística no la conduciría hasta la tablilla. Necesitaba llevar a cabo una búsqueda de verdad, y eso significaba a solas. Se fue distanciando del grupo tan discreta y silenciosamente como pudo y se dirigió a la primera salida que encontró.
Se trataba de un tramo de escalera metálica recién instalada que había visto al entrar. Bajó por allí de puntillas para no hacer ruido con los tacones de las botas y evitar que la oyeran. Cuando llegó al fondo, vio un nítido rectángulo que parecía haber sido excavado limpiamente en el suelo. Una especie de piscina para el baño.
Dirígete al oeste, joven, y sigue camino hasta la ciudad modelo, cerca del Mishkan. Allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios.
No había nada en ese lugar que lo relacionara con la pista que Guttman les había dado. Siguió adelante y entró en un espacio más amplio donde había un grupo de operarios trabajando. Se fijó en que eran todos árabes y se acordó de una nota que había leído en el informe previo que comentaba con ironía que los asentamientos judíos de Cisjordania y la barrera de seguridad que tanto odiaban los árabes habían sido construidos precisamente por manos árabes.
Ante ella había una sección recién puesta al descubierto del Muro de las Lamentaciones. Leyó rápidamente el rótulo explicativo: cinco toneladas cada uno, finamente tallado, bordes rematados, uno de ellos más largo que un autobús, quinientas setenta toneladas de peso, más que un Boeing 747 con equipajes y pasaje. «¡Mierda!» ¿Cuándo encontraría algo que tuviera sentido?
Buscó una abertura. Solo había una, de modo que se metió por ella y se encontró en un estrecho camino en uno de cuyos lados había un enorme arco que había sido rellenado y taponado con material de derribo. Junto a él había un rótulo donde se leía Warren's Cate."
Dio gracias a Dios. Después de todo, Guttman no los había engañado. ¿Acaso una de sus pistas no mencionaba «el camino de antiguos barrios»? Tanto ella como Uri habían interpretado que hablaba del entramado de los antiguos túneles, pero Guttman había sido aún más astuto. Se refería a aquel lugar en concreto. Y allí estaba ella.
Miró arriba, abajo y a los lados, confiada en que el escondite de la tablilla se le haría evidente en cualquier momento. Sin embargo, lo único que veía era una pared de piedra y ladrillo, y cada pieza parecía maciza y bien sujeta. Empezó a dar golpes y a empujar aquí y allá con la esperanza de descubrir algún ladrillo suelto que pudiera retirar con facilidad. Ninguno cedió.
Con la confianza por los suelos, Maggie se dejó caer de rodillas. Decidió que trabajaría metódicamente, empezando desde abajo. Buscó, escarbó y arañó hasta pelarse las yemas de los dedos y fue subiendo de hilera de ladrillos en hilera. Nada.
Se levantó y contempló el muro de enfrente. Quizá el escondite estuviera allí. Lo recorrió de arriba abajo con la mirada, se preguntaba dónde diantre lo habría escondido Guttmano
Entonces vio al hombre.
El mismo hombre del grupo de turistas con quien había cruzado una mirada, solo que en ese momento estaba solo, en el otro extremo de aquel estrecho camino. Maggie no se sintió avergonzada, simplemente lo reconoció.
Era un rostro que había visto anteriormente, pero ¿dónde?
Su mente estaba tan embotada por el cansancio que situar un recuerdo le producía la sensación de estar vadeando aguas profundas. Era reciente, eso sí lo sabía, de los últimos días. ¿Lo había visto en el hotel, en el consulado? No. Se acordó de repente. No fue en ninguno de esos sitios.
Fue en la discoteca de Tel Aviv donde ella y Uri localizaron al hijo de Baruch Kishon. Maggie lo vio en la entrada, al poco de llegar. Incluso estuvo a punto de sonreírle con simpatía porque le pareció otro treintañero fuera de lugar en un local rebosante de flexibles y guapos adolescentes. La había seguido entonces y la estaba siguiendo en ese momento.
No cabía duda de sus intenciones: fuera lo que fuese lo que ella descubriera, él querría arrebatárselo para entregarlo a Dios sabía quién, seguramente a los mismos hombres que habían matado a la madre de Uri, a Kishon, a Aweida y puede que incluso a Uri. Los hombres que sin duda harían lo mismo con ella, en ese preciso lugar e instante, en esas catacumbas de secretos milenarios.