Capitulo 36

Lago Lemán, Suiza, el lunes anterior

Oficialmente, se suponía que Baruch Kishon odiaba Europa. Como ideólogo conservador que llevaba cuatro décadas dedicado a escribir punzantes columnas en la prensa israelí, se había ganado la vida fustigando a los pusilánimes apaciguadores del Viejo Mundo y comparándolos siempre desfavorablemente con los recios campeones de la libertad del Nuevo Mundo. Mientras los estadounidenses sabían diferenciar el bien del mal, los europeos -los franceses eran los peores, pero los ingleses no se quedaban atrás- se hincaban de rodillas cada vez que cualquier dictador bigotudo subía al poder. Se habían desmoronado ante Hitler, encogido ante Saddam y en ese momento estaban dispuestos -mejor dicho, impacientes- a quitarse de encima a Israel del mismo modo que habían hecho con los judíos en los años treinta. En ellos era algo congénito. Kishon lo había escrito en más de una ocasión. La Unión Europea no necesitaba un lema, afirmaba recientemente en una de sus columnas, le bastaba con una palabra: «rendición».

Sin embargo, Baruch Kishon tenía un secreto inconfesable, común entre muchos de los israelíes que compartían su inflexible orientación política. Por mucho que odiase todo lo que Europa representaba, el lugar le encantaba. No se cansaba nunca de las terrazas de los cafés parisinos, con sus café au laít y sus croíssants; el esplendor de los Ufizzi o de la plaza de San Pedro; los teatros del West End londinense y las tiendas de Bond Street. Después del caos, la tosquedad, el polvo y la suciedad de Israel, resultaba un alivio llegar a un lugar que no solo era más fresco, sino también más tranquilo y sereno; un lugar donde las colas del autobús no se convertían en algaradas y donde los trenes llegaban puntualmente.

y en ningún otro lugar del mundo sentía aquello tan intensamente como en Suiza, donde podías comer en el andén de una estación y poner en hora el reloj viendo llegar los trenes. Por eso sintió esa alegría cuando Guttman mencionó Ginebra en aquel largo y confuso monólogo que le largó por teléfono el sábado anterior. Kishon se daba cuenta de que aquella tal vez había sido la última llamada del profesor.

Él y Guttman hablaban con frecuencia. Decir que eran periodista y fuente habría sido describir demasiado someramente su relación. Sus respectivos papeles se habían desdibujado más que eso: eran colegas de conspiración, almas gemelas del campo nacionalista cuya principal preocupación era siempre cómo servir mejor a la causa. Si Kishon conseguía de paso un buen artículo, y Guttman un poco más de publicidad, tanto mejor. Por encima de todo, su objetivo era la soberanía del pueblo judío sobre el que históricamente constituía su hogar: la Tierra de Israel.

No le sorprendió especialmente que Guttman lo llamara el sábado por la tarde. Aquella noche Yariv iba a celebrar su gran manifestación en favor de la paz. Que la derecha planeara su contraataque era lo normal.

Pero no era de eso de lo que Guttman quería hablarle. Empezó a parlotear como una quinceañera sobre algo que acababa de descubrir, algo que iba a cambiarlo todo. Las palabras brotaban atropelladamente: calles del mercado de Jerusalén, escritura cuneiforme, tablillas de arcilla, alguien llamado Afif Aweida y, algo increíble, las últimas palabras de Abraham. Bueno, no sus últimas palabras, sino su última voluntad.

– ¿Me estás diciendo que Abraham decidió quién debía heredar el monte Moria, si Isaac o Ismael, si nosotros o los musulmanes? -había balbuceado Kishon a través del teléfono-. ¿Y que tienes la prueba? ¿Dónde está?

Llegado a ese punto, Guttman parecía casi histérico, dijo que tenían que planear cómo resolver aquello, que debían ser ellos, la derecha, quien revelara al mundo aquel hallazgo. ¡Sería su momento de gloria!

Kishon se había preguntado si su amigo deliraba.

– Pero primero tenemos que decírselo a Kobi -añadió

Guttman. -¿A Kobi?

– Sí, al primer ministro.

– Oye, ¿has estado fumando la mierda esa de tu hijo o qué?

No, no, insistió Guttman. Estaba perfectamente. Cuando Kishon le preguntó dónde se encontraba la tablilla, Guttman empezó a jadear y le dijo que había organizado una reunión con alguien en Ginebra y que allí estaría a salvo. Luego, cuando Kishon le presionó para que le diera más detalles, se lo quitó de encima diciendo que tenía que ir a la manifestación, que se reunirían más tarde y entonces le daría todos los detalles y planearían una estrategia.

Unas cuantas horas después, mientras Kishon cenaba en uno de sus locales favoritos, un restaurante francés en las afueras de Ibn Gvirol, a la espera de que Guttman apareciera, lo llamaron del periódico. Guttman estaba muerto, lo habían abatido durante la manifestación.

Lo dejó todo y salió corriendo hacia la redacción para escribir una columna crucificando a Yaakov Yariv por haber creado el caldo de cultivo que había hecho inevitable aquel asesinato. Una vez terminada, escribió un sentido artículo en homenaje a su difunto amigo, Shimon Guttman.

Pero al día siguiente, cuando empezó a saberse que Guttman no iba armado, que había intentado acercarse al primer ministro para entregarle una nota, Kishon empezó a hacerse preguntas. La febril llamada de su amigo podía deberse a los desvaríos de un hombre que había perdido la chaveta, como lo demostraba su intento de atentar contra el primer ministro en plan kamikaze. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que estuviera en sus cabales y que su intento de llegar hasta el estrado únicamente evidenciara la seriedad de su propósito. Kishon sopesó lo que sabía de Guttman, los años que habían pasado juntos, la combinación de astucia táctica y erudición académica del profesor, el hecho de que se hubiera expresado con total coherencia en su última conversación… sopesó todo aquello y llegó a la conclusión de que Guttman merecía que confiara eh él tanto en la muerte como en la vida. Estaba claro que había realizado un descubrimiento de suma importancia, y que a él, su amigo, le correspondía la tarea de averiguar qué era y darlo a conocer al mundo. Sería su último acto de amistad. Además, si lo que Guttman le había dicho por teléfono era cierto, podía convertirse en el sueño de cualquier periodista: la noticia del siglo.

Intentó reunir los pocos elementos que recordaba de la llamada telefónica. Miró lo que había anotado y, para su irritación, vio que solo tenía escritas dos palabras, el nombre de un marchante de antigüedades de Jerusalén a quien no conocía:

Afif Aweida. Había dado por hecho que Guttman le daría los demás detalles cuando se encontraran y no se había molestado en anotarlos. Por lo tanto, no le quedaba más remedio que reunirlos de memoria: antigüedades robadas, tablilla de arcilla, Ginebra, monte Moria, el testamento de Abraham.

Pensó en localizar a Aweida, pero lo descartó. Si conocía bien a su amigo y sus métodos, el marchante seguramente no tenía ni idea de qué le había vendido. De otro modo, el profesor no se la habría podido permitir. No. Mejor sería empezar por Ginebra, que era uno de los centros mundiales del mercado internacional de antigüedades. Hubo una época en que todo pasaba por allí. Los suizos interpretaban literalmente el principio de «nema dat quod non habet» (‹No se puede dar lo que no se tiene›) en la creencia de que, si alguien vendía algo, tenía que ser su legítimo dueño. Eso significaba que un objeto comprado en Suiza era considerado legítimo de modo automático y no se hacían más preguntas. Poco importaba cómo hubiera llegado hasta allí; una vez salía de Suiza, su origen se consideraba legal. No era de extrañar que el país se hubiera convertido en la lavandería mundial del mercado de objetos de arte robados. Kishon reservó un billete por intemet y el domingo por la noche ya estaba allí.

No sin cierta presunción, se dijo que la mayoría de los periodistas habrían ido directamente a cualquiera de los almacenes fuertemente blindados que servían de lugar de venta para aquellos antiguos objetos. Sin embargo, él sabía que Guttman no pretendía vender su tablilla. Lo que le interesaba era su impacto político. Eso sí se lo había dicho por teléfono.

y lo único que podía significar era que el profesor pensaba ir a Ginebra no para que le valoraran la tablilla, sino para que la autenticaran. Guttman no podría presentarla ante el mundo -«¡He aquí la prueba de que Abraham legó Jerusalén a los judíos!»- a menos que tuviera la plena certeza de que era verdadera. Había demasiado en juego para correr el riesgo de equivocarse. Así pues, Kishon había introducido en Google las palabras «cuneiforme», «Ginebra» y. «experto» y había conseguido un nombre: el profesor Olivier Schultheis.

Estaría allí en unos diez minutos. No se había molestado en llamar por adelantado porque no quería dar la oportunidad de que le dijeran que no. Mejor sería presentarse personalmente y, si era necesario, meter el pie en el quicio de la puerta.

Además, aquellas impecables autopistas formaban parte del placer del viaje. Nada que ver con el congestionado frenesí de la autopista Jerusalén- Tel Aviv. Pero ¿qué era eso? ¿Un coche en su carril, detrás de él, haciéndole luces?

Kishon se apartó al carril más lento del centro, pero el conductor del BMW negro cambió de carril con él y se pegó a su parachoques. Kishon volvió a poner el intermitente y se metió en el de la derecha. Sin embargo, el BMW no se despegó. Kishon tocó el claxon, apremiando al conductor a que lo adelantara, pero consiguió el efecto contrario: al instante notó que el BMW establecía contacto con su parachoques.

Pegó otro bocinazo. «Apártate.» El BMW lo golpeó por detrás. Kishon miró por el retrovisor y luego volvió la vista al frente. Si quería escapar de aquel psicópata, tendría que salir en el siguiente desvío.

Era una pequeña carretera de montaña, y Kishon tuvo que tomar la curva bruscamente y frenar, pero se las apañó. Con gran alivio, se vio en una estrecha y serpenteante carretera de un solo carril. Seguiría por allí un poco más y después volvería a la autopista.

Pero entonces la vio: la negra forma se agrandaba en el retrovisor y lanzaba ráfagas con los faros. El BMW volvía a la carga. Kishon intentó mantener la calma. Tal vez no fuera un coche que se dedicaba a perseguirlo, quizá fuera un vehículo oficial que intentaba que se detuviera. ¿Había hecho algo mal? ¿Tenía alguna luz fundida? Se detendría.

Pero no había arcén, solo gravilla y piedras a un lado de la carretera y un precipicio de montaña. No obstante, aminoró la marcha, pero el BMW no pareció entender el mensaje.

Kishon apretó el claxon, un largo y prolongado aullido. El BMW aceleró y lo golpeó con fuerza. El cuello le dio un latigazo. Kishon perdió momentáneamente el control del volante. Oyó que los neumáticos pisaban la grava del borde de la carretera. Mientras volvía al asfalto, el BMW lo embistió de nuevo y, bruscamente, se situó junto a él.

Miró a su izquierda, pero los vidrios del BMW eran negros.

Entonces fue embestido de costado. Desde la ventanilla vio claramente la caída en vertical. Un poco más adelante, la carretera giraba en una horquilla. Kishon se dio cuenta de que necesitaría espacio para tomar una curva tan cerrada, pero el BMW no parecía dispuesto a retroceder ni a adelantarlo. Intentó detenerse, pero el BMW lo embistió de nuevo.

Su única posibilidad era acelerar y librarse de él. Lo intentó al acercarse a la curva, apretó el acelerador justo antes del giro. Pero cogió demasiada velocidad, y el BMW lo empujó con más fuerza que nunca. La suficiente para que los neumáticos derechos rozaran el vacío. Giró el volante desesperadamente para devolver el coche a la carretera, pero notó que las ruedas no agarraban: giraban en el aire.

Sintió la ingravidez mientras su coche caía casi grácilmente por el borde del precipicio durante cinco, seis o puede que hasta siete segundos antes de golpear contra los primeros peñascos. El impacto le partió la columna y casi le arrancó la cabeza. Cuando la policía de tráfico descubrió el coche siniestrado, dos horas más tarde, dedicó toda la noche a rastrear la zona a la luz de los focos, hasta que por fin encontró los últimos fragmentos de carne y huesos de Baruch Kishon y se dio por satisfecha.

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