Jerusalén, martes, 20.45 h
Amir Tal llamó a la puerta con dos rápidos golpes de los nudillos y, sin esperar respuesta, entró en el despacho del primer ministro. El sillón de Yaakov Yariv estaba vuelto de espaldas a la puerta, y Tal solo pudo ver la coronilla rodeada de blancos cabellos. Como en otras ocasiones, se preguntó si el anciano estaría echando una cabezada.
– Rosh Ha'memshalah?
El sillón giró al instante: el primer ministro estaba despierto y alerta. Aun así, Tal se fijó en que no tenía la pluma en la mano y que en la mesa no había ningún documento a medio terminar. De hecho, nada evidenciaba que no hubiera estado dormido. Sin duda un truco que había aprendido en el ejército.
– Señor, tengo noticias importantes. Los técnicos dicen que han conseguido recuperar el texto de la nota que dejó Guttman. La han limpiado de sangre y restos de tejidos hasta conseguir que sea legible. El laboratorio enviará el resultado dentro de unos minutos.
– ¿Quién más sabe algo de esto?
– Nadie más, señor.
Volvieron a llamar a la puerta. El viceprimer ministro. -He oído que tenemos noticias. ¿Del laboratorio?
Yariv lanzó a Tal una mirada fatigada.
– Convoca una reunión aquí para dentro de quince minutos. Ah, y será mejor que venga también Ben Ari.
El primer ministro sacó del cajón de su mesa el texto en el que había estado trabajando las últimas veinticuatro horas. Era un borrador preparado en la Casa Blanca y llevaba anotaciones de puño y letra del presidente. Llevaban tanto tiempo trabajando en aquello que Yariv podía reconocer al instante aquella pequeña y retorcida caligrafía. El presidente había resumido los puntos en los que estaban de acuerdo y las diferencias que subsistían. Yariv no tenía más remedio que admitir que era un trabajo brillante; había enfatizado hábilmente las primeras y resumido tan concisamente las segundas que apenas ocupaban unas pocas palabras. Yariv suspiró al pensar que seguramente, a ojos de la mayoría de los extranjeros, aquellas breves frases -algunas de las cuales se referían a franjas de terreno de no más de dos metros de ancho y que ambos bandos se disputaban con encono- parecían simples cuestiones de detalle, asuntos técnicos que podían resolverse con dos equipos de abogados. Sin embargo, Yariv sabía que cada una de ellas podía representar para su pueblo la diferencia entre la tan anhelada serenidad y una nueva generación sumida en la sangre y el llanto.
Cuando oyó que Tal y los demás regresaban, guardó el documento en el cajón y sacó una bolsa de garinim, las pipas saladas que se habían convertido en su sello personal. Ninguno de los miembros de su gabinete había visto el documento presidencial. Y no lo harían hasta que él y su equivalente palestino hubieran manifestado su conformidad en cuanto al texto. No tenía sentido enfrentarse a una revuelta en el seno de su gabinete por un acuerdo de paz que estaba por definir. Más valía reservarse para el texto definitivo. Hizo un gesto a Tal para que diera comienzo la reunión.
– Caballeros, nuestros científicos de Mazap, el departamento de Identificación Criminal, han trabajado sin descanso para poder desentrañar a través de las manchas de sangre y tejido, el mensaje que Guttman deseaba hacer llegar al primer ministro. Nos advierten de que esta versión es provisional, y sujeta a las pruebas finales que…
El ministro de Defensa, Yossi Ben-Ari, carraspeó y empezó a juguetear con la kipá que llevaba en la cabeza. Estaba hecha de croché, señal de que Ari además de ser un hombre religioso provenía de una de las tribus específicas de Israel: un sionista religioso. Nada que ver con él los trajes negros y las camisas blancas que constituían el uniforme de los ultraortodoxos, la mayoría de ellos indiferentes, cuando no declaradamente hostiles, a la idea de un Estado laico. Al contrario, Ben-Ari era un israelí moderno y un nacionalista furibundo, el líder de un partido convencido de que Israel debía tener necesariamente las fronteras más amplias posibles. Guttman lo había acusado de traición solo por formar parte del gabinete de Yariv, y lo mismo habían hecho los que representaban al sector duro de la política de asentamientos. Sin embargo, Ben-Ari estaba convencido de que realizaba una labor patriótica y vital al actuar como el freno que evitaría que Yariv, según sus palabras, «vendiera los derechos de nacimiento del pueblo judío a cambio de un plato de lentejas». Él impediría que el primer ministro cediera tierras demasiado importantes históricamente para ser entregadas; o al menos conseguiría que fueran las mínimas posibles. Y si finalmente Yariv iba demasiado lejos, Ben-Ari retiraría su apoyo al gobierno y desmontaría la débil coalición que popularmente se conocía como el «gobierno de desunión nacional». Eso le concedía un gran poder de veto, aunque dicho poder tenía un precio: el día que lo ejerciera, Ben-Ari sería considerado dentro y fuera de Israel, entonces y siempre, la persona que había hecho imposible la paz.
Tal observó los gestos, comprendió lo que significaban y fue al grano.
– Resulta que esto es más que una nota. Es una carta. Guttman llenó las dos caras de un folio con una letra pequeña y enrevesada. Por eso nuestros técnicos han tardado tanto en descifrar su contenido. Se la voy a leer: «Mi querido Kobi: He sido tu adversario durante más tiempo del que fui tu camarada de armas. He dicho cosas duras y desagradables de ti, y tú de mí. Tienes buenas razones para no fiarte de mí. Tal vez por eso todos mis intentos de ponerme en contacto contigo han sido bloqueados. Esa es la razón de que esta noche me haya decidido a tomar una medida tan desesperada. No puedo correr el riesgo de entregar esta carta a un miembro de tu personal y que acabe en la papelera. Perdóname por ello. Te escribo porque he visto algo ante lo que no puedo cerrar los ojos. Si vieras lo que yo he visto, lo entenderías. Cambiarías profundamente y cambiaría también lo que te propones hacer. He considerado la idea de compartir este conocimiento con el gran público a través de los medios de comunicación, pero creo que tienes derecho a conocerlo antes. Así pues, he intentado mantener el asunto en secreto, un secreto tan poderoso que cambiará el curso de la historia, que dará una nueva forma a este rincón del mundo y, por ende, al mundo entero. Kobi, a pesar de lo que hayas visto de mí en la televisión, no soy ningún perturbado. Puede que en ocasiones haya exagerado por cuestiones políticas, pero ahora no exagero. Este secreto hace que tema por mi vida. El conocimiento que encierra es eterno y al mismo tiempo, visto a la luz de todo lo que estás haciendo, sumamente urgente. No me des la espalda, no me rechaces. Escucha lo que tengo que decirte. Te lo contaré todo, no te ocultaré nada. Pero solo te lo diré a ti. Cuando me hayas escuchado, comprenderás. Temblarás, como yo he temblado, como si el mismísimo Dios hubiera hablado contigo. Mi número está un poco más abajo. Por favor, llámame esta noche, por nuestro pacto. Shimon».
Tal dejó el papel en la mesa sin hacer ruido; era consciente de que una nueva atmósfera se había apoderado de la sala, y no deseaba alterarla con un movimiento brusco. Se fijó en que el viceprimer ministro y el ministro de Defensa cruzaban una mirada. No se sentía capaz de mirar a los ojos a su jefe y comprendió que no tenía la menor idea de cómo reaccionaría el primer ministro. El silencio se prolongó.
– Está claro que había perdido la chaveta -dijo por fin el viceprimer ministro, Avram Mossek-. Es un caso grave del síndrome de Jerusalén.
El término hacía referencia a una enfermedad; los psiquiatras lo aplicaban a aquellos cuya mente se había trastornado por el influjo de la Ciudad Santa. Se los podía ver desde la vía Dolorosa hasta los callejones del barrio judío, casi siempre hombres y casi siempre jóvenes, con barba, con sandalias y con la mirada extraviada propia de aquellos que están convencidos de que pueden escuchar las voces de los ángeles.
Ben-Ari hizo caso omiso del comentario. No era el momento de defender el fervor religioso.
– ¿Puedo verlo?-preguntó a Tal, señalando el documento con la cabeza. Sus ojos lo examinaron-. No parece de Guttman, No era un hombre especialmente religioso. Nacionalista desde luego pero no religioso. Sin embargo, aquí nos da a entender que el mismísimo Dios ha hablado con él. Además, cita la liturgia Rosh Hazaña: «No me des la espalda, no me rechaces». No lo diría tan crudamente como Mossek, pero es posible que Guttman no estuviera en sus cabales.
Todos miraron al primer ministro, a la espera de su veredicto. Una sola palabra, un solo gesto, y el asunto quedaría olvidado. Pero se limitó a romper una pipa salada con los dientes y a masticar su contenido mientras examinaba la copia del texto que Talle había entregado.
Como de costumbre, a su ayudante ese silencio le pareció incómodo y quiso llenarlo.
– Hay algo curioso: dice que ha «intentado» mantener ese conocimiento en secreto. Eso apunta la posibilidad de que no lo haya conseguido. Si vamos a seguir adelante con este asunto, tendremos que averiguar con quién más habló Guttman: amigos, familiares, colegas… Tal vez, pesar de lo que dice sobre los medios de comunicación, también lo hizo con algún periodista de extrema derecha. No hay duda de que conocía a unos cuantos. Segundo: eso de que temía por su vida puede repercutimos negativamente. Si la derecha tuviera acceso a este texto, vería confirmadas sus teorías sobre una conspiración: el hombre que nosotros insistimos en que fue abatido por accidente temía por su vida. Tercero: todo esto gira en tomo al proceso de paz, «a la luz de todo lo que estás haciendo», dice, y añade que usted, primer ministro, temblaría si supiera lo que él sabe. Lo cual implica que está usted cometiendo un terrible error y que no debe seguir por ese camino.
– Guttman se oponía al proceso de paz. Menuda sorpresa…
– dijo Mossek en tono cortante.
Yariv alzó la mano y se inclinó hacia delante.
– Estas palabras no son las de un demente. Son urgentes, son apasionadas, sí, pero no son incoherentes. Y tampoco es la carta de un mártir, a pesar de la premonición de su propia muerte. Si lo fuera, habría hablado clara y abiertamente de la traición que supone ceder territorios y todo lo demás. Habría construido un texto que fuera una arenga para los suyos. Esto es demasiado… -hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada- enigmático. No. Creo que este texto es justo lo que él dice que es: la carta de un hombre desesperado por decirme algo.
»Nuestra tarea ahora es aseguramos de que nadie suelta una palabra del contenido de esta carta. Amir declarará que los resultados del laboratorio no han sido concluyentes y que no ha podido sacarse nada en claro. Si se filtra ni que sea una sílaba de este texto, os pondré de patitas en la calle y haré que os sustituya vuestro peor rival en el partido.
Mossek y Ben-Ari se echaron atrás, asustados por aquella repentina muestra de suspicacia que ambos interpretaron como un arranque de mal genio.
– y Amir, aquí presente -prosiguió Yariv-, dirá a la prensa que desvelasteis un secreto crucial al enemigo durante las negociaciones de paz. Dejaremos que la prensa decida si fue por malicia o incompetencia. Entretanto, Amir, está claro que Shimon Guttman guardaba un secreto por el que estaba dispuesto a arriesgar la vida. Tu tarea consistirá en averiguar de qué se trataba.