Jerusalén, viernes, 6. 15 h
Permaneció muy quieta, temerosa incluso del sonido de su respiración. Tenía los músculos rígidos y le temblaba el rostro. Notó que las lágrimas le corrían por la mejillas, pero su instinto de conservación tomó el control y la obligó a no hacer ningún movimiento para que nadie oyera ni el crujido de una piedra bajo sus pies.
Pasaron segundos que se alargaron en minutos; tenía los ojos cerrados para concentrarse en lo que oía. En los instantes inmediatos al disparo, mientras repasaba la situación de memoria, había oído un golpe sordo y el ruido de pasos; luego, al cabo de unos minutos, el sonido de una puerta al cerrarse y de un coche que se alejaba a toda velocidad.
Entonces había rezado, y seguía rezando en ese momento, para oír algo más, el sonido de sus pasos acercándose, quizá, o de su voz llamándola desde la carretera. La voz de su cabeza se dirigía a Dios, al Padre en quien decía no creer ya, el Dios al que había abandonado en el colegio de monjas. A él le suplicó: «Por favor, por favor, me hagas lo que me hagas a mí, no dejes que él muera. Por favor, Dios, déjalo vivir».
¿Cómo lo había permitido? ¿Cómo había aceptado que ella saldría la primera? ¿Cómo podía haber sido tan egoísta y estúpida? Naturalmente, no había ningún plan. Uri simplemente había querido salvarle la vida, que saliera del coche y escapara. Sus perseguidores apuntarían sus armas contra él mientras ella se arrastraba y salvaba el pellejo. Se imaginó su cuerpo, inmóvil y ensangrentado en el asfalto, y toda ella se estremeció. Sabía que debía permanecer en silencio, pero no pudo: lloraba por el hombre al que había estrechado entre sus brazos pocas horas antes, lleno de vida. Lo había abrazado y acababa de perderlo.
A pesar de todo, no se movió. Su instinto de supervivencia la empujaba a permanecer allí, en aquel saliente, fuera de la vista de la carretera. Le daba miedo que hubiera trampa: ¿y si salía de su escondite y se encontraba con los hombres que habían abatido a Uri esperándola? Tal vez el ruido del coche alejándose era fruto de su imaginación. Estaba tan cansada que la cabeza le daba vueltas. Así pues, se quedó donde estaba, con el rostro bañado por las lágrimas que no era capaz de contener.
Por fin, con una mueca de dolor por cualquier ruido que pudiera hacer, dio un paso. Y después otro. Y otro, hasta que tuvo una vista limitada de la carretera. No vio nada raro.
Caminó un poco más hasta llegar al borde del saliente. A sus pies se extendía la parda ladera rocosa de la colina. Si había alguien en la carretera, sin duda podría verla. De todas maneras, ella no vio nada hasta que pasó un coche blanco. Se agachó, y el vehículo siguió adelante.
Silencio. Al cabo de un rato, volvió a asomarse y a mirar alrededor. En la carretera no había nadie, y tampoco en el mirador; ningún coche, ni siquiera el Mercedes en el que habían llegado. Pero, por encima de todo, no había ni rastro de Uri.
Maggie no sabía cómo sentirse. Suspiró con alivio al comprobar que no había ningún cadáver. ¿Cabía la posibilidad de que Uri hubiera logrado escapar, de que el sonido que había oído fuera Uri encontrando abrigo y seguridad?
Sabía que eso no tenía sentido. Él habría vuelto a buscarla.
Sabía qué era lo más probable, y su mente le brindó las imágenes: hombres enmascarados recogiendo el cuerpo sin vida de Uri, el uno por los brazos, el otro por los tobillos, metiéndolo en el maletero del Mercedes y alejándose.
Trepó al mirador y examinó el terreno. Distinguió huellas de neumáticos, pero no le sirvieron de gran cosa. No era detective; no sabía qué estaba buscando.
Maggie dio la espalda a la carretera y se dio cuenta entonces de lo bonita que era la vista. El cielo era de un color azul pálido, y el sol brillaba ya con fuerza suficiente para iluminar el arenoso y quebradizo paisaje: colinas escalonadas en terrazas salpicadas de solitarios olivos. Aquellos árboles robustos, discretos, en cierto modo pertinaces, le hicieron pensar en hombres bajitos y curtidos, duros e impacientes.
Algo en aquel paisaje fortaleció su determinación: encontraría aquella condenada tablilla aunque fuera lo último que hiciera en este mundo. Lo haría por Uri, y también por su padre y su madre. Fueran quienes fuesen los que le habían hecho aquello, a él y a su familia, no se saldrían con la suya. Ella lo impediría: encontraría lo que ellos no querían que encontrara y, de paso, los delataría públicamente. Sí, había que salvar el proceso de paz, y sí, necesitaba limpiar su buen nombre, pero en esos momentos aquellos objetivos pasaron a un segundo plano. Lo haría por Uri.
Entonces lo oyó. Débilmente al principio. Como la primera vez, le impactó la belleza de la melodía, una hipnótica serie de notas. Sonaba un poco más fuerte y se dio cuenta de que no se trataba de una grabación ni de la radio de un coche, sino de voces humanas cantando y cuyo sonido era arrastrado por la brisa. Caminó hasta el borde del saliente y vio que el precipicio era menos abrupto de lo que había creído; formaba una pendiente regular. Tendría que dar un salto de menos de un metro y, a partir de ahí, descender lentamente por la ladera.
Saltó, dando gracias a Orli por llevar esas botas en lugar de los zapatos que había dejado en el apartamento de la ex novia de Uri. Aun así, no iba equipada para aquello. Mientras avanzaba hacia las voces, patinó con el pie derecho y se torció el tobillo. Un poco más abajo, se arañó el brazo con unos cardos mientras braceaba en el aire para no perder el equilibrio.
A pesar de todo, no tardó en descender desde la carretera hasta la llanura que se extendía ante ella. Y vio de dónde procedían los cánticos, que en ese momento se habían convertido en unos coros mucho más toscos, una especie de himno futbolístico cantado por una multitud que se balanceaba al unísono.
Hinei ma'tov u'ma'naim, shevet achim gam yachad…
Eran los de Brazos alrededor de Jerusalén, que seguían con su protesta. Nunca en su vida Maggie se había alegrado tanto de toparse con una manifestación, nunca había sentido tanto agradecimiento por la tenacidad de los manifestantes al mantener sus reivindicaciones las veinticuatro horas del día, tal como habían prometido. Incluso a esa hora, justo cuando acababa de amanecer, ya había un grupo de activistas cogidos de la mano al pie de la colina. Maggie no tenía ni idea de por qué habían elegido aquel lugar como límite de Jerusalén, pero se alegraba de que lo hubieran hecho.
– ¿Es usted periodista? -le preguntó una mujer que llevaba unas gafas grandes y tendía los brazos, por un lado, a una quinceañera que seguramente era su hija, y por el otro a un hombre de la edad de Maggie con aspecto de rabino.
– Oh, no. Estoy de visita -contestó, casi sin pensar y exagerando el acento irlandés.
– ¿Cómo, una turista?-Sonó como si hubiera dicho «turrista».
– No exactamente, señora. Más bien soy peregrina. -Era una mala imitación de las monjas de su infancia, pero confió en que funcionaría.
– ¿Va a Belén?-preguntó la mujer con incredulidad-. ¿Pretende ir caminando hasta Belén?
– ¡Oh, no, Dios me libre!
El rabino había dejado de cantar y se unió a la conversación. -¿Necesita llegar a Belén? -preguntó, situándose como si se dispusiera a indicarle la dirección.
– No. La verdad es que me dirijo a Jerusalén y me temo que me han hecho una jugarreta.
– ¿Una jugarreta?
– Sí, un taxista. Dijo que me llevaría, pero se detuvo en un mirador de la carretera -señaló el lugar desde donde había descendido- para que contemplara la vista. Entonces, nada más bajarme del taxi, se largó con mi abrigo y lo demás.
– ¿Ese taxista era judío?
Maggie no supo qué contestar. ¿Cuál era la respuesta adecuada? ¿Sería un insulto acusar a un judío de semejante perfidia? ¿Considerarían una enorme traición haber cogido un taxista palestino?
– Pues no se lo pregunté. Creo que he pecado de ingenua.
No sé, creí que estando en Tierra Santa…
– Dígame, señorita -el rabino se abrió paso en el círculo-, ¿adónde necesita ir?
– Por favor, no quisiera importunar a un hombre de Dios como usted.
– No me importuna, de verdad. Tenemos un chófer.-Y antes de que Maggie pudiera decir algo más, sacó un walkie-talkie y dijo-: Avram… Bo rega. -Luego se volvió hacia Maggie e hizo un gesto de asentimiento, como si dijera «No se preocupe, está todo controlado».
Al cabo de un momento llegó un coche, un robusto todoterreno cubierto de barro. Maggie lo contempló y llegó a la conclusión de que aquellos manifestantes estaban muy bien organizados. No le sorprendía que tuvieran a mano unos cuantos vehículos como aquellos patrullando los frentes de Brazos alrededor de Jerusalén y de todas las manifestaciones en contra de Yariv. Si lo que había oído era cierto, buena parte de los fondos de los que disponían les habían llegado de Estados Unidos a través de los cristianos evangélicos. Una vez más, se dio cuenta de que, aunque la situación se tranquilizase y las partes volvieran a sentarse a la mesa de negociaciones, los partidarios de la paz todavía tendrían que superar gravísimos escollos.
Maggie dio las gracias al rabino y subió al coche. Un hombre corpulento y moreno, de brazos fuertes y bronceados, iba sentado al volante. La miró y alzó una ceja a modo de pregunta. -¿Podría llevarme a la Ciudad Vieja, por favor?
En cuestión de minutos volvían a estar en la carretera, recorriendo en sentido inverso el trayecto que había hecho al amanecer con Uri, subiendo por la montaña hacia el centro de la ciudad. Notó que se le tapaban los oídos.
En ese momento el tráfico era más denso, aunque no tanto como en hora punta.
– El sabbat, el sabbat -dijo el chófer señalando el exterior por la ventanilla.
La ciudad se estaba vaciando para el sabbat, que empezaría con la oscuridad de la noche.
Cuando el coche subió por la calle Hativat Yerushalayim, no tardó en ver el largo y macizo muro que establecía los lindes de la Ciudad Vieja. Pero apenas lo veía; tenía la mirada perdida en la distancia, pensando en lo que podría haberle pasado a Uri. ¿Habría recibido un balazo solo para que ella pudiera escapar? El peso que sentía en el pecho y el pánico, casi pudieron con ella: otro error, otra traición. Furiosa, intentó canalizar sus emociones y convertirlas en férrea determinación: encontraría a la gente que había disparado contra Uri, y lo haría hallando la tablilla. Intuyó que se estaba acercando. El testamento de Abraham no podía hallarse muy lejos.