Jerusalén, miércoles, 9.45 h
Se reunió con Uri en el Restobar Café, aunque él no lo había llamado así. «Reúnete conmigo en el café que antes era el momento», había dejado grabado en un mensaje de voz en su móvil. Ella no lo entendió. ¿Acaso se trataba de una especie de acertijo, un café que «antes era el momento»?
Preguntó al recepcionista del hotel, que parecía ser un experto, y enseguida le indicó la dirección:
– Saliendo del hotel, calle arriba, la segunda travesía…
– Pero ¿qué significa?
– Antes ese era el Café Momento. Hace unos años hubo allí un atentando con bomba. Un suicida. Así que, le cambiaron el nombre.
– Pero nadie se acuerda del nombre nuevo, y todo el mundo lo llama «el café que antes era el Momento» -dedujo Maggie. -Exacto. -El recepcionista sonrió.
Uri ya estaba allí, en una mesa de un rincón, inclinado ante una taza de café todavía llena. Ni lo había probado. Sin afeitar, tenía aspecto de no haber dormido desde hacía días.
Maggie se sentó frente a él y esperó a que él la mirara, pero se cansó de esperar.
– Bueno, ¿cuándo es el funeral?
– No lo sé. Tendría que haber sido hoy, pero la policía todavía tiene retenido el cuerpo de mi madre. Por la autopsia. Tal vez no se celebre hasta el vienes.
– Ya veo.
– Y eso a pesar de que dicen que no hay nada que investigar.
– ¿A qué te refieres?
– Me refiero… -levantó los ojos y miró a Maggie por primera vez. Sus ojos, tan negros, estaban enrojecidos. Incluso así, y aunque a Maggie le diera vergüenza darse cuenta de que se fijaba en eso, estaba tremendamente guapo. Hizo un esfuerzo por mirar hacia otro lado-. Me refiero a que insisten en que fue un suicidio.
– ¿Les has dicho lo que crees?
– Les he dicho y repetido no sé cuántas veces que mi madre no se suicidó, pero ellos insisten en que las píldoras eran de ella y que no había señales de que nadie hubiera irrumpido en la casa.
– Es verdad.
– Sí, pero eso no quiere decir nada. La puerta principal ha estado abierta toda la semana, desde que mi padre… -Su voz se extinguió, y volvió a clavar la mirada en la taza.
– Pero tú estás seguro de que ella no… -Se sentía incapaz de decir «se mató», y aún menos de mencionar la posibilidad del asesinato. No mirándolo a la cara.
– Completamente. Mi madre no. -Alzó los ojos de nuevo-. Mi padre quizá. Es la clase de machada que se le habría podido ocurrir. El gran gesto heroico para llamar la atención de todo el mundo y…
– Uri…
– Todo esto es por su culpa.
– No lo dirás en serio, ¿verdad?
– Sí. Muy en serio. En casa siempre tuvimos que pagar las consecuencias de sus locas creencias. Cuando éramos pequeños siempre estaba o arrestado o saliendo por la televisión gritándole a alguien. ¿Sabes lo que significa eso para un niño?
Maggie pensó en sus padres. Lo más cerca que habían estado de tener una tendencia política fue cuando su padre dimitió del comité del Dun Laoghaire Bowl Club después de discutir con el tesorero por quién debía pagar las galletas a la hora del té.
– Pero tu padre era un hombre de principios. Eso es algo digno de admirar, ¿no?
– No -repuso él con ojos llameantes-. No si esos principios son erróneos. Eso no es algo que merezca respeto. -¿Erróneos?
– Todo ese fanatismo con la tierra: toda, hasta el último metro cuadrado debe ser nuestro, nuestro, nuestro. Es como una enfermedad, una especie de idolatría. Y mira a lo que ha llevado: mi padre está muerto y se ha llevado a mi madre con él.
– ¿Tu padre sabía que pensabas eso?
– Discutíamos todo el tiempo. Él siempre decía que por eso me había quedado en Nueva York, no porque allí pudiera progresar en mi profesión haciendo mejores películas. -¿Haces cine?
– Sí, sobre todo documentales.
– Sigue.
– Mi padre no creía que la razón de que me hubiera marchado a Nueva York fuera el cine. Siempre decía que me había ido porque no soportaba salir derrotado en una discusión. -En una discusión sobre…
– Sobre cualquier cosa: sobre votar a los partidos de izquierda, sobre dedicarme al campo artístico. «¡Vives como un desecho decadente de Tel Aviv!», solía decirme. ¡Tel Aviv! el peor de los insultos.
Maggie apartó la vista y no dijo nada durante un momento.
Luego volvió a mirar al hombre que tenía ante sí.
– Escucha, Uri… En estos momentos estás bajo los efectos del dolor, y sé bien que hay muchas cosas de las que quieres hablar pero primero tenemos que averiguar qué demonios está ocurriendo aquí.
– ¿Por qué te preocupas tanto?
– Porque el gobierno para el que trabajo no quiere que estos asesinatos signifiquen el final del proceso de paz. Por eso. -Sabes que mi padre se alegraría si ese proceso de paz fracasara. Él lo llamaba «proceso de guerra».
– Sí, pero no le alegraría tanto ver a su mujer muerta y quizá también a su hijo, por mucho que estuvieras en desacuerdo con él.
– ¿Crees que mi vida corre peligro y eso te preocupa?
– La verdad es que no, pero tú sí deberías preocuparte.
– Mira, el peligro no me importa. Me da igual. Lo único que quiero es encontrar a la gente que lo hizo.
Maggie respiró hondo.
– Muy bien, pues empieza contándome todo lo que sabes.
Por segunda vez en dos días, Maggie volvía a encontrarse en Cisjordania, pero en esta ocasión su guía era un hombre que, a pesar de que sus frases parecieran ir entre signos de interrogación, llamaba a esa tierra Samara y Judea. Uri Guttman iba señalando por la ventana, igual que había hecho el sargento Lee, pero él no indicaba los lugares de conflicto con los palestinos sino las zonas que aparecían mencionadas en el Antiguo Testamento.
– Por esa carretera se llega a Hebrón, donde Abraham, Isaac y Jacob, los tres patriarcas, están enterrados. Y también las matriarcas: Sara, casada con Abraham; Rebeca, esposa de Isaac; y Lea, segunda esposa de Jacob.
– Conozco la Biblia, Uri.
– Eres cristiana, ¿no? ¿Católica? -Lo dijo separando las sílabas: «ca-tó-li-ca».
– Sí. Crecí y me educaron en el catolicismo.
– ¿y ya no eres católica? Creía que era como ser judío: una vez que lo eres, ya es para siempre.
– Algo así -dijo Maggie limpiando el vaho del cristal.
– Esto también está lleno de sitios cristianos. Estás en Tierra Santa, no lo olvides.
– La que nunca ha de ser entregada.
– ¿Estás citando a mi padre?
– No solamente a él.
La visita guiada solo fue interrumpida en una ocasión, cuando Uri puso la radio. Las últimas noticias eran terribles. Hizbullah había lanzado un ataque con cohetes desde el Líbano, rompiendo así el alto el fuego que mantenían desde hacía tiempo. Los civiles de la franja norte de Israel corrían a los refugios, y Yaakov Yariv recibía todo tipo de presiones para que respondiera al ataque, presiones de sus mismos partidarios. Si iba a firmar la paz, decían, antes debía demostrar que no era un blando. Maggie había hablado de eso con Davis por teléfono esa mañana:
Hizbullah no hacía nada sin el consentimiento de Irán. Si se habían decidido a atacar, era porque Teherán esperaba una guerra en la región. Y pronto.
Habían conducido alrededor y sobre Ramallah, y en esos momentos se acercaban a Psagot, un asentamiento judío situado en lo alto de la colina que dominaba la ciudad palestina. A Maggie le sorprendió la simplicidad de todo aquello. Era casi medieval. Fortalezas en las alturas, como si estuvieran repletas de arqueros dispuestos a lanzar una lluvia de flechas al enemigo de abajo. Pensó en Francia, en Inglaterra, en Irlanda. Allí los castillos habían desaparecido o estaban en ruinas, pero siglos atrás el paisaje se parecía al que tenía delante: un campo de batalla donde la cima de cada montaña y la ladera de cada colina era un punto estratégico que había que temer o conquistar.
La carretera serpenteaba cuesta arriba, hasta que llegaron a un paso con barrera. Uri aminoró la velocidad para que el centinela tuviera tiempo de salir de la garita, decidiera que ese coche era israelí y por lo tanto podía pasar, y le hiciera un gesto con la mano para que siguiera adelante. Se trataba de un hombre de mediana edad y barrigudo, llevaba vaqueros y una camiseta bajo una guerrera militar. Colgado del hombro, un fusil de asalto M -16 con la culata remendada con cinta aislante. Maggie no supo decir si la naturalidad de la escena la hacía más o menos siniestra.
Una vez fuera del coche, intentó orientarse. Al primer vistazo, aquellos asentamientos judíos parecían barrios periféricos de Estados Unidos trasplantados directamente al polvoriento Oriente Próximo. Todas las casas tenían el tejado rojo y un terreno con césped. Al final de una calle había un grupo de quinceañeras que jugaban al baloncesto, aunque todas vestían faldas vaqueras que les llegaban a los tobillos.
Miró a lo lejos, deseosa de observar Ramallah desde aquella privilegiada atalaya, pero la vista estaba bloqueada. Solo entonces se fijó en el grueso muro de hormigón que rodeaba un lado de Psagot y lo ocultaba por completo a la ciudad de abajo.
Uri se dio cuenta de lo que había visto. -Feo, ¿verdad?
– ¿A ti qué te parece?
– Tuvieron que construirlo hace unos años para evitar los disparos de los francotiradores desde Ramallah. Las balas aterrizaban aquí todos los días.
– ¿Y funcionó?
– Pregunta a las chicas que ahora pueden jugar al baloncesto en la calle.
Al verlo de cerca, Maggie se dio cuenta de que si aquel sitio se parecía a un suburbio estadounidense, sería a los más humildes. Las viviendas eran básicas, y el edificio administrativo central, hacia donde Uri la conducía, era espartano. El lugar estaba sorprendentemente vacío. Mientras esperaban que una secretaria saliera a recibirlos, Uri le explicó que todo el mundo estaba manifestándose en Jerusalén o formando la cadena humana.
Por fin apareció una mujer. En cuanto vio a Uri le lanzó una mirada de simpatía y comprensión. Estaba claro que, fuesen cuales fueran sus opiniones políticas, Uri Guttman era el hijo doliente de un aristócrata entre los colonos. La noticia de la muerte de su madre había corrido tras el anuncio hecho por la radio aquella mañana. Sin necesidad de cita previa, la mujer les hizo un gesto para que entraran en el despacho del hombre que Uri le había explicado que era, solo la máxima autoridad de Psagot, sino también de todos los asentamientos de Cisjordania.
Akiva Shapira se puso en pie nada más entrar Uri y salió de detrás de su mesa para darle la bienvenida. Grande y barbudo, cogió la cabeza de Uri entre las manos y murmuró lo que Maggie supuso que serían unas palabras de condolencia. «HaMakom y'nachem oscha b'soch sh'ar aveilei T'zion v'Yerushalavim,» Cerró los ojos mientras lo decía.
– Akiva, te presento a mi amiga Maggie Costello. Es irlandesa, pero está aquí con el equipo estadounidense para las negociaciones para la paz. Me está ayudando.
Maggie le tendió la mano, pero Akiva ya se había dado la vuelta y se dirigía hacia su sillón tras el escritorio. No supo si le negaba el saludo por razones políticas -por ser una representante de la administración de Estados Unidos, que imponía la rendición a Israel-, por motivos religiosos, o por ser mujer.
– Sois bienvenidos -les dijo respirando pesadamente mientras tomaba asiento. La sorpresa fue su acento neoyorquino-. La verdad es que soy yo quien debería haber ido a verte. Has sufrido la mayor de las pérdidas, Uri, y sabes que te acompañan los pensamientos de toda la gente de Eretz Yisroel, de toda la tierra de Israel.
Maggie comprendió que la traducción era en consideración a eIla y seguramente también la frase entera. Aquel «toda la tierra» no le pasó inadvertido.
– Quería hablar contigo acerca de mi padre.
– Desde luego.
– Como sabes, en los últimos días de su vida estaba muy alterado, frenético.
– Estaba desesperado por ver a Yariv, por decirle la locura que estaba cometiendo; pero ese hombre que se hace llamar primer ministro no quiso recibirlo.
– ¿Era eso lo que deseaba decirle? ¿Que el proceso de paz era una locura?
– ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Crees que entregar nuestra tierra más sagrada le parecía sensato? Además, ¿me lo preguntas en serio?
Maggie comprendió que la pregunta iba dirigida a ella, entre otras razones porque Shapira apenas miraba a Uri.
– Tu padre sabía que ese era el gesto propio de un pueblo que ha perdido su conciencia colectiva, una repetición del gran error de los judíos. Desde la era de los faraones hasta Hitler, los judíos listos siempre han creído que pueden espantar al lobo. ¿y cuál es el arma secreta de los judíos? Te lo diré, Uri: ¡la rendición! ¡Sí, señor! Ese es el gran invento de los judíos, la nación de Marx, Freud y Einstein: ¡la rendición! Y ahora Yariv está intentando el mismo truco. Damos a nuestros enemigos todo lo que quieren, sin luchar y a eso lo llamamos «paz». Pero eso es rendirse, ni más ni menos. ¿Me equivoco, señorita Costello?
Maggie deseó no estar allí. Si Uri hubiera ido sin ella, se habría ahorrado el discurso. Pero no parecía impresionado. Estaba inclinado hacia delante, como si fuera un entrevistador. -Akiva, lo que quiero saber es qué rondaba exactamente por la cabeza de mi padre en los últimos días de su vida.
– ¿Y por eso has venido hasta aquí? ¿No puedes deducirlo por ti mismo? ¿Qué le rondaba por la cabeza? ¿Acaso no es tan obvio que hasta un niño de parvulario te daría la respuesta?-Se volvió hacia Maggie de nuevo-. A ver, señorita Costello, Uri ha dicho que es usted irlandesa. Yo no tengo ni idea de si es usted católica o protestante, pero contésteme a esto: cuando el IRA se dedicaba a poner bombas cada cinco minutos, ¿acaso los protestantes dijeron: «Muy bien, aquí tenéis Belfast, partidla por la mitad y nos quedaremos la parte que vosotros no queráis. Ah, y ya que estamos, los millones de católicos que se han marchado del país en los últimos dos siglos, que vuelvan y se instalen en nuestro pequeño trozo protestante de Irlanda del Norte»? Sea sincera, ¿en alguna ocasión ha oído a un protestante de Irlanda del N arte decir algo así?
– Akiva, he venido para hablar de mi padre…
– Porque eso es lo que nuestro amado primer ministro y su llamado «gobierno», que Dios los bendiga con su sabiduría, están haciendo. ¡Exactamente lo mismo! Permitamos que cualquier palestino cuyo tatarabuelo meó un día en Jaffa venga y reclame una mansión en Tel Aviv y, desde luego, dividamos Jerusalén en dos. ¿Sabe usted cuántas veces se menciona Jerusalén en el Corán? Dígame, ¿lo sabe?
Uri alzó los ojos al techo, haciendo lo posible para ocultar su frustración. Pero fue Maggie la que habló:
– Mire, no hemos venido para…
– Cero. -Hizo la forma del número con el índice y el pulgar-. Un cero grande y gordo. En cambio nosotros llevamos dos mil años rezando tres veces al día por regresar a Jerusalén; construimos nuestras sinagogas orientadas hacia el este para que miren a Jerusalén, ya sea en New Jersey ya sea en Dublín; pedimos a Ha'shem, el Todopoderoso, que clave nuestra lengua al paladar y prive a nuestra mano derecha de su habilidad si algún día nos olvidamos de Jerusalén. ¡Y aun así tenemos que entregarla! ¡Vamos a rendir una ciudad a los árabes, a un pueblo cuyo libro más sagrado no la menciona ni una vez! -Se inclinó hacia delante con el rostro arrebolado y señalando a Maggie con el dedo-. Por lo tanto, sé muy bien lo que rondaba por la cabeza de Shimon Guttman: ¡el suicidio del pueblo judío! ¿Me oye? La destrucción del pueblo judío. Eso es lo que Guttman quería evitar.
Uri levantó la mano, como un alumno pidiendo permiso al profesor para hablar. Maggie se daba cuenta de que Uri estaba callándose sus opiniones, pero no sabía si lo hacía porque estaba demasiado cansado para discutir o porque había decidido inteligentemente que no conseguiría nada si se peleaba. En cualquier caso, agradeció el instinto de Uri. Ambos necesitaban la colaboración de Shapira. De otro modo, aquel viaje sería una pérdida de tiempo.
– Mi padre le comentó a mi madre que había visto algo, algo concreto -Uri encamaba la viva imagen de la devoción filial-, algo que lo cambiaría todo. ¿No sabrás tú a qué podía referirse?
Shapira miró a Uri y su expresión se suavizó.
– Tu padre y yo hablamos constantemente durante las últimas semanas. Él y yo…
– Me refiero a los últimos tres o cuatro días. Fue entonces cuando vio eso que no sabemos que es.
– Mira, Uri, tu padre podía ser una persona muy reservada cuando quería. Si no quiso compartir contigo lo que había descubierto, tal vez fuera por una buena razón.
– ¿Qué clase de razón?
– ¿Qué dicen los salmos? «Tal como un padre tiene compasión de sus hijos, así el Señor tiene compasión de aquellos que lo temen.»
– No entiendo.
– «Compasión de sus hijos.» Proteger a los hijos. Viene a ser lo mismo.
– ¿Crees que me protegió?
– Shimon era un buen padre, Uri.
– ¿y qué hay de mi madre? También intentó protegerla a ella y mira lo que ha pasado.
– ¿Estás seguro de que no compartió con ella ninguna información, Uri? ¿Podrías asegurarlo?
Uri meneó la cabeza a regañadientes, como un niño al que hubieran pillado en falta.
Maggie comprendió que cabía la posibilidad de que Rachel Guttman hubiera averiguado algo antes de morir. Quizá había hecho una llamada telefónica que había alertado a sus asesinos. O quizá, a pesar de las negativas de Uri, había visto algo que la había deprimido hasta el extremo de empujarla a quitarse la vida.
– Ya ves, mi querido Uri. El Señor del Universo tiene un plan para el pueblo judío. Naturalmente, no nos deja verlo, solo nos da algún indicio, aquí y allá, en los textos, en las fuentes. Solo indicios. Pero hace milagros, Uri. Su propia fe, señorita Costello, también le habrá enseñado eso. Milagros. Y la historia del pueblo judío es una historia de milagros.
»Sufrimos la mayor tragedia de la historia de la humanidad: el Holocausto. ¿Y cuánto tiempo tuvimos que esperar para hallar nuestra redención? ¡Tres años! ¡Solo tres! Los nazis cayeron en 1945, y en 1948 teníamos nuestro propio Estado. Tras dos mil años de exilio y diáspora regresamos a nuestra tierra ancestral, la tierra que Dios prometió a Abraham hace casi cuatro mil años. ¿Cómo llama a eso, señorita Costello, si no es un milagro a prueba de bombas? ¡Nuestra hora más negra seguida de la más luminosa!
»Luego, en el sesenta y siete ocurrió lo mismo. Los árabes nos tenían rodeados y afilaban los cuchillos para cortamos el cuello y arrojar a los judíos al mar. ¿Qué ocurrió? Pues que Israel destruyó las fuerzas aéreas del enemigo en cuestión de horas y sus ejércitos de tierra en seis días. ¡Seis días! "Y Dios vio lo que había hecho y se sintió complacido." Y al séptimo día, descansó.
»¿Estáis dispuestos a apostar con Dios a que nos vuelve a salvar? Es cierto, el panorama ahora es peor. Su gobierno de Washington, señorita Costello, tiene planeado desposeer al pueblo judío de sus derechos de nacimiento y nos dice que entreguemos las tierras que Dios nos prometió. Y colaborando con ustedes hay un hombre en quien confiamos en otro tiempo, un traidor que está dispuesto a vender a su propia gente para poder presumir delante de los antisemitas de toda Europa de buen judío, de judío simpático, de premio Nobel con la rama de olivo en el pico, mientras a los judíos malos y antipáticos los árabes los degüellan en sus camas.
»Parece que no hay salida, que volvemos a vivir nuestras horas más negras, cuando ¡mirad!: Shimon Guttman, un héroe del pueblo judío, interviene para detener la mano del traidor y he aquí que Guttman el héroe es abatido. Pero el pueblo de Israel empieza entonces a comprender. Ve la amenaza a la que se enfrenta: a un gobierno que está dispuesto a tirotear a sus propios ciudadanos, e incluso, y te ruego que me disculpes, Uri, ¡a asesinar a la esposa del héroe!
»Así trabaja el Todopoderoso. Nos ofrece señales, pistas si lo preferís, porque quiere que veamos lo que está sucediendo. Se llevó a tu madre para que no vivamos en la ilusión. Es un mensaje para nosotros, Uri. Tus padres y la tragedia que se ha cebado en ellos constituyen un mensaje. Nos dice que digamos que no al gran engaño de los estadounidenses. Que digamos que no al suicidio en masa de los judíos.
Aquel discurso había sido pronunciado a tal volumen y velocidad que no quedaba otra alternativa que esperar a que terminara. Estaba claro que Shapira era un orador experimentado, capaz de enlazar una frase tras otra sin interrupción. Maggie había formado parte del equipo estadounidense que había escuchado discursear al presidente sirio durante seis horas seguidas desplegando el mismo truco. La única respuesta viable en esos casos era paciencia y firmeza. Había que esperar a que el adversario -o el aliado, lo mismo daba- acabara. Ese momento parecía haber llegado.
– Señor Shapira -dijo Maggie, adelantándose a Uri-, todo lo que nos ha dicho ha sido de gran ayuda. ¿Resumiría correctamente sus puntos de vista si dijera que usted sospecha que detrás de la muerte de los padres de Uri se esconde la mano de las autoridades israelíes?
– Sí, porque lo que Estados Unidos tiene que comprender de una vez es…
«Gran error -se dijo Maggie-. No tendría que haberlo planteado como pregunta que pudiera dar lugar a ninguna respuesta.»
– Gracias. Eso ha quedado claro. Lo hicieron para silenciar a los Guttman porque temían el tipo de información que estos habían descubierto. -Su tono indicaba afirmación-. Sin embargo, lo que nos ha contado son los puntos de vista que Guttman mantuvo durante muchos años. Seguramente habría deseado poder trasladárselos al primer ministro, pero no suponían nada nuevo. ¿Cómo explicar entonces su frenética urgencia? ¿Cómo explica usted que las autoridades quisieran de repente silenciar una opinión que ya era ampliamente conocida?
– ¿Opinión? ¿Quién ha dicho nada de una opinión? Yo no.
He utilizado la palabra «información». «Información», señorita Costello. Es algo muy distinto. Está claro que Shimon Guttman había descubierto cierta información que iba a obligar a Yariv a darse cuenta de la locura que suponía el camino emprendido. Creo que quería conseguirlo como fuera.
– ¿A qué clase de información se refiere?
– Me está pidiendo demasiado, señorita Costello.
– ¿Significa eso que no quiere decírnoslo o simplemente que no lo sabe? -preguntó Uri, como si él y Maggie formaran un equipo bien compenetrado.
Akiva no le prestó atención y mantuvo la mirada clavada en Maggie.
– ¿Por qué no acepta usted el consejo de alguien que lleva por aquí algo más tiempo que solo cuarenta y ocho horas? Lo que yo sé, usted no quiere saberlo. Y tampoco tú, Uri. Creedme, aquí hay en juego algo muy importante. Estamos hablando del destino del pueblo escogido por Dios en la Tierra Prometida por Dios. Un trato entre nosotros y el Todopoderoso. Se trata de algo demasiado importante para que unos cuantos políticos arribistas y maliciosos se lo carguen, al margen de lo importantes que ellos se crean, ya sea aquí ya sea en Washington. Puede decírselo a sus jefes, señorita Costello: nadie se entromete entre nosotros y el Todopoderoso. Nadie.
– ¿Y si no?
– ¿Y si no? Me pregunta usted «¿y si no?». No debería preguntar eso. Pero mire a su alrededor. Uri, acepta mi consejo: olvídate de este asunto. Tienes unos padres a los que llorar y un funeral que celebrar.
Alguien llamó a la puerta. La secretaria asomó la cabeza y murmuró algo a Shapira.
– Desde luego -contestó este-. Dígale que ahora lo llamo. -Luego se volvió hacia Uri-. Hazte un favor. Llora a tu madre. Sit shiva. Y olvídate de este asunto. No conseguirás nada bueno si sigues husmeando por ahí. La tarea de tu padre ha culminado; puede que no como él había previsto, pero ha culminado. El pueblo de Israel ha despertado.
Maggie vio que Uri hacía lo posible por disimular el desprecio que le inspiraba lo que estaba escuchando. En algún momento se había hundido en el sofá, como un colegial insolente, y al instante había recordado dónde estaba y se había erguido de nuevo. Entonces se inclinó hacia delante y preguntó:
– ¿Sabes algo de Ahmed Nur? Maggie intervino.
– Señor Shapira, quiero darle las gracias por haber sido tan generoso con su tiempo…
– ¿Qué? ¿Están intentando acusarme de la muerte de ese árabe? ¿Es eso lo que han empezado a decir en las emisoras de radio de la izquierda? Me sorprende, Uri, que te tragues esa basura.
Maggie se había puesto en pie.
– Como podrá imaginar, son momentos muy difíciles, la gente dice toda clase de cosas. -Sabía que aquello era pura palabrería, pero eran sus ojos los que hacían el verdadero trabajo, intentando decir a Shapira: «Sus padres han muerto. Ha perdido la cabeza. No le haga caso».
Shapira se puso en pie, no para despedirse de ella, sino para abrazar a Uri.
– Puedes estar muy orgulloso de tus padres, Uri. Pero ahora déjalos que descansen en paz. Olvídate de este asunto.