Jerusalén, viernes, 8.21 h
Sus piernas tomaron la decisión antes que ella. Dio media vuelta y corrió: se lanzó a través de un estrechamiento del camino donde una docena de mujeres, de pie, sostenían cada una su libro de oraciones. Llevaban la cabeza cubierta con sombrero o mantilla de croché, y su rostro era un modelo de concentración. Mientras se abría paso entre ellas, Maggie vio que todas permanecían muy cerca de una pared de donde goteaba agua y que rozaban el líquido con los labios. Otras dos mujeres, seguramente turistas, se mantenían a cierta distancia. Maggie oyó lo que decían:
– La Piedra Fundacional está al otro lado del muro. ¿Has oído lo que han dicho? Esas gotas de agua son las lágrimas de Dios.
Maggie las apartó de un empujón y miró por encima del hombro: otro hombre, con una cámara al cuello, se había unido a su perseguidor. Se estaban acercando. Avivó el paso.
El camino se convirtió en un túnel largo, bajo y estrecho, y Maggie se lanzó a toda velocidad por él; corría medio agachada. Miró por encima del hombro y vio que sus perseguidores, a pesar de ir muy encorvados, ganaban terreno. Presa del pánico, miró a un lado y a otro y se arañó la frente con una viga metálica que sobresalía del techo. Soltó un grito de dolor pero no dejó de correr. De repente, la pared de la izquierda se abrió a una cavidad donde había una anciana vestida de negro que sostenía un libro de plegarias en las manos. Maggie sintió que la cabeza le daba vueltas.
El suelo bajo sus pies cambió de repente y se convirtió en una lámina de cristal a través de la cual se podía ver lo que parecía haber sido una cisterna. Los dos hombres la seguían a unos diez metros de distancia.
Bruscamente, el túnel finalizó y desembocó en otra cisterna.
Maggie pudo por fin erguirse. Estaba desesperada por encontrar una salida a aquel camino señalado, por burlar a sus perseguidores. Pero no encontró ninguna. No le quedaba más altemativa que mantener la ventaja hasta que pudiera salir al exterior. La pregunta era cuánto tardaría en conseguirlo.
Jadeaba cuando llegó a lo que parecía la esquina de un largo mercado romano enterrado. Ante ella había dos pilares coronados por un pórtico. A los lados se veían un par de losas de piedra, una encima de la otra, como si los trabajadores de dos milenios antes hubieran dejado sus herramientas y abandonado el trabajo. Oyó pasos a su espalda. Buscó salidas, pero solo vio una.
El camino se estrechó de nuevo, dio un giro de noventa grados y se alejó del Muro de las Lamentaciones, que hasta ese momento Maggie había tenido todo el rato a su derecha. Ya no había piedras regularmente talladas; parecía haber entrado en una especie de garganta subterránea, un cañón de paredes verticales y altas como catedrales que la rodeaban por los dos lados. Estaban húmedas y presentaban franjas estratificadas de colores, como el interior de un pastel.
– jAlto! -gritó uno de sus perseguidores.
Maggie miró nuevamente por encima del hombro y le pareció que el segundo hombre, el de la cámara al cuello, sacaba un arma y la apuntaba. Dio un grito y se agachó, pero el hombre no tenía el punto de mira despejado porque el camino entre las piedras serpenteaba demasiado.
Por fin, llegó a un tramo con una estrecha escalera de hierro. Estuvo a punto de tropezar en los peldaños y luchó por no perder el equilibrio mientras subía a toda prisa con un estruendo metálico. Cuando llegó a lo alto, tuvo que girar y meterse de lado por la estrecha abertura. Tras ella, oyó que una mujer gritaba. Alguien había visto la pistola.
Entonces, el espacio se abrió de nuevo y se encontró en lo que parecía una bóveda romana. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio que se trataba de otra piscina, llena en ese caso de agua estancada. Permaneció inmóvil un segundo, mientras sus pulmones intentaban extraer el oxígeno de aquel aire húmedo y maloliente. Consideró la posibilidad de lanzarse al agua. Era buena nadadora y quizá pudiera contener la respiración el rato suficiente para…
Pero entonces oyó pasos a escasos metros, y el instinto le dijo que se apartara de la piscina y corriera a través de la única abertura visible. Cuando lo hubo hecho, respiró con alivio porque vio la luz del día. Corrió por un camino que subía, saltó un torniquete y salió al exterior.
Mientras respiraba con grandes bocanadas y parpadeaba ante la repentina claridad, vio que había salido a una calle estrecha llena de gente. Ante ella había un rótulo en el que se leía: SANTUARIOS DE LA FLAGELACIÓN Y LA CONDENACIÓN. Del santuario salió un monje vestido con un hábito marrón ceñido en la cintura con una cuerda. Se encontraba en la vía Dolorosa, el camino que Cristo había recorrido hasta el Calvario.
De haber tenido tiempo, Maggie habría podido hallar cierto consuelo en la familiaridad de la escena, pero no podía permitirse ese lujo. Esperándola en la salida había un par de individuos enmascarados que dieron un paso al frente y la agarraron tranquilamente y sin esfuerzo.