Jerusalén, viernes, 3.20 h
Maggie le echó los brazos al cuello y le plantó un largo beso en la boca. Sintió la repentina suavidad y humedad de los labios de Uri cuando empezó a separarlos.
– ¡Lo sabía! -exclamó, cerrando los ojos y sumergiéndose en la satisfacción que sentía-. ¡Tenía que ser eso!
Por primera vez le parecía que aquel problema tenía solución. Sabía que Shimon Guttman era astuto. Sus acrobacias políticas eran famosas por su capacidad para llamar la atención. Ella misma había sido testigo de su sagacidad a la hora de ocultar su colaboración con Nur creando el álter ego israelí de Ehud Ramon. Además, Uri le había contado que su padre, a pesar de su edad, se desenvolvía perfectamente con las nuevas tecnologías. ¿Acaso no le había dicho incluso que al viejo le gustaban los juegos de ordenador?
Lo que había hecho encajaba perfectamente con su carácter. Sometido a presión, consciente de que tenía en sus sudorosas manos una bomba geopolítica que podía estallar en cualquier momento, había decidido esconder la tablilla de Abraham donde nadie la buscaría: no en el mundo real, sino en el virtual: «Un lugar nuevo y mejor donde puedes ser quien quieras ser.»
Había escondido su tesoro, o como mínimo el secreto de su ubicación en Second Life.
Entonces sintió que se le hacía un nudo en el estómago. «iOh, no!», se dijo. No podía ser que hubiera llegado hasta allí solo para estropearlo todo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? -¿Qué ocurre? -preguntó Uri, desconcertado.
Maggie no contestó, se limitó a ponerle un dedo en los labios. «¡Qué idiotas!» Desde el asesinato de Afif Aweida habían comprendido que alguien espiaba constantemente sus conversaciones. A partir de ese momento solo habían conversado cuando tenían de fondo ruido o música a todo volumen, o entre susurros en lugares públicos e incluso habían llegado a pasarse notas. Sin embargo, cuando ella recobró el conocimiento después de que Uri la noqueara, a ninguno de los dos se le había ocurrido tomar precauciones. Quizá estaba atontada por el golpe; tal vez Uri todavía estaba medio dormido o se sentía culpable. El caso era que ambos se habían olvidado. No bastaba con que hubieran cambiado de habitación: sus perseguidores habían dispuesto de varias horas para tomar medidas, lo cual significaba que el crucial descubrimiento que acababan de hacer podía hallarse en manos de quien los espiaba, fuera quien fuese.
Maggie arrancó una hoja del cuadernillo del hotel y escribió a toda prisa: «Vístete». No tenían tiempo que perder. Debía entrar en Second Life antes que ellos. Si se ponía en marcha ya quizá tuviera cierta ventaja. Los israelíes -o quienesquiera que fuesen-e- seguramente tardarían un poco en digerir la información. Estuvo tentada de usar su portátil, pero era demasiado arriesgado. Si se lo habían pinchado, descubrirían lo mismo que ella descubriera y en el mismo momento.
Uri se vistió en la oscuridad. Si los observaban desde el exterior no tenía sentido avisarles de que iban a salir. Con el rabillo del ojo Maggie vio la silueta del cuerpo de Uri perfilada contra la ventana y sintió una punzada de deseo.
Comprobó que estaban listos y condujo a Uri escalera abajo, hasta el Business Center. Encendió el ordenador y su anonimato la tranquilizó. No había nada que pudiera llevar a sus perseguidores hasta aquella máquina. Utilizando el nombre y la contraseña que Liz le había dado, se registró sin perder tiempo en Second Life. Uri se quedó de pie, tras ella, con el rostro iluminado por los colores de la pantalla. Cuando el avatar de Liz apareció, abrió los ojos como platos.
– ¡Guau! ¡Vaya con Lola!
– No soy yo -repuso Maggie torciendo el gesto-. Es mi hermana.
– Pues tu hermana Lola parece una chica interesante. Maggie le propinó un codazo. Luego, sintiéndose casi una experta, abrió TELETRANSPORTACIÓN y tecleó las seis letras que confiaba que resolverían aquel rompecabezas de una vez por todas. Imaginó la llamada a Sánchez para decirle que tenía la explicación de los recientes brotes de violencia, y también la respuesta: «Será mejor que se lo digas en persona, Maggie. Siéntalos alrededor de la mesa y vuelve a poner en marcha esas malditas negociaciones de paz. Sé que puedes hacerlo».
Su avatar había aterrizado en las pulcras calles de la Ginebra virtual. Echó a andar por la me des Etuves, y giró por la me Vallin. No había prácticamente nadie a la vista, salvo por unos pocos avatares, con cabeza de conejo, en una esquina. Maggie se metió por la me du Temple para evitarlos.
– No puedo creerlo -murmuró Uri-. ¿Me estás diciendo que mi padre ha estado en este… sitio?
– Sí, en Ginebra; pero no en la ciudad que todos conocemos. Eso fue lo que dijo. Kishon fue a la Ginebra equivocada. Lo que tu padre descubrió está escondido en alguna parte de este sitio.
– Pero no haces más que dar vueltas por las calles. ¿Qué estamos buscando exactamente?
– No lo sé. Podría ser un mapa, quizá direcciones. Algo que nos diga dónde escondió la tablilla. Tendremos que averiguarlo.
Buscó en su bolsillo y sacó el post-it con sus notas. «Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.» Ojalá supiera a qué demonios se refería. Siguió leyendo: «… necesito que las dejes a un lado y recuerdes los buenos tiempos, como aquel viaje que hicimos juntos por tu bar mitzvá. ¿Qué hicimos durante ese viaje, Uri? Confio en que lo recuerdes. Solo puedo decirte que esta búsqueda comienza en Ginebra».
– ¿Qué hiciste en ese viaje con tu padre, Uri? -le preguntó volviéndose hacia él-. Piensa, por favor.
– Ya te lo he dicho. Fuimos a Creta, hablamos un poco, me aburrí bastante y eso fue todo. Lo siento, Maggie, pero no se me ocurre nada.
– De acuerdo, tendremos que ver si en Ginebra hay algún museo helénico o algo parecido. -Minoico.
– ¿Qué?
– Creta es minoica.
Maggie lo fulminó con la mirada. «Gracias, profesor.» Luego intentó averiguar si había un directorio de edificios o incluso un mapa detallado de aquella Ginebra virtual. No encontró nada, de modo que decidió sobrevolar la ciudad para ver si alguna estructura le llamaba la atención. Quizá hubiera un gran museo con un departamento minoico. Tal vez Shimon Guttman habría dejado allí la pista vital de la ubicación de la tablilla.
– Lo curioso es que lo que más recuerdo de ese viaje fue el vuelo en avión -comentó Uri, hablando más para sí que con Maggie-. Era la primera vez que subía a un avión. Supongo que por eso se me ha quedado grabado en la mente. Se lo dije a mi padre, e imagino que herí sus sentimientos, pero era la verdad. Nos sentamos juntos, al Iado de la ventanilla, y me pareció increíble mirar hacia abajo y ver aquel maravilloso mar azul mientras él señalaba las diferentes islas. Fue lo mejor del viaje. Lo demás…
Maggie se volvió de repente. Casi podía oír la voz de Shimon Guttman: «¿Qué hicimos durante ese viaje, Uri? Confio en que lo recuerdes».
– Tu padre quiere que hagamos lo mismo aquí -dijo manejando las teclas direccionales con renovado ánimo-. Quiere que sobrevolemos el lago Lemán y busquemos islas.
El avatar planeó sobre la ciudad virtual mientras Maggie lo dirigía primero hacia el oeste y después hacia el este. No tenía ni idea de la geografía del lugar. Solo había estado una vez en la verdadera Ginebra, por un asunto de Naciones Unidas, pero fue el trámite de siempre: aeropuerto, coche, sala de reuniones, coche, aeropuerto. Así pues, se ajustó al método más primitivo: buscar una gran mancha azul.
Cuando localizó la orilla disminuyó la velocidad para que el avatar pudiera volar cerca y a poca altura, con tiempo suficiente para ver todo lo que había debajo.
– ¡Allí hay una! -exclamó Uri, señalando la parte inferior izquierda de la pantalla.
Torpemente, Maggie dio la vuelta y se acercó tanto como pudo, sobrevolando lo que parecía el dibujo animado de una isla desierta: era redonda, con una solitaria bandera plantada en medio de la arena amarilla. En ella se anunciaban los horarios de un grupo semanal de discusión sobre poesía. Maggie apretó la tecla ARRIBA.
Había varias islas en el lago. Algunas se utilizaban como • si fuera una sede de acontecimientos virtuales -Maggie vio carteles que anunciaban conciertos y la conferencia de prensa de una empresa de software-, otras no eran más que parcelas de propietarios particulares. Ninguna parecía guardar relación con Shimon Guttman. Maggie empezó a inquietarse: 'era la única pista que tenían.
– Vamos-le dijo Uri-. Sigue volando. Si está aquí la encontraremos.
Maggie continuó planeando, ascendiendo y descendiendo sobre la superficie azul de la versión virtual del lago Lemán de Second Life. Así transcurrió casi un minuto, en silencio, y fue como si los dos se hallaran en un planeador, flotando a través del claro cielo de una ciudad real, en lugar de en una oscura e impersonal habitación de hotel en lo más profundo de la noche de Jerusalén.
Maggie estaba muy concentrada. No resultaba fácil mantenerse en la altitud correcta: demasiada altura, y las islas se convertían en simples puntitos; demasiado bajo, y perdían el sentido de la perspectiva. Si Uri tenía razón, necesitaban recrear la experiencia que había tenido de niño, en aquel avión, observando las islas que aparecían debajo.
– ¡Eh! ¿Qué es eso? -dijo Uri, señalando una pequeña extensión de tierra. Maggie tuvo que retroceder, hizo dar la vuelta a Lola. Cuando la vio, planeó sobre ella y descendió lentamente. -¡No puedo creerlo! -exclamó Uri-. ¡Aquí también!
– ¿Qué es, Uri? ¿A qué te refieres?
– Mira eso, ¿ves la forma de la isla? Mira esa forma. -Señaló los píxeles de la pantalla.
Maggie vio que era diferente. No era la masa tosca, más o menos circular, que parecían preferir la mayoría de los propietarios de islas en Second Life, sino que era una serie de líneas oscilantes con un gran cuadrado que sobresalía en su parte derecha. Se trataba de un diseño deliberado, pero no significaba nada para Maggie.
– ¿Qué es, Uri?
– ¿Ves eso de la derecha? Es Israel. ¿Y esa gran curva? Es Jordania. Estás viendo un mapa de Eretz Israel, del territorio completo de Israel según la idea que tienen los fanáticos de derecha que veneran a Jabotinski. La gente como mi padre. Imprimen esta silueta en las camisetas, las mujeres la llevan como colgante, Shtei Gadot, la llaman, que significa «las dos orillas». Incluso tienen una canción que dice: «El río Jordán tiene dos orillas, y las dos son nuestras».
– ¿Estás seguro?
– Conocía esa forma antes de saber el alfabeto, Maggie.
Crecí con ella. Créeme. Es cosa de mi padre.
Maggie clicó para dejar de volar y aterrizó entre salpicaduras en el agua que lamía la orilla de la isla. Caminó hacia tierra, pero alguna cosa la detuvo. Una línea roja, igual que un rayo láser que rodeara la isla, aparecía y le impedía el paso cada vez que se acercaba. Miró con detenida atención y comprobó que, vista de cerca, esa línea estaba compuesta por las palabras PROHIBIDA LA ENTRADA PROHIBIDA LA ENTRADA PROHIBIDA LA ENTRADA. Era una cerca perimetral eléctrica. Un pequeño mensaje apareció en pantalla: «No tiene acceso. No es miembro del grupo».
– ¡Maldita sea, está cerrado! -Su avatar permanecía inmóvil. Maggie buscó en la pantalla una ventana donde introducir la contraseña.
– Oye, Maggie, ¿quiénes son esos?
Maggie levantó la vista y sintió un escalofrío. Dos avatares la sobrevolaban a escasa distancia. Tenían esa extraña cabeza de conejo que había visto antes, pero ambos iban vestidos de negro. Se acordó de los que la habían agredido en el callejón: el pasamontañas negro, el cálido aliento… Miró a Uri.
– Nos están siguiendo. Están intentando poder conseguir antes que nosotros la información que tu padre dejó en este lugar. ¿Qué puedo hacer?
– ¿Puedes hablar con ellos?
Maggie miró fijamente la pantalla. Seguían flotando junto a ella. Apretó CHAT y, haciendo un esfuerzo por aparentar la naturalidad de su personaje, tecleó: «Hola, chicos. ¿Qué tal?».
Aguardó a que llegara la respuesta. Tres segundos, cinco, diez… Esperó hasta que el reloj de Second Life que había en la esquina de la pantalla marcó un minuto. Nada.
– Están esperando que hagamos un movimiento. Solo saben lo que averiguan a través de nosotros -dijo Maggie antes de intentar una vez más pasar a través de la barrera láser. «No tiene acceso. No es miembro del grupo.»
Los cabezas de conejo permanecieron cerca, sin moverse.
También ellos estaban fuera de la barrera, pero algo en su inmovilidad inquietó a Maggie. Se imaginó a sus operadores, fueran quienes fuesen, abriéndose camino entre complejos algoritmos, poniendo en marcha avanzados programas de desencriptación, intentando averiguar de qué modo podían forzar la barrera interpuesta por Guttman. Si eran lo bastante listos para haberla seguido -a ella o a Lola Hepbum- hasta aquel lugar de Second Life, difícilmente se dejarían detener por una simple barrera.
Volvió a apretar el botón de CHAT y tecleó: «¡Otra vez vosotros! ¿Tanto os gusto, chicos conejo?». -¡Maggie! ¿Qué haces?
– Les hago saber que lo sabemos.
Utilizó entonces la función de búsqueda de Second Life e introdujo la palabra «Guttman», Quizá había una forma natural de entrar en la isla, algo que habían pasado por alto.
– Voy a buscar una cosa -dijo Uri al tiempo que se dirigía hacia la puerta-. Vuelvo enseguida.
La búsqueda de «Guttman» seguía trabajando y tardó mucho más que antes. No aparecía nada en pantalla.
– Vamos, vamos… -murmuró Maggie.
Entonces, como si el juego obedeciera a sus palabras. Se oyó un «¡Swoosh!» y la imagen de la pantalla desapareció.
De repente, la pantalla se llenó con un paisaje que Maggie no reconoció. Había sido teletransportada a algún lugar de Second Life a pesar de que no había apretado ningún botón. ¿Habría tocado algo sin darse cuenta?
Entonces los vio: no dos cabezas de conejo, sino cuatro, rodeándola. Apretó la flecha de movimiento, se desplazó hacia delante unos pasos y se quedó muy quieta. Luego, volvió a ponerse en marcha y se metió rápidamente por un callejón lateral. Los cuatro hombres-conejo iban tras ella y le ganaban terreno. Se detuvo nuevamente.
Se dio cuenta de que en la vida real jadeaba. Quien fuera que manejara los cabeza de conejo estaba consiguiendo paralizar su avatar. No podría regresar a la isla del lago Lemán. Fuera cual fuese el mensaje que Shimon Guttman había encerrado allí, quedaría fuera de su alcance. Oyó la campanilla que anunciaba la apertura de las puertas del ascensor. Se volvió. No había nadie con ella en la habitación. ¿Adónde había ido Uri? Oyó pasos y, a través de las paredes de cristal, vio que un hombre se acercaba. En la oscuridad le fue imposible distinguir su rostro.
La puerta se abrió, y Maggie vio la figura entera: Uri con un montón de prendas marrones bajo el brazo. Sin dar explicaciones, se desabrochó el pantalón y se quitó la camisa. Los dejó debajo de una de las mesas, fuera de la vista. A continuación se vistió con la ropa que había llevado, un conjunto que parecía de poliéster de un feo color beis. Las perneras del pantalón le quedaban demasiado cortas, y tuvo que tirar de ellas para que le rozaran los zapatos. La transformación no tardó en completarse. Se había puesto el uniforme de botones del hotel.
– ¿Qué demonios?…
– Cualquiera que haya trabajado, como he hecho yo, en el turno de noche de un hotel, sabe una cosa: la habitación de la lavandería está en alguna parte. Solo tienes que dar con ella y entrar.
– Pero ¿por qué?
– ¿No lo entiendes? Esa gente nos ha estado espiando y siguiendo para que los llevemos hasta la tablilla. Y ahora ya tienen lo que quieren. Saben que la respuesta se encuentra en esa isla y la conseguirán. Ya no nos necesitan, Maggie. Somos un estorbo.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Maggie se volvió hacia la pantalla: Lola estaba rodeada por seis hombres-conejo. Le dio al botón VOLAR, para huir, no funcionó. Empezó a apretar todos los botones, al azar, pero no pasó nada. Los avatares de negro se acercaban y ocurrió algo más. El rostro de Lola Hepbum, la coqueta estudiante de Califomia con su cola de caballo, empezó a cambiar: los ojos cayeron como si se derritieran en lágrimas, y luego también la nariz. La cara de la criatura electrónica se deformó hasta convertirse en una masa informe.
Maggie contempló cómo todo el cuerpo de Lola seguía el mismo proceso. Sus pechos se fundieron en un líquido rojo, blanco y azul, como un helado al sol. El torso se desmoronó sobre las piernas hasta que, finalmente, todo el cuerpo acabó convertido en una masa gelatinosa rodeada por los avatares con cara de conejo, que se mantenían a la espera igual que buitres prestos a darse un festín de carne descompuesta. La única oportunidad de Maggie para conocer el secreto de Shimon Guttman había desaparecido.
– ¡Maggie!-Era Uri, que la llamaba desde la puerta antes de marcharse-. Dentro de tres minutos baja por la escalera de incendios. La puerta está ahí.-La señaló-. No cojas el ascensor. Baja por la escalera hasta donde puedas. No salgas al vestíbulo, sino una planta más abajo. Ahí está la cocina. Tan rápidamente como puedas, gira a la izquierda al pasar frente al ascensor y dirígete a la zona de las cámaras frigoríficas.
– ¿Y cómo diantre se supone que vaya…?
– Guíate por el frío. En la parte de atrás hay una plataforma de carga. Sal por allí. Yo te estaré esperando con un coche.
– ¿Y como piensas…?
– Hazlo.
Y convertido para todo el mundo en un miembro más del personal del hotel, desapareció.
Maggie recogió las pocas cosas que llevaba. Uri tenía razón.
Vigilaban todos sus movimientos, y sus perseguidores iban en serio. Lo había comprobado en carne propia la mañana anterior y había vuelto a. verlo hacía escasos segundos, cuando habían entrado en el juego y destruido el avatar que Liz le había prestado. Apagó el programa y se dirigió hacia la salida de incendios.
Cuando entró en la penumbra de la escalera se dio cuenta de que no tenía la menor idea de adónde se dirigía ni qué haría a continuación. Les habían arrebatado su única esperanza y la habían reducido a un montón de píxeles derretidos.