Tel Avív, sábado por la noche. Varios años después
Allí estaba la muchedumbre de siempre: los radicales de izquierda, los hombres con el pelo largo después de haber pasado un año viajando por la India, las chicas con piercings de diamantes en la nariz; la gente que siempre acudía a aquellos encuentros de los sábados por la noche. Juntos cantarían las conocidas canciones -«Shir shalom», Canción por la paz- y sostendrían los símbolos de siempre: las velas, abrigadas por las manos; o los retratos de Yitzhak Rabin, el héroe asesinado que había dado su nombre a aquel pedazo de terreno sagrado años atrás. Formarían un círculo en el centro de la plaza Rabin y repartirían panfletos y pegatinas o tocarían sus guitarras y las melodías flotarían en el cálido aire de la noche mediterránea.
Fuera de lo que era el núcleo principal, había rostros nuevos y menos conocidos. Para los veteranos de aquellas reuniones pacifistas, la visión más sorprendente eran las filas de Mizrachim, los judíos norteafricanos de clase trabajadora que habían llegado a pie o haciendo autostop desde algunos de los rincones más pobres de Israel. Desde siempre se contaban entre los votantes de tendencia más dura. «Conocemos a los árabes», decían, refiriéndose a sus raíces en Marruecos, Túnez o Irak, «sabemos cómo son». Duros y siempre alerta ante sus vecinos palestinos, la mayoría de ellos solían mofarse de los izquierdistas que acudían a esas manifestaciones. Sin embargo, allí estaban.
Las cámaras de televisión -de la TV israelí, la BBC, la CNN y el resto de principales cadenas internacionales- recorrieron la multitud, descubriendo más rostros inesperados y banderas con lemas en ruso agitadas por emigrantes judíos llegados de la antigua Unión Soviética, otro sector habitualmente partidario de la línea dura. Un cámara de la NBC encuadró una toma que hizo que su director soltara un silbido de entusiasmo: un hombre tocado con una kipá, el casquete de los judíos practicantes, junto a una mujer negra de origen etíope, ambos rostros iluminados por el resplandor de las velas que sostenían.
Unas cuantas filas más atrás había un hombre mayor en el que las cámaras no se habían fijado. No sonreía, y su rostro estaba contraído por una expresión de determinación. Se palpó bajo la chaqueta: seguía allí.
En la plataforma erigida provisionalmente para la ocasión había una hilera de reporteros que describían la escena para las audiencias de todo el globo. Uno de ellos, estadounidense, hablaba más alto que los demás.
– Estamos con ustedes en Tel Aviv en la que se considera una noche histórica para los israelíes y los palestinos. Dentro de unos días los dirigentes de ambos pueblos se reunirán en Washington, en los jardines de la Casa Blanca, para firmar un acuerdo que pondrá punto final a más de un siglo de conflictos. En estos momentos, las dos partes están hablando a puerta cerrada en Jerusalén, a menos de una hora de aquí, tratando de llegar a un acuerdo sobre lo que será la letra pequeña del tratado de paz. ¿Y dónde se desarrollan esas conversaciones? Bien, Katie, el lugar no podría ser más simbólico: se trata de Government House, el antiguo cuartel general de los británicos cuando' gobernaban el territorio, y se alza en el límite que separa el Jerusalén Oriental, predominantemente árabe, de la parte oeste de la ciudad, básicamente judía.
»Pero esta noche la acción está aquí, en Tel Aviv. El primer ministro israelí ha convocado esta manifestación para decir "Ken l'shalom", o "Sí a la paz", una iniciativa política destinada a demostrar al mundo y a los escépticos dentro de su propio país, que cuenta. con el respaldo necesario para llegar a un acuerdo con el enemigo histórico de Israel.
»Hay militantes de la oposición que afirman, enojados, que el primer ministro no tiene derecho a realizar las concesiones que se rumorea están sobre la mesa: devolver los territorios de Cisjordania, desmantelar los asentamientos judíos de los territorios ocupados y, sobre todo, dividir Jerusalén. Este último punto, Katie, constituye el principal escollo. Hasta el momento Israel había insistido en que Jerusalén debía seguir siendo su capital, como una ciudad unida, para toda la eternidad. Para los enemigos del primer ministro, así lo disponen las Sagradas Escrituras, y él está a punto de quebrantarlo, pero… Espera un momento, Katie. Creo que el mandatario israelí acaba de llegar…
Una corriente de energía agitó a la multitud cuando miles de rostros se volvieron para mirar hacia el escenario. El viceprimer ministro se acercó a los micrófonos entre educados aplausos. Aunque nominalmente era colega de partido del primer ministro, la multitud allí presente sabía que había sido desde siempre uno de sus más enconados rivales.
Habló demasiado, y solo consiguió ovaciones cuando dijo: «En conclusión…», Por fin, presentó al jefe, repasó sus logros, lo alabó como hombre de paz y luego tendió la mano y le pidió que subiera al estrado. Cuando el primer ministro apareció, la multitud estalló. Al menos treinta mil personas prorrumpieron en gritos y aplausos. Lo que expresaban no era afecto por él, sino por lo que se disponía a hacer, por lo que, según la opinión general, solo él podía hacer. Nadie más tenía credibilidad para llevar a cabo los sacrificios necesarios. En cuestión de días, al menos así lo esperaban todos, él pondría fin al conflicto que había marcado la vida de cada uno de ellos.
Tenía casi setenta años, era un héroe de cuatro guerras israelíes. Si hubiera lucido las medallas recibidas, no le habría bastado con una sola americana para prenderlas. Sin embargo, el único indicio de su paso por el ejército era la marcada cojera de su pierna derecha. Llevaba más de veinte años en la política, pero seguía pensando como un soldado. La prensa siempre lo había descrito como un halcón, perennemente escéptico ante los pacifistas y sus planes. Pero en esos momentos las cosas eran distintas, se dijo a sí mismo. Había una oportunidad.
– Estamos cansados -dijo, acallando a la multitud-. Estamos cansados de luchar todos los días, cansados de llevar el uniforme de soldados, cansados de enviar a nuestros hijos, chicos y chicas, a que empuñen un fusilo conduzcan un tanque cuando apenas han terminado el colegio. Luchamos, luchamos y luchamos, pero estamos cansados. Estamos cansados de gobernar a otra gente que nunca ha querido que la gobernáramos.
Mientras hablaba, el hombre que no sonreía se abría paso entre la multitud; respiraba pesadamente. «Slicha», repetía una y otra vez al tiempo que empujaba sin miramientos un brazo o un hombro para apartarlo de su camino: «Disculpe».
Tenía el cabello plateado y pecho de tonel. No era más joven que el primer ministro y su avance entre aquel gentío lo estaba agotando. Tenía el cuello de la camisa manchado de sudor. Parecía como si pretendiera coger un tren a punto de salir.
Llegó cerca de las primeras filas y siguió empujando. El agente de seguridad vestido de paisano situado en la tercera fila del público fue el primero que se fijó en él. De inmediato susurró un mensaje en el micrófono que llevaba en una manga. Eso alertó a los guardias de seguridad que acordonaban el escenario, quienes buscaron de inmediato su rostro entre el gentío. No tardaron en localizarlo. No hacía el menor esfuerzo por pasar inadvertido.
En esos momentos el oficial de paisano se hallaba a pocos pasos de distancia.
– Adoni, adoni -llamó. «Señor, señor.» Entonces lo reconoció.
– ¡Señor Guttman! -gritó. ¡Señor Guttman, por favor! Al oír aquello la gente se volvió. También ellos lo reconocieron. El profesor Shimon Guttman, erudito y visionario, o agitador de extrema derecha y charlatán, dependiendo del punto de vista. Siempre presente en las tertulias de la radio y la televisión. Se había hecho famoso meses antes, cuando Israel se retiró de Gaza y él acampó en la azotea de un asentamiento judío para gritar que era un crimen que los soldados israelíes tuvieran que devolver las tierras a los árabes, que no eran más que terroristas, ladrones y asesinos.
Siguió avanzando, pasó junto a una mujer que llevaba un niño sobre los hombros.
– ¡Señor, deténgase ahora mismo! -le advirtió el guardia. Guttman no le hizo el menor caso.
El agente empezó a abrirse paso hacia él a través de un grupo de adolescentes. Pensó en desenfundar su arma, pero decidió que no; eso desencadenaría el pánico colectivo. Volvió a llamar a Guttman y su voz quedó ahogada instantáneamente por la salva de aplausos.
– Nosotros no queremos a los palestinos, y ellos no nos quieren a nosotros -decía el primer ministro-. Nunca los querremos, y ellos tampoco nos querrán.
El agente se encontraba todavía a tres filas de Guttman, que avanzaba hacia el estrado. Estaba justo detrás del viejo. Una zancada más y podría agarrarlo. Pero la multitud era más compacta en aquella zona, y cada vez le costaba más abrirse paso. Se puso de puntillas, se echó hacia delante, rozando su hombro.
Guttman había llegado a una distancia del estrado desde donde hacerse oír. Alzó la vista y miró al primer ministro, que se acercaba al momento culminante de su discurso.
– ¡Kobi! -gritó, llamándolo por un apodo hace mucho olvidado-. ¡Kobi! -Los ojos se le salían de las órbitas y tenía el rostro muy colorado.
Los agentes de seguridad estaban rodeándolo: dos a cada lado y el primero que lo había visto, detrás. Estaban listos para saltar sobre él, para reducirlo en el suelo tal como los habían entrenado, cuando un sexto agente que se hallaba a la derecha del estrado detectó un movimiento repentino. Tal vez solo fuera un saludo, resultaba imposible asegurarlo, pero Guttman, sin dejar de mirar fijamente al primer ministro, parecía estar metiendo la mano bajo la chaqueta.
El primer disparo fue directamente a la cabeza, tal como lo había practicado cientos de veces. Tenía que ser en la cabeza para asegurar una parálisis inmediata. Nada de movimientos reflejos que pudieran activar una bomba suicida; nada de segundos de agonía que el sospechoso pudiera aprovechar para apretar el gatillo. El cráneo de Guttman estalló como una sandía madura, salpicando sangre y sesos a cuantos estaban alrededor.
En cuestión de segundos habían sacado del estrado al primer ministro, rodeado por una nube de agentes de seguridad que lo empujaban hacia el coche. La multitud, que treinta segundos antes sonreía y aplaudía, temblaba presa del pánico. Los de las primeras filas gritaban mientras intentaban alejarse corriendo de la horrible vista del cadáver. Cogiéndose de los brazos, la policía formó un cordón de seguridad alrededor del cuerpo de Guttman, pero era casi imposible retener la presión de la multitud. La gente gritaba y pateaba en el desesperado intento de alejarse.
Dos oficiales del ejército del séquito del primer ministro se abrían paso en sentido contrario, decididos a romper el improvisado cordón y llegar hasta el presunto asesino. Uno de ellos mostró una placa de identificación al policía más cercano y luego se deslizó bajo su brazo y entró en el círculo formado alrededor del cuerpo.
Apenas quedaba nada de la cabeza del hombre para identificarlo, pero el resto del cuerpo estaba casi intacto. Se había desplomado boca abajo, y el oficial dio la vuelta al cadáver. Lo que vio lo dejó pálido.
No fueron las cuencas sin ojos ni el cráneo astillado; había visto eso antes. Fueron las manos o, mejor dicho, la mano derecha. Seguía cerrada, pero no alrededor de una pistola sino de un pedazo de papel que se había manchado de sangre. Ese hombre no había intentado sacar un revólver, sino una nota. Shimon Guttman no quería matar al primer ministro. Quería decirle algo.