Carretera Afula-Bet Shean, norte de Israel, miércoles, 20.15 h
Sus órdenes estaban muy claras: entrar, localizar y posiblemente destruir y salir. Por encima de todo, no dejarse atrapar. El director de Operaciones lo había dicho con todas las letras: aquella no iba a ser una misión suicida.
Iban cuatro en el coche. No se conocían, y utilizaban únicamente los nombres que les habían dado: Ziad, Daoud, Marwan y Salim. Ziad estaba al mando.
Miró el reloj y le preocupó otra vez que aquella operación empezara mal. Era demasiado pronto. Hubiera sido mucho mejor actuar en plena noche, pero el jefe había dicho que aquello era urgente; no había tiempo que perder.
– Bien. Apaga las luces. -La carretera secundaria se convirtió enseguida en un camino de tierra adecuado para un tractor, no tanto para el Subaru de alquiler-. Bien. Para el motor.
Habían llegado a un campo de algodón lo bastante crecido para ocultar el automóvil. Justo como les habían dicho. Los chicos del equipo de reconocimiento habían hecho un buen trabajo.
Los cuatro hombres empezaron a vestirse de negro. Ziad entregó a cada uno un pasamontañas para que se taparan la cara y se aseguró de que ninguno de ellos llevara nada que pudiera identificarlo. Todos llevaban una pequeña linterna en el bolsillo, un mechero, un cuchillo y una metralleta Micro-Uzi. Ziad y Marwan cargaban además con bolsas de agua de ciclista atadas a la espalda. Solo que en lugar de agua contenían gasolina.
Todos conocían el plan: caminarían durante unos veinte minutos a través de los campos que pertenecían al kibutz hasta que divisaran su objetivo. Una vez hubieran comprobado que no había nadie por los alrededores, saldrían rápidamente.
Ziad vio las luces del perímetro. Las plantas de algodón no tardarían en dar paso al asfalto del aparcamiento para visitantes y las carreteras de servicio. También estarían iluminadas. Aquella sería la zona más peligrosa.
Como estaba previsto, no tardó en ver el cartel en inglés y hebreo que daba la bienvenida a los visitantes al KIBUTZ HEPHZIBA, SEDE DE LA LEGENDARIA SINAGOGA BET ALPHA. En silencio, dio orden de que se agacharan. De uno en uno, los cuatro hombres corrieron agazapados hacia la zona que el mapa de Ziad describía como la entrada del edificio. Tal como esperaban, la puerta estaba cerrada. Ziad hizo un gesto afirmativo a Marwan, que sacó una ganzúa y forzó la cerradura. Entraron sigilosamente mientras Ziad se aseguraba de que nadie los hubiera visto a la luz del aparcamiento.
El interior estaba completamente a oscuras. Los hombres esperaron meterse hasta el fondo para encender sus linternas; no querían correr el riesgo de que la luz se filtrara por las ventanas del centro para visitantes. Ziad fue el primero en utilizar la suya; iluminó el objeto de mayor interés de aquel lugar: el tesoro que desde 1930 atraía a visitantes de todas partes.
Era un mosaico de estilo romano, intacto, de unos diez metros de largo por cinco de ancho. Incluso con aquella luz, Ziad distinguió con claridad los colores formados por las incontables y diminutas teselas: amarillos, verdes, ocres, marrones, un poco de rojo intenso; una textura más áspera, como la del ladrillo, junto con los intensos negros y blancos, además de una infinita variedad de grises. Tal como le habían explicado, el suelo estaba dividido en tres paneles claramente diferenciados. El más alejado parecía representar el boceto de una sinagoga que incluía un par de los tradicionales candelabros judíos, la menará; en el centro había una primitiva representación del sacrificio de Isaac por parte de su padre Abraham.
Pero su mirada fue inmediatamente atraída por el panel central, el más grande. Mostraba un círculo dividido en doce segmentos, uno por cada signo del zodíaco. Ziad iluminó con su linterna las imágenes y se detuvo en la más nítida: un escorpión junto a unos gemelos, un camero y un arquero. No era su intención entretenerse, pero no pudo evitarlo. Aquella obra de arte, de más de mil quinientos años de antigüedad, era tan vívida que costaba apartar la vista.
– Bien. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
Marwan empezó a examinar el panel del fondo; Doud, el más próximo; y Salim, el zodíaco central. Si encontraban el más leve indicio de manipulación reciente debían avisar en el acto a los demás. Si habían enterrado algo allí durante los últimos días, tenían que encontrarlo.
Entretanto, Ziad debía localizar la oficina del museo y registrar minuciosamente cada cajón y cada archivador. Si se topaba con una caja fuerte, tenía que abrirla y no dejar una mota de polvo sin remover. El director había sido explícito: «Tuvo que esconder ese objeto a toda prisa, no le dio tiempo de hacerlo a conciencia. Si está allí, lo encontraréis».
Ziad empezó por los cajones del escritorio. La basura de costumbre: gomas elásticas, tarjetas de visita, grapas, clips y sobres. Había también una vieja caja de metal como las que se utilizan para guardar tabaco de pipa; parecía ofrecer posibilidades. La sopesó. El peso parecía corresponder, pero dentro solo encontró tarjetas de Miembro de Amigos del Museo atadas con una goma; por eso habían sonado como si formaran un todo.
Comenzaba a registrar uno de los archivadores cuando oyó un ruido, un crujir de pasos en la gravilla del exterior. Un segundo más tarde el despacho se llenó con el haz de una linterna, como si un reflector exterior hubiera barrido el edificio.
– Mee zeh? ¿Quién está ahí?
Sin que Ziad tuviera que darles ninguna orden, los miembros del grupo apagaron al instante sus linternas y se quedaron muy quietos. Normalmente cualquier vigilante habría creído que había visto un reflejo de su propia linterna y habría seguido la ronda. Pudiendo elegir entre tomarse la molestia de abrir un local cerrado y adentrarse en él o no hacer nada, habitualmente prevalecía la pasividad. La gran aliada de los ladrones e intrusos en todo el mundo: la pereza del personal de seguridad.
Pero aquel vigilante no era como los demás. Avanzó y el haz de la linterna fue agrandándose a medida que se aproximaba a la puerta de cristal. Ziad, petrificado en el despacho, con la mano todavía en el tirador del archivador que acababa de abrir, oyó el tintineo de las llaves. En cuestión de segundos el vigilante comprendería que la puerta había sido forzada.
No había tiempo que perder. Desenfundó el arma y salió al vestíbulo principal, desde donde tenía una clara línea de visión de la puerta de cristal. Se dio cuenta de que el guardia alzó la vista y vio, no a él ni a los otros, sino las sombras que proyectaban contra la pared y que la luz de la linterna del guardia hacía colosales. Sin vacilar, Ziad apuntó con su Micro-Uzi y disparó un proyectil de nueve milímetros que atravesó el cristal e impactó en la cabeza al vigilante.
El estruendo del cristal haciéndose añicos y la explosión del cerebro fue la señal para un inmediato cambio de táctica. El objetivo ya no era encontrar el objeto, sino ocultar la verdadera naturaleza de su misión. Ziad volvió al despacho y, olvidando su meticuloso registro, lo puso patas arriba. Abrió todos los cajones y tiró su contenido al suelo; no encontró nada. A continuación volcó los archivadores, barrió la mesa con el brazo, hizo volar todo lo que había, y destrozó las ventanas con la culata del arma.
Se dio la vuelta y vio que Daoud y Marwan llevaban el cuerpo del vigilante como si fuera una camilla. En silencio contaron hasta tres y lo arrojaron al suelo, entre los restos del material de oficina. Cuando el cadáver cayó entre los cristales rotos se oyó un crujido. Luego, con un movimiento ligero, Marwan se quitó la bolsa de ciclista que llevaba a la espalda, la destapó y empezó a rociar el despacho con gasolina.
Entretanto, Salam iluminó con su linterna el panel del vestíbulo que explicaba a los turistas la exposición de Bet Alpha, sacó un spray de pintura roja y escribió en árabe: «No habrá paz para Israel hasta que haya justicia en Palestina. No habrá descanso para Bet Alpha hasta que lo haya en Jenin».
Concluido el trabajo, se volvió hacia los otros tres, que estaban junto a la puerta del despacho del museo, y se cruzaron una rápida pregunta con la mirada: «¿Listos?». Entonces Ziad encendió el mechero y lo arrojó al suelo del despacho; el cuerpo empapado de gasolina del guardia prendió al instante.
Las llamas brotaron de inmediato, alzándose hasta tal altura que Ziad y los suyos las vieran prácticamente durante los veinte minutos que tardaron en atravesar en silencio los campos del kibutz. El primer camión de bomberos apareció en el mismo momento en que los cuatro hombres llegaban al coche que habían dejado al otro extremo de la plantación de algodón. Mientras conducían de vuelta a Mula se cruzaron con otros dos camiones de bomberos y varios coches de la policía.
Ziad cogió el móvil y envió un mensaje de texto al director: «El escondite ya no existe».