Jerusalén, jueves, 13.49 h
Maggie hizo lo posible para que no se le notara lo que le había ocurrido. Pasó ante los guardias de seguridad de la puerta del hotel -dos jóvenes que preguntaban a todos los huéspedes si llevaban algún arma y cacheaban a los que les parecían sospechosos- con aire decidido y tan erguida como pudo. Con el tiempo había aprendido que, de todos los elementos del lenguaje corporal, la manera de andar solía ser el más elocuente. Los negociadores mediocres siempre ponían énfasis en las demostraciones de masculinidad: un firme apretón de manos, un mirar a los ojos fijamente… Pero olvidaban que la primera batalla se ganaba en el momento en que las partes entraban en la habitación. Había que hacerlo victoriosamente, confiando plenamente en las propias posibilidades, controlando el espacio. Los que entraban arrastrando los pies o con aire vacilante perdían la iniciativa y pasaban el resto del tiempo a la defensiva.
Maggie intentó insuflar ese conocimiento a sus doloridos músculos y huesos cuando cruzó la puerta automática del hotel y vio a Uri dando vueltas por el vestíbulo como un tigre enjaulado. No quería que pudiera intuir lo que le había ocurrido en el mercado. Nunca había entendido a las chicas del colegio que no habían dicho una palabra acerca del padre Riordan, a pesar de lo que les había hecho. Pero en ese momento las comprendía.
Por fortuna, Uri no le preguntó cómo se encontraba, sino únicamente qué había averiguado. Ella le habló del verdadero Afif Aweida, el marchante de antigüedades que traficaba con objetos robados y que seguía con vida mientras su primo, el verdulero que se llamaba igual, había sido asesinado. Cuando se lo contó, Uri sonrió con amargura.
– ¿De qué te ríes?
– Me estoy acordando de algo que pasó hace tiempo. No a mí, a unos colegas míos. -¿Qué?
– Un error grave de identidad. Ocurrió durante la segunda guerra del Líbano, hace unos pocos años. Las fuerzas especiales israelíes capturaron a un tipo que se suponía que era el jefe de Hizbullah. Fue todo un éxito para los servicios de inteligencia. Lo malo es que en realidad era un simple tendero de Beirut. El mismo nombre, pero el hombre equivocado.
– ¿Crees que los servicios de inteligencia israelíes mataron a Aweida?
– No he dicho eso. Solo digo que esos errores ocurren. Podría haberlo cometido cualquiera.
Caminaban por la calle Shlomzion Ha'Malka hacia el coche de Uri. A Maggie le habría gustado subir a su habitación y asearse un poco, pero él le había dicho que no había tiempo que perder. Mientras subían al coche, le contó lo que creía que había ocurrido: que Shimon Guttman había estado en la tienda de Aweida, había descifrado varias tablillas de arcilla y había dado con una de gran importancia política, una cuyo texto podía tener grandes consecuencias en la marcha de las negociaciones de paz; luego, había llamado a Baruch Kishon, su colega de toda la vida en el campo de la acción política, para hablar con él del mejor modo de dar a conocer su descubrimiento, y después se había lanzado a hacer llegar la información al primer ministro.
– Para que mi padre estuviera tan alterado tenía que haber descubierto algo que demostraba que los judíos llevaban en esta tierra desde siempre, algún documento en hebreo de miles de años atrás.
– ¿Como el mosaico de la sinagoga de Bet Alpha?
– Quizá.
Maggie se mordió el labio y miró las calles por la ventanilla.
Hombres vestidos de negro y tocados con el clásico sombrero de ala ancha, algunos de ellos adornados con piel a pesar del calor. Mujeres envueltas en vestidos sin forma y cargadas con bolsas de la compra. Uri siguió la mirada de Maggie.
– Lo religioso se está apoderando de este lugar. En fin, no tardaremos en saber qué fue lo que mi padre encontró. Su abogado estaba fuera del país, ha llegado esta mañana y ha visto que le esperaba esa carta.
– ¿Te ha dicho cuánto tiempo llevaba en el buzón?
– Según parece, mi padre la llevó en mano el sábado pasado.
Ambos intercambiaron una mirada.
– Lo sé -dijo Uri-. Yo pensé lo mismo. Es como si mi padre supiera que iba a ocurrirle algo.
Siguieron avanzando en silencio mientras Maggie repasaba los acontecimientos de la mañana y de la noche anterior. Ojalá encontrara la manera de dar sentido a todo aquello… Quizá debería explicar a Uri el incidente del mercado; quizá entre los dos podrían averiguar la identidad de sus agresores. Pero ya le había revelado mucho de sí misma la noche anterior. Se disponía a decir algo cuando Uri encendió la radio y sintonizó las noticias del mediodía. Una vez más, se las fue traduciendo.
– Dicen que todo el mundo teme el desenlace de las conversaciones de paz de Oriente Próximo después de que ambas partes hayan reconocido que las negociaciones se han interrumpido. Hay imágenes de satélites que muestran que el ejército sirio se ha movilizado cerca de la frontera. El ejército egipcio ha cancelado todos los permisos. Y al parecer el presidente de Irán ha dicho que si Israel rechaza esta última oportunidad de ser aceptado en la región, la región deberá eliminar a Israel de una vez por todas. «Extirpar ese cáncer.» Washington ha manifestado que cualquier uso de armas nucleares contra Israel será «debidamente» castigado.
«¡Santo Dios! -se dijo Maggie-, Miller y el resto no bromeaban. El mundo entero está pendiente de las negociaciones. Si fracasan se puede producir una verdadera catástrofe geopolítica.» Entonces, en medio del parloteo en hebreo, identificó dos palabras conocidas e inesperadas.
– ¿Qué ha pasado, Uri?
Él levantó la mano pidiendo silencio y palideció. Cuando por fin habló, lo hizo con un hilo de voz.
– Dicen que se van a celebrar funerales por un veterano periodista, Baruch Kishon, que se ha matado en un accidente de coche en Suiza, en las afueras de Ginebra.
– Uri, para el coche. Ahora mismo.
Pero Uri estaba metido en pleno tráfico y no podía apartarse. La mente de Maggie funcionaba a toda velocidad. Alguien se estaba adelantando a cada uno de sus movimientos. Ella y Uri habían descifrado el nombre de Afif Aweida en el apartamento de Kishon y, unas horas después, un hombre llamado Afif Aweida yacía muerto en pleno mercado de Jerusalén. Ellos eran los únicos que habían estado en casa de Kishon y habían descubierto que había recibido la última llamada de Guttman. Pero alguien había eliminado también a Kishon.
Aquello solo podía significar una cosa: los estaban siguiendo y estaban grabando todas sus conversaciones. Era eso. No podía haber otra explicación.
Uri apretaba el claxon para apartarse y detenerse a un lado. A menos que…
¿Dónde había dicho Uri que había realizado el servicio militar? En inteligencia. Y era la única persona que sabía todo lo que ella sabía. Maggie estaba segura de que no había mencionado el nombre de Kishon a nadie más; sin embargo, el periodista había muerto, con toda probabilidad asesinado.
Había confiado en Uri inmediatamente y totalmente. Tal vez había sido un error. Ya se había equivocado otras veces juzgando a la gente.
Se sentía mareada y aturdida; tenía las manos pegajosas. Se volvió para mirarlo. Pensó en el hombre que aquella mañana le había plantado la mano ahí. No había podido verle la cara ni identificar su voz; el acento le había parecido extraño. Entonces se le ocurrió que podía haber sido el de alguien que disfrazara la voz a propósito. ¿Era posible que Uri la hubiera seguido hasta allí? ¿Era posible que el tipo del pasamontañas fuera él? Esperó a que el tráfico les permitiera detenerse. Entonces intentó alcanzar el tirador de la puerta para abrirla.
Pero Uri fue más rápido. Presionó el mecanismo de su lado que bloqueaba las puertas. Maggie estaba atrapada. Uri la tenía acorralada.
Se volvió hacia ella y con voz firme y tranquila dijo: -No vas a ir a ninguna parte.