Capitulo 35

Jerusalén, jueves, 11.11 h

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba tirada en el suelo. Podía ser un minuto, cinco o diez. La empujaron, se largaron sin que ella viera por dónde, y se quedó allí inmóvil. Ni siquiera telefoneó para pedir ayuda. Estaba demasiado paralizada, temporalmente aturdida por lo ocurrido. Desgraciadamente, su cuerpo insistía en evocar la sensación de la lengua en su oreja y la mano en su entrepiema. Su piel, su carne, recordaban esa invasión con cruel exactitud.

Maggie se obligó a calmarse, a convencerse de que podría haber sido mucho peor, que podrían haberla matado, cuando vio que le tendían una mano.

Una mujer la miraba con cara de preocupación y desconcierto. Al cabo de un momento, las arrugas de su rostro se relajaron.

– Usted es la mujer estadounidense. La vi en casa de Aweida. -De nuevo se puso tensa-. ¿Qué hace aquí?

Maggie se vio obligada a levantarse, a sacudirse el polvo y a colocarse la coraza que había desarrollado en los últimos años. No dijo nada, solo dio un respingo cuando, al ponerse de pie, una punzada le atravesó la espalda como un relámpago, un destello que le llenó los ojos de lágrimas.

La mujer iba delante, la guiaba por el callejón hacia el cable de tender la ropa. Al final había un par de peldaños que daban a un patio de unos pocos metros cuadrados. Luego, una habitación con una cocina en un rincón, un televisor y un niño dibujando en una mesa. Tal vez era uno de los chicos a los que había visto jugar al fútbol. Quizá el niño había visto algo. O tal vez no era allí donde los chicos estaban jugando al fútbol, si no en el otro extremo del callejón. Estaba completamente desorientada.

Se sentó en un sofá mientras su rescatadora encendía un hornillo de gas para prepararle un poco de té con menta; sin embargo, lo único que Maggie anhelaba era una taza del Typhoo de su madre como solía tomarlo su padre: con tres terrones de azúcar. Se miró las manos, que le temblaban, y se dio cuenta de lo lejos que se hallaba de casa. Habían pasado casi veinte años y seguía estando en el mismo sitio: en medio de ninguna parte, rodeada por gente dispuesta a ejercer la más implacable violencia.

– Bienvenida a mi casa.

Era una voz masculina, y Maggie se sobresaltó. Alzó la vista y se encontró con un hombre con un gastado traje azul, de cara larga y delgada, y un pelo denso, negro y muy corto que empezaba a encanecer.

La mujer se dio la vuelta, y los dos empezaron a hablar en árabe. Ella le explicaba lo ocurrido, señalaba a Maggie y gesticulaba constantemente.

– Ahora está usted a salvo -dijo él con una breve sonrisa que la inquietó.

Le dio la espalda y Maggie suspiró de alivio. No quería ver a aquel hombre. Sin embargo, no se había marchado, solo había ido a por un cenicero.

– Así que es usted estadounidense…

– Soy irlandesa -repuso en voz baja y con tono distante.

– ¿Ah, sí? Nos gustan mucho los irlandeses, pero usted trabaja para Estados Unidos, ¿me equivoco?

Exhibía una forzada sonrisa que hacía que Maggie evitara mirarlo. Cuando la mujer llevó el té, Maggie agradeció la distracción, la oportunidad de concentrarse en el vaso y la cucharilla para evitar hablar con aquel individuo.

– ¿y qué hacía usted por aquí?

– ¡Nabil!

Maggie supuso que la esposa estaba diciendo a su marido que la dejara en paz. Mientras los dos hablaban, se metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Tenía un mensaje de Uri: «¿Dónde estás?»,

Se disponía a responder cuando su anfitrión se inclinó sobre ella, como si quisiera quitarle el aparato.

– No necesita llamar a nadie. Nosotros nos ocuparemos de usted. ¿Qué necesita? Cualquier cosa que necesite, solo tiene que pedirla.

Maggie sintió de repente la urgente necesidad de marcharse, de salir de aquel laberinto de oscuras callejuelas y ver la luz del sol. Deseaba quitarse la ropa que llevaba y meterse bajo la ducha el tiempo necesario para limpiarse de…

– Por favor, explíquemelo: si trabaja para el gobierno de Estados Unidos, ¿cómo es que está aquí sola? ¿Dónde está su escolta? -La sonrisa era tan amplia como antes, dejaba al descubierto todos los dientes-. ¿De verdad que no hay nadie aquí para protegerla?

Maggie notó que las manos, hasta entonces tan frías e inertes como el resto de su cuerpo, empezaban a sudarle. Instintivamente miró hacia la puerta por donde había llegado. Estaba cerrada.

La mujer llevó un poco más de té y a continuación se dirigió a la habitación contigua con sus hijos. Maggie se quedó sola con aquel individuo. Quería llamar a Davis al consulado, o a Uri, o a Liz, en Londres, a quien fuera; pero temía la reacción del desconocido. ¿Le arrebataría el teléfono? ¿Se lanzaría contra ella? ¿Quién era?

Con toda la naturalidad de la que fue capaz, se levantó, se estiró y, como si estuviera intentando librarse educadamente de una cita para tomar el té con una tía abuela muy pesada, declaró que tenía que marcharse, -Pero ¿adónde va a ir?

Maggie no sabía dónde se encontraba ni cómo salir de allí. -Mi hotel está en Jerusalén Occidental.

– ¿y por qué no se aloja en Jerusalén Oriental? Es bonito.

Tiene el hotel American Colony. Todos los europeos se hospedan ahí. ¿Por qué nunca hay ningún estadounidense? Ustedes solo quieren ver a los israelíes.

Maggie estaba demasiado cansada para soportar aquello, un conflicto tan enconado que hasta la elección de un hotel podía provocar un incidente diplomático.

– No, no -empezó a decir-, no es eso.

Mientras hablaba, se dirigió a la puerta del pasillo. Apoyó la mano en el picaporte y lo giró, pero no se abrió. Cerrado.

Notó entonces al hombre a su espalda, inclinándose y tendiendo la mano para coger el tirador. Su proximidad la hizo estremecer, le recordó el oscuro callejón y el húmedo aliento. Deseó poder quitárselo de encima.

Pero antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, él abrió la puerta que daba al pequeño patio. Maggie salió con el hombre pisándole los talones.

– Por favor, se lo vuelvo a preguntar: ¿qué hacía usted aquí?

– Fui a casa de Afif Aweida.

– Sí, y luego ¿adónde se dirigía?

– Quería ir a ver a su primo, al otro Afif Aweida.

– Bien, yo la llevaré.

– No, no hace falta. Lo único que quiero es volver a mi hotel.

Pero el hombre no la escuchaba. La cogió por el codo y se internó con ella por el laberinto de callejuelas de la Ciudad Vieja. «¿Me habré vuelto loca?», se preguntó Maggie por segunda vez en… ¿cuánto tiempo? ¿una hora? ¿dos?, mientras seguía al desconocido por aquella extraña ciudad. Sin embargo, en esos momentos no sentía ni rastro de la despreocupación anterior. Su corazón latía desbocado, miraba a izquierda y derecha, se giraba constantemente, pero sobre todo no quitaba ojo al individuo que la guiaba. ¿Era una trampa? ¿La había conducido Sari Aweida hasta sus agresores? ¿Haría lo mismo aquel hombre?

Pensó en la posibilidad de echar a correr, pero ¿adónde? En aquel laberinto de callejuelas se perdería sin remedio. A medida que se aproximaban al mercado, las calles cada vez estaban más llenas de gente. Vio a un grupo de mujeres algo más jóvenes que ella; parecían turistas. Podía correr hasta ellas, pero luego ¿qué?

Nabilla conducía por un camino que giraba y serpenteaba entre los puestos de los comerciantes, rebosantes de bongos de piel de cabra, gruesas alfombras y recuerdos tallados en madera. Había parejas de ancianos que paseaban tranquilamente; incluso un grupo de turistas japoneses. Según parecía, los informes que había leído en el avión estaban en lo cierto: la actividad de aquel mercado, que en los años de la Intifada había cesado casi por completo, se recuperaba a medida que los turistas volvían a pasear por la Ciudad Vieja. El mérito correspondía a las conversaciones en Govemment House: la simple perspectiva de la paz era suficiente para que la gente volviera, ya fueran cristianos deseosos de recorrer la vía Dolorosa, musulmanes que iban a rezar a la Cúpula de la Roca o judíos impacientes por deslizar una nota con unas palabras dirigidas a Dios en las grietas del Muro de las Lamentaciones.

Giraron a la izquierda y se metieron por el mercado de la carne. A Maggie le entraron náuseas al ver las hileras de reses muertas, con las costillas al aire y la carne roja y sangrienta. Vio una hilera de cabezas de cordero en una tabla de cortar, apartó la vista y se topó con los charcos de sangre del suelo.

– Ya no falta mucho, casi hemos llegado -dijo Nabil.

De repente volvieron a verse rodeados de recuerdos para turistas y souvenirs kitsch. Para Maggie fue un alivio perder de vista los puestos de carne y sentirse rodeada de gente. Se detuvieron ante una joyería.

– Por favor, es aquí. Esta es la tienda de Afif Aweida. Maggie entró apresuradamente, seguida por Nabil, que estrechó la mano a un joven que estaba sentado tras el mostrador. Oyó que Nabille decía algo en árabe y la palabra «americana» mientras la señalaba.

Instantes después, un hombre de mediana edad, con gafas de pasta negra y un jersey de cuello de pico, salió de detrás de un aparador de cristal lleno de joyas de oro y plata. Para Maggie fue casi como si lo conociera: había visto muchos hombres como él en África, de mediana edad, bien vestidos, intentando ofrecer una apariencia occidental, como si así desafiaran el caos y la pobreza que los rodeaba.

– Ha sido un placer verte. Gracias, Nabil.

Maggie se dio la vuelta y vio que Nabil saludaba tímidamente por encima del hombro y se iba. Ella le dio las gracias en voz alta, pero sin excesiva convicción. Unos segundos antes había albergado todo tipo de sospechas hacia él, incluso había temido que la agrediera. Después de lo que le había ocurrido, no era de extrañar. Y sin embargo había resultado ser igual que su esposa, un desconocido que simplemente quería ayudar. Se sintió confundida y, de repente, tomó de nuevo conciencia de cómo la habían tocado. Y con ello volvió el recuerdo de la voz del segundo agresor, caliente y jadeante: «De lo contrario, volveremos por más». ¿Quién era? Apartó la pregunta de su mente, se acercó a Aweida y le tendió la mano con una sonrisa.

– Me alegro de verlo, señor Aweida, pensaba que estaba muerto.

– Lo dice por lo que le ha ocurrido a mi primo. Un crimen terrible. Terrible.

– ¿Cree que usted era el verdadero objetivo?

– Lo siento, no la entiendo.

– ¿Cree que los hombres que asesinaron a su primo mataron al Afif Aweida equivocado?

– ¿Cómo puede haber un «Afif Aweida equivocado»? A mi primo lo apuñalaron porque sí. Podría haberle pasado a cualquiera.

– Yo no estoy tan segura. ¿Sabe de alguna razón por la que su vida pueda correr peligro, señor Aweida?

Para sorpresa de Maggie, el comerciante parecía realmente perplejo ante sus preguntas. Estaba de luto por la muerte de su primo, pero los palestinos estaban acostumbrados a llorar a sus muertos. El hombre lo sentía, eso de compartir el mismo nombre creaba un vínculo. Pero eso no significaba que tuviera que estar asustado, ¿no? Maggie comprendió que debía comenzar por el principio.

– ¿Podemos hablar en algún lugar privado, señor Aweida?

Quizá en su trastienda… -Señaló con la cabeza la puerta por la que él había aparecido al llegar ella.

– No, no hace falta. Podemos hablar con libertad aquí mismo.-Dio una palmada para indicar al joven del mostrador que se fuera.

Maggie se levantó y se encaminó hacia la puerta del fondo.

Quería poner a prueba a Aweida. Como esperaba, el hombre se levantó y le cerró el paso.

– .-Señor Aweida, trabajo para el gobierno estadounidense en las negociaciones de paz. No me interesan los negocios que haga en esta tienda ni nada de lo que pueda guardar usted tras esa puerta, pero necesito que me ayude porque su primo no fue asesinado por azar y mucha más gente morirá si no descubrimos qué está pasando.

Aweida palideció. -Siga.

– ¿Conocía a Shimon Guttman?

Aweida pareció de nuevo nervioso.

– De nombre, sí. Era un hombre famoso en Israel. Lo mataron el sábado.

Maggie estudió su rostro y vio el mismo nerviosismo que había visto un momento antes, cuando mencionó la trastienda. Empezó a comprender.

– Afif, escuche, no soy policía. No me importa qué compra o vende aquí. Lo que sí me importa es asegurarme de que el proceso de paz no se interrumpa. En caso contrario, morirán muchos palestinos como su primo y muchos israelíes como el profesor Guttman. Así pues, volveré a preguntárselo. Le juro que su respuesta no saldrá de estas cuatro paredes. ¿Conocía a Shimon Guttman?

Aweida miró por encima del hombro de Maggie para asegurarse de que no hubiera nadie y respondió en voz baja:

– Sí.

– ¿Y tiene idea de por qué pudo haber mencionado su nombre a otra persona la semana pasada?

Aweida frunció el entrecejo.

– No. No sé por qué iba a mencionar mi nombre a nadie.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– La semana pasada.

– ¿Puede contarme lo que pasó?

A regañadientes, Aweida se sentó y le contó la breve e inesperada visita que Guttman le había hecho en la tienda, la primera desde hacía mucho. A medida que Maggie iba tirándole de la lengua, Aweida, con frases cortas le habló de su «acuerdo», según el cual Guttman le descifraba los textos de las tablillas antiguas y se llevaba una a cambio.

– . -¿Y dice usted que ninguna de esas tablillas parecía especial?

– Todas eran normales: trabajos escolares, listas e inventarios caseros.

– ¿Nada más?

Nuevamente asomó la expresión de inquietud.

– Bueno, había una que era… una carta de una madre a su hijo.

– ¿Y el profesor Guttman se la llevó?

– Intentó convencerme para que se la diera, pero al final renunció. Dejó que me la quedara y se llevó otra en su lugar.

Maggie se echó hacia atrás. Algo en esa escena le resultaba familiar.

– Dígame, ¿se puso pesado con esa tablilla nada más haberla leído o fue después de haber descifrado el resto? -Señorita Costello, hace una semana de esto.

– Intente recordar.

– Las leyó todas y luego decidió que aquella era la más interesante.

«No, no fue así», se dijo Maggie. Por supuesto que esa escena le resultaba familiar. Ella había hecho lo mismo en otras ocasiones. Durante una ronda de negociaciones en los Balcanes insistió en que cierta carretera que daba acceso al mar era un punto irrenunciable y que la entrega de las armas podía esperar. No podía presentarse ante su gente sin aquella carretera. Tal como había previsto, el otro bando propuso inmediatamente entregar las armas, pero se mantuvo inflexible en la cuestión de la carretera. Con expresión sombría, contestó que vería qué podía hacer. Luego se levantó y fue a la sala donde la esperaban los otros para decirles que había conseguido lo que más deseaban: la entrega de las armas.

Guttman también había empleado el mismo truco: había luchado por las manzanas cuando lo que deseaba realmente eran las naranjas.

– ¿Y tiene usted alguna idea de lo que ponía en la tablilla que se llevó?

– Dijo que era un inventario, de una mujer.

– ¿Y usted lo creyó?

– No sé leer la escritura cuneiforme, señorita. Solo sé lo que el profesor me dijo.

– Una última cosa: ¿de qué humor estaba cuando se marchó?, ¿qué aspecto tenía?

– Ah, eso sí lo recuerdo. No parecía encontrarse bien. Como si necesitara un vaso de agua. Se lo ofrecí, pero no lo quiso y se marchó con mucha prisa.

«No me cabe la menor duda.»

– ¿y esa fue la última vez que lo vio o supo de él?

– Sí, hasta que oí las noticias.

– Gracias, señor Aweida. Se lo agradezco enormemente.

Mientras se levantaba y caminaba hacia la salida, comprendió la sensación que Guttman había experimentado: la certeza de haber realizado un importante descubrimiento y la necesidad de compartirlo con alguien.

Una vez fuera y sintiéndose a salvo entre la marea de turistas, sacó el móvil y marcó el número del hijo de Guttman. -Uri, creo que ya sé de qué va esto.

– Bien, ya me lo contarás por el camino.

– Por el camino ¿adónde?

– ¿No has recibido mi mensaje? El abogado de mi padre acaba de llamarme. Me ha dicho que tiene algo para mí. Un mensaje.

– ¿De quién?

– De mi padre.

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