Jerusalén, viernes, 9.52 h
Fue como si estuviera apurando el depósito de emergencia. Notó que echaba mano de sus últimas reservas de contención y auto control y de esa misteriosa droga interior que era capaz de producir cuando las circunstancias realmente lo exigían y que, mediante un acto de voluntad suprema, le permitía anular el dolor.
Se oyó hablar en el tono calmado y tranquilo que utilizaba ante una crisis.
– No sé más de lo que saben ustedes. Han visto todo lo que he visto. El mensaje de Shimon Guttman nos llevó a ustedes y a mí a los túneles del Muro de las Lamentaciones.
– ¿Se refiere al mensaje que halló en el juego de ordenador?
– Sí. Guttman no fue más concreto. Si lo hubiera sido, ustedes lo sabrían.
Miller hizo un leve gesto con la cabeza. Fue apenas un asentimiento, pero fue suficiente. Los dos encapuchados se acercaron y la cogieron, cada uno de un brazo. La levantaron de la silla y, sincronizando sus movimientos, le retorcieron los brazos hasta aplastárselos en la espalda. Escupió un alarido de dolor mezclado con gotas de saliva y solo consiguió que los dos hombres tiraran aún con más fuerza de sus muñecas, hacia arriba. El dolor era tan intenso que casi pudo verlo ante sus ojos convertido en estrellas rojas. Estaba segura de que estaban a punto de dislocarle los hombros y entonces todo cesó, y la dejaron caer de nuevo en la silla, desmadejada como una marioneta sin hilos.
Miller volvió a hablar en el mismo tono, como si solo se hubiera interrumpido para tomar un sorbo de agua y reanudara la conversación donde la habían dejado.
– ¿Y no vio nada cuando estuvo allí esta mañana?
Maggie tardó un momento en abrir los ojos. Las estrellas rojas seguían allí, lo mismo que el dolor, que remitía lentamente. Todavía notaba su recuerdo recorriéndole el sistema nervioso. Cuando por fin consiguió abrir la boca, lo que le salió fue un graznido.
– Ya sabe que no. Usted hizo que me registraran. Miller se inclinó sobre la mesa.
– Y no solo eso. También he hecho que examinasen toda la zona a la luz de potentes focos mientras usted estaba aquí y no hemos encontrado nada, lo cual significa que…
– Que el viejo no jugó limpio. Dijo que la tablilla estaría allí, pero no estaba.
– O eso o Uri la engañó y la envió a buscar fantasmas mientras él se apoderaba de su legado.
– Puede ser. -A pesar de la bruma del dolor y la rabia, Maggie lo consideró. Al fin había comprendido que cualquier traición era posible. Uri podría haber fingido el tiroteo en la carretera y, a continuación, haber regresado a la ciudad para recoger la tablilla él solo. Quizá había comprendido antes que ella lo que era Maggie. Había servido en los servicios de inteligencia israelíes; ella le había visto robar un uniforme y un coche. Cabía la posibilidad de que todo aquello solo hubieran sido los preliminares para abandonarla en la carretera. Quizá había comprendido desde el principio que Maggie era un cebo sexual que le convenía evitar. La única que no se había dado cuenta era ella.
Miller la observó unos segundos, y su boca se torció en un gesto de pesar.
– Solo para estar seguros, creo que debería dejar que estos chicos intenten ayudarla a recordar si había algo más.
Hizo un leve gesto y, al instante, los dos matones la levantaron de la silla. Solo que esa vez no la pusieron de pie, sino que la arrojaron al suelo. El tipo de su derecha hincó la rodilla en el suelo, junto a ella y le rodeó el cuello con el brazo. Ya había empezado a apretar cuando Maggie logró articular unas palabras que le salieron con solo pensarlas.
– Tal vez no haya nada que saber. -Apenas podía oír su propia voz.
– ¿Cómo ha dicho?
Intentó repetirlo, pero no tenía aire. La presión en la tráquea era excesiva. La estaban estrangulando.
Miller hizo un gesto y la presión cesó. Aun así, el brazo se mantuvo alrededor del cuello de Maggie. -Repítalo.
– He dicho que tal vez no haya nada que saber.
– ¿A qué se refiere?
– A que quizá no hemos encontrado el sitio donde Guttman escondió la tablilla por la sencilla razón de que no la escondió.
– Explíquese.
Maggie intentó incorporarse, pero le fallaron las fuerzas. Se quedó tirada en el suelo, hablando entre jadeos.
– Los mensajes que dejó Guttman, el DVD y el de Second Life, los preparó todos el sábado. Lo mismo que la llamada a Kishon. -Carraspeó-. Pero ¿y si resulta que al final no tuvo tiempo de hacer lo que debía? Había planeado ocultar la tablilla en los túneles y lo habría hecho, pero los acontecimientos dictaron otra cosa: lo mataron. Seguramente tenía pensado llevar a cabo su plan después de la manifestación, pero no lo consiguió.
Miller escuchaba con atención. -Entonces, ¿dónde está la tablilla ahora?
– Esa es la cuestión: no lo sé. Y si yo no lo sé, yo que he visto todos los mensajes y he oído a su hijo explicarme sus recuerdos de la infancia, nadie lo sabe. Y nadie lo sabrá.
– La tablilla se habrá perdido.
– Sí.
Miller asintió lentamente, no a Maggie, sino para sí, como si estuviera sopesando los pros y los contras y por fin se hubiera convencido. Se levantó de la silla y empezó a caminar alrededor de Maggie, que seguía hecha un ovillo en el suelo. Al fin, dictó su veredicto.