Capitulo 22

Jerusalén, miércoles, 15.14 h

Odio la prensa de este país, de verdad.

Uri se hallaba de pie junto a la ventana, donde había abierto la cortina lo justo para atisbar hacia la calle. -¿Hmmm?

– Son como buitres. Míralos. Los de Channel 2 están ahí fuera con su furgoneta de enlace vía satélite. No han tenido bastante con mostrar al mundo la muerte de mis padres, sino que además tienen que quedarse.

– Eso no pasa solo aquí, Uri.

Maggie no lo miraba, seguía concentrada en la pantalla del ordenador y se disponía a comprobar su corazonada con la cuenta de gmail que había descubierto en el ordenador de Shimon Guttman. Introdujo «Saeb Nastayib» como nombre de usuario, el nombre de la persona que había enviado aquellos misteriosos mensajes a Ahmed Nur y que era una traducción aproximada de Guttman. En la casilla de la contraseña escribió «Vladimir» y entonces clicó en ACEPTAR. «Entrada no autorizada.» ¡Mierda!

Empujó la silla giratoria para apartarse de la mesa y se levantó. Lo peor de aquel tipo de trabajo era la falta de ejercicio, recordó mientras se estiraba. Enlazó los brazos uniendo las manos entre los omoplatos y arqueó la espalda hacia delante. Vio entonces que Uri la miraba y comprendió que, sin querer, estaba sacando pecho y que sus ojos se habían posado en su escote. Se enderezó enseguida, pero se dio cuenta de que la imagen seguía ahí.

– Tenemos que resolver esta historia de la contraseña, Uri.

El ordenador parece pedir una clave de diez caracteres, y «Vladimir» solo tiene ocho.

– No sé qué decirte. Mi padre siempre usaba la misma clave para todo.

– Eso significa que nos faltan dos letras. -Abrió una nueva ventana y buscó «Jabotinski» en Google. Su nombre en hebreo era Ze'ev-. Muy bien -dijo al tiempo que tecleaba «VladimirZJ».

Nada. Lo intentó con «ZJVladimir», con «VZJabotins», con «JabotinsVz;», y así una docena de variantes más. Todo en vano. -¿y si resulta que tu padre añadía un número, por ejemplo, «Vladimir lZ» o «Vladimir99»?

– Ni idea, pero prueba con «Vladimir48». Es el año de la creación del Estado de Israel.

– Sí. Buena idea -contestó mientras introducía la clave. «Entrada no autorizada.»

Ud se acercó a la mesa y se inclinó junto a Maggie. Ella vio su incipiente barba.

– Caramba, creí que funcionaría -comentó él-. No sé, quizá me esté equivocando con «Vladimir».

– O quizá nos estemos equivocando de año. A ver… Para alguien de derechas y… -Se interrumpió y corrigió-: Para un nacionalista convencido como tu padre hay un año que es tan importante o más que 1948.

Tecleó «Vladimiró?» y de repente la pantalla cambió: apareció el icono de un reloj de arena y empezó a cargarse una nueva página: la bandeja de entrada del correo de Saeb Nastayib.

En lo alto de la página, todavía en negrita y por tanto sin leer, aparecía un nombre que hizo que Maggie se sobresaltara:

Ahmed Nur. Miró la hora de envío del mensaje: 23.25 horas del martes, doce horas después de que se conociera su muerte.

Lo abrió:

¿Quién es usted y por qué pretende contactar con mi padre?

– Parece que el hijo de Nur sabía tanto de las actividades de su padre como tú de las del tuyo -comentó Maggie. -Podría tratarse de una mujer. Podría ser su hija.

– ¿Te importa si echamos un vistazo a los mensajes enviados por tu padre?

– ¿No piensas contestar?

– Quiero pensarlo un poco. Veamos antes lo que esos dos hombres han estado diciéndose.

Abrió la carpeta de mensajes enviados. Todos estaban dirigidos a Nur. Sin duda había encontrado el canal de comunicación secreto de los dos hombres, con un nombre árabe para que nadie sospechara en caso de que espiaran el correo electrónico de Nur.

El último mensaje había sido enviado a las 18.08 horas del sábado, unas horas antes de que diera comienzo la manifestación por la paz en la que Guttman fue abatido.

Ahmed, tenemos que hablar de un asunto de la mayor urgencia. He intentado localizarte por teléfono, pero sin éxito. ¿Puedes reunirte conmigo en Ginebra?

Saeb.

Maggie pasó de inmediato al mensaje precedente, enviado a las 15.58 horas del mismo día.

Mi querido Ahmed, confío en que hayas recibido mi mensaje anterior. Hazme saber si tus planes te permiten viajar a Ginebra, a ser posible en un futuro inmediato. Tenemos muchos asuntos que tratar.

Con mis mejores deseos, Saeb.

Había otro de las 10.14 horas, y dos más de la noche anterior. Todos mencionaban el viaje a Ginebra. Por lo que Maggie podía ver, Ahmed Nur no había respondido a ninguno. ¿Se habrían peleado? ¿Acaso el palestino estaba dando la espalda a su colega israelí? ¿Y qué era todo aquello de un inminente viaje a Ginebra?

Uri había dejado a un lado los montones de papeles, cogió una silla y se sentó junto a Maggie. Miraba fijamente la pantalla, pero a juzgar por la expresión de su rostro, estaba tan perplejo como ella. Anticipándose a su pregunta, la miró y meneó la cabeza.

– Ni siquiera sabía que mi padre había estado en Ginebra.

– Parece que hay bastantes cosas de tu padre que no sabías.

¿Llevaba algún tipo de diario? Ya sabes, una agenda o algo así.

Uri empezó a buscar por el despacho, recorriendo los estantes con la mirada, mientras Maggie seguía ante el ordenador. Abrió el historial de búsqueda y comprobó qué páginas había consultado Guttman en los últimos días de su vida. Buscaba una agencia de viajes, Swissair, una guía de hoteles de Ginebra, cualquier cosa que pudiera darle una pista de los planes de Nur y Guttman. La conexión entre aquellos dos hombres -inesperada y desconocida incluso para sus más íntimos- resultaba de lo más intrigante, pero Maggie estaba además convencida de que tenía que ver con el desarrollo de los acontecimientos en curso y con el ciclo de violencia que, si no se interrumpía, podía acabar con el proceso de paz.

– Uri, pásame el móvil otra vez.

Acababa de darse cuenta de que había tenido un estúpido despiste: había comprobado los mensajes de texto y visto que los habían borrado, pero no había entrado el registro de llamadas recibidas y efectuadas. Tecleó hasta conseguir que aparecieran los diversos números. Allí, en lo alto de la pantalla, aparecía una llamada realizada el sábado por la tarde. Lo que se leía no era un número de teléfono, sino un nombre.

– Uri, ¿quién es Baruch Kishon?

– Vaya, por fin algo que no es un misterio. Kishon es un periodista muy conocido. Escribe una columna en Maariv. Los colonos lo veneran. Lleva denunciando a Yariv todas las semanas desde hace un año. Él y mi padre eran grandes amigos.

– Bien, pues me parece que deberíamos hacer una visita al señor Kishon sin la menor tardanza.

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