Capitulo 2

Washington, domingo, 9.00 h

Gran día el de hoy, cariño. -¿Mmm?

– Vamos, cielo. Es hora de levantarse.

– ¿Mmm?

– Está bien. A la una, a las dos, a las tres y vamos… ¡sábanas fuera!

– ¡Eh!

Maggie Costello se incorporó, agarró el edredón y volvió a taparse; esta vez se aseguró de que se cubría también la cabeza. Odiaba madrugar y consideraba que el rato que remoloneaba en la cama los domingos formaba parte de sus derechos constitucionales.

Pero Edward, no. Seguramente ya llevaba un par de horas levantado. No era así cuando se conocieron. En África, en el Congo, era tan trasnochador como ella; pero cuando volvieron, se adaptó muy de prisa. Era un hombre de Washington que salía de casa justo pasadas las seis. A través de un ojo, entrecerrado y hundido en la almohada, Maggie consiguió ver que iba vestido con un pantalón corto para correr y un suéter, ambos sudados. Ella seguía medio inconsciente, y él ya había vuelto de correr por el parque Rack Creek.

– ¡Vamos, levanta! -le gritó Edward desde el cuarto de baño. He organizado todo el día para amueblar este apartamento. Primero, Crate luego, Bed, Bath y por último, Macy's. Lo tengo todo planeado.

– Todo el día no -murmuró Maggie, sabiendo que él no la oiría. Ella tenía una reunión por la mañana, el margen que solía conceder a los clientes que nunca podían quedar entre semana.

– La verdad es que todo el día no -gritó Edward, haciéndose oír por encima del ruido de la ducha. Tú antes tienes una reunión, ¿te acuerdas?

Maggie se hizo la sorda y, todavía en posición horizontal, cogió el mando del televisor. Si no tenía más remedio que despertarse a aquella hora espantosa, por lo menos le sacaría algún provecho: el programa de entrevistas de los domingos. Cuando sintonizó el canal de la ABC, el resumen de las noticias ya había empezado.

– «El nerviosismo reina a esta hora en Jerusalén después de los actos de violencia que ayer empañaron la manifestación a favor de la paz y durante la cual el primer ministro pareció ser el objetivo de un intento de asesinato. Se teme el impacto que estos últimos acontecimientos puedan tener en las negociaciones de paz para Oriente Próximo, de las cuales se espera que tengan un resultado…»

– Cariño, en serio, estarán aquí dentro de nada.

Maggie cogió el mando y subió el volumen. Las noticias seguían, y la conexión saltaba entre los corresponsales de Jerusalén y la Casa Blanca, que explicaban que el gobierno de Estados Unidos estaba tomando las medidas necesarias para que los interlocutores no perdieran los nervios y siguieran negociando.

«Menuda pesadilla», se dijo Maggie. De repente un suceso externo amenazaba con echar por tierra toda la confianza conseguida, todos los progresos logrados a fuerza de paciencia. Imaginó a los mediadores que habían llevado a israelíes y palestinos hasta ese punto. No los grandes nombres en política, el secretario de Estado o el ministro de Asuntos Exteriores que salían a la palestra en el último minuto, sino los negociadores entre bambalinas, los que hacían el trabajo duro durante meses e incluso años antes. Se imaginó su frustración y su angustia. «Pobres cabrones.»

– «El tiempo que se prevé en la costa Este hasta las nueve y cuarto…»

– ¡Oye, que estaba viendo eso!

– No tienes tiempo. -Edward se secaba con la toalla frente al televisor, tapándole la vista de la pantalla, como si así subrayara sus palabras.

– ¿Por qué ahora, de repente, te preocupas tanto por mi horario?

Él dejó de frotarse con la toalla y se volvió zalamero hacia Maggie.

– Porque me preocupo por ti, cariño, y no quiero que comiences el día con mal pie. Si empiezas tarde, llegas tarde. Deberías darme las gracias.

– De acuerdo -repuso Maggie mientras tiraba de sí misma hacia arriba-. Gracias.

– Además, ya no tienes que estar pendiente de este asunto.

Ahora ya no es tu problema, ¿no?

Maggie lo miró: qué diferente era del hombre con unos chinos y un polo arrugado que había conocido tres años antes. Seguía siendo atractivo; sus facciones eran fuertes y masculinas. Sin embargo, desde que se trasladaron a Washington, Ed se había «aseado»; así lo habría expresado Maggie en sus días de colegio en Dublín. Trabajaba en el departamento de Comercio, era especialista en comercio internacional y siempre iba bien afeitado; camisas de Brooks Brothers recién planchadas y zapatos relucientes. Se había convertido en una criatura de Washington, no muy diferente de los sosos jóvenes blancos a los que veían en los brunches y en las fiestas a las que acudían desde que él era una pieza más del Washington oficial. En esos momentos, solo ella sabía que bajo ese pulcro exterior se ocultaba un hombre idealista, despreocupado por su aspecto, que había colaborado con una organización humanitaria repartiendo comida, y del que ella se había enamorado.

No empezaron a salir juntos enseguida porque a ella la trasladaron a Sudamérica poco después de que se conocieran. Cuando Maggie volvió a África, él estaba en los Balcanes. Así eran las cosas para las personas como ellos, una combinación de trabajo y azar. De modo que todo quedó en una chispa, en un «quizá algún día», hasta que volvieron a encontrarse en el continente africano. De eso hacía un año. Ella estaba atravesando la resaca de un episodio del que casi nunca hablaban, y él la rescató. Nunca se lo agradecería bastante.

Se metió medio dormida bajo la ducha y no había acabado de secarse cuando sonó el interfono: sus clientes aguardaban en la puerta del edificio. Les abrió la puerta. Teniendo en cuenta el trayecto en el ascensor, le quedaba más o menos un minuto para vestirse. Se recogió rápidamente el pelo en una cola de caballo y se puso un suéter holgado que le llegaba hasta las perneras de los vaqueros; luego abrió a toda prisa el armario y cogió los primeros zapatos planos que vio.

El tiempo justo de echarse un vistazo en el espejo de la entrada: nada demasiado fuera de lugar, nada en lo que fijarse. Eso se había convertido en una costumbre desde que llegó a Washington. «Vestirse para desaparecer», había dicho Liz, su hermana pequeña, cuando pasó por allí a visitarla. «Mírate-le dijo-. Todo negro y gris y jerséis en los que cabría una familia numerosa. Te vistes como si estuvieras gorda, ¿lo sabías? Tienes un tipazo increíble pero nadie lo sabe. Es como si tu cuerpo fuera una obra clandestina.» Liz, aspirante a escritora y blogger se rió de su propia broma.

Maggie le dijo que se fuera a paseo, aunque sabía que su hermana tenía razón. «Es mejor para el trabajo -se había justificado-. En la mediación entre parejas, el mediador debe ser como un cristal, de modo que el hombre y la mujer puedan mirar a través de él y verse mutuamente en lugar de verte a ti.»

Pero Liz no quedó convencida. Supuso que Maggie había sacado aquella bobada de algún manual. Y tenía razón.

De todas maneras, Maggie tampoco se atrevió a declarar que esa nueva apariencia era también la que prefería su pareja. Al principio con discretas sugerencias y después más abiertamente, Edward la había animado a que se a recogiera el pelo y descartara las camisetas ceñidas, los pantalones ajustados y las faldas por encima de la rodilla que habían sido su vestuario urbano. Tenía un argumento para cada ocasión -«Este color te sienta mejor»; «Creo que esto es más apropiado»-, y parecía sincero. Sin embargo, todas sus intervenciones apuntaban en la misma dirección: más discreta, menos sexy.

Pero Maggie no le diría una palabra de todo aquello a Liz.

Su hermana que había sentido desde el principio un absoluto e irracional rechazo hacia Edward, no necesitaba más munición. Además, no habría sido justa con él. Si Maggie había cambiado su forma de vestir, había sido por decisión propia, en parte tomada por una razón que nunca había compartido ni compartiría con Liz. Antes Maggie vestía sexy, para qué negarlo. Pero ¿adónde la había llevado eso? No volvería a cometer el mismo error.

Abrió la puerta a Kathy y Brett George y los hizo pasar a la habitación que reservaba para esas tareas. Ambos formaban parte del programa para parejas puesto en marcha por las autoridades del estado de Virginia, un nuevo sistema de «enfriamiento» que obligaba a los matrimonios a someterse a mediación matrimonial antes de que les concedieran el divorcio. Normalmente, en seis sesiones el matrimonio acordaba los términos de la ruptura, no hacía falta recurrir a abogados y se ahorraban disgustos y dinero. Al menos esa era la teoría.

Les indicó que tomaran asiento y les recordó dónde lo habían dejado la semana anterior y qué cuestiones seguían pendientes. Entonces, como si hubiera disparado el pistoletazo de salida, marido y mujer la emprendieron el uno contra el otro con una ferocidad que no se había repetido desde el primer día.

– Cariño, estoy dispuesto a darte la casa, y de paso también el coche. Solo pongo unas condiciones…

– Que me quede en casa cuidando a tus hijos.

– A nuestros hijos, Kathy, a nuestros hijos.

Tendrían unos cuarenta años, tal vez siete u ocho años más que Maggie, pero podrían ser de otra generación, por no decir de otro planeta. Maggie escuchó sin entender las discusiones sobre a quién correspondía el uso de la casa de veraneo de New Hampshire, lo cual dio paso a una agria disputa sobre si Kathy había sido una buena nuera para el padre de Brett cuando el viejo se puso enfermo, a lo que Kathy respondió que Brett siempre se había mostrado descortés cuando sus padres habían ido a visitarla.

Estaba harta de los George. Los dos se habían sentado en el sofá y se habían atizado mutuamente durante cuatro semanas consecutivas sin prestar la menor atención a lo que ella les decía. Lo había intentado por la vía discreta, diciendo poco y asintiendo de vez en cuando; lo había intentado implicándose e interviniendo en todos los aspectos de las discusiones, dirigiéndolas y canalizándolas como si fueran un torrente que atravesara la habitación. Ese segundo método era el que prefería: intervenir con sus propias preguntas y sus opiniones, sin importarle que aquella rata sabia arrugara la nariz ni que aquel gallito estirado pusiera mala cara. Pero tampoco había funcionado. Seguían acudiendo a su consulta tan confusos como al principio.

– Maggie, ¿ves lo que hizo este hombre? ¿Ves lo que hace? Escuchar a aquella pareja hacía que Maggie se preguntara con desesperación por qué se había metido en aquel lío. En su momento le pareció que tenía sentido. El puesto decía «Mediadora», y eso era ella. De acuerdo, no era precisamente el campo al que estaba acostumbrada pero una mediación era una mediación, ¿no? ¿Tan diferente podía ser? Además, no soportaba la idea de volver al trabajo de antes. Desde que había visto lo que te podía ocurrir si fracasabas, le tenía miedo.

Aun así, si aquella pareja no era capaz de convencerla de que había cometido un terrible error, que Dios bajara y lo viera.

– Escucha, Maggie, espero que esto quede bien claro: estoy más que dispuesto a pagar la pensión que consideremos razonable. No soy ningún tacaño. Firmaré el cheque ahora mismo. Solo pongo una condición…

– ¡Quiere controlarme!

– Mi condición, Maggie, es muy, muy simple: si Kathy quiere recibir mi dinero para la educación de nuestros hijos; en otras palabras, si quiere que de verdad yo le pague para que cuide de ellos, entonces exijo de ella que no se dedique a otro trabajo al mismo tiempo.

– ¡No está dispuesto a pagar la alimentación de los niños a menos que renuncie a mi carrera profesional! ¿Has oído eso, Maggie?

Maggie percibió en el tono de Kathy algo que no había notado antes. Cual sabueso olfateando una nueva pista, decidió seguirla a ver adónde conducía.

– ¿Y por qué va a querer que renuncies a tu profesión, Kathy?

– ¡Vaya, esto es ridículo!

– Disculpa, Brett, pero la pregunta se la he hecho a Kathy.

– No lo sé. Dice que es mejor para los niños.

– Pero tú crees que es por otra cosa.

– Sí.

– ¡Por el amor de Dios!

– Sigue, Kathy.

– A veces me pregunto si…, si Brett no prefiere que yo dependa de él.

– Ya veo. -Maggie se dio cuenta de que Brett guardaba silencio-. ¿Y por qué puede querer algo así?

– No lo sé. Quizá le guste que sea débil… Tú sabes que su primera mujer era alcohólica, ¿verdad? ¿Y sabías también que tan pronto como ella se puso bien él la dejó?

– Es indigno que mezcles a Julie en esto.

Maggie no dejaba de tomar notas sin dejar de mirar a la pareja. Era un truco que había aprendido tiempo atrás, en negociaciones de otro tipo.

– Edward, ¿qué tienes que decir a todo esto?

– ¿Cómo?

– Lo siento, Brett. Disculpa. Brett, ¿qué opinas de esto, de la idea de que, de algún modo, intentas que Kathy sea débil? Creo que esa ha sido la palabra que ha utilizado, «débil».

Brett habló un momento, refutó la acusación e insistió en que llevaba dos años queriendo separarse de Julie, pero que consideró que no estaba bien hacerlo hasta que ella se hubiera recuperado. Maggie asentía, pero la verdad era que estaba distraída. Primero porque el interfono había sonado mientras Brett hablaba y a continuación había oído varias voces masculinas, la de Edward y las de otros hombres que no reconoció y, por el ridículo desliz de su lengua. Se preguntó si Brett y Kathy se habían dado cuenta.

Lamentando haber abordado aquel tema -territorio de un terapeuta más que de un mediador-, Maggie decidió cambiar radicalmente de enfoque. «Muy bien -se dijo-, tenemos que pasar a la fase final.»

– Brett, ¿cuáles son tus líneas rojas?

– ¿Perdón?

– Sí, tus líneas rojas; las cosas en las que no estás dispuesto a transigir bajo ninguna circunstancia. Toma. -Le entregó una libreta y un lápiz, demasiado bruscamente para el gusto de Brett-. Y tú también, Kathy. Vuestra línea roja. Adelante. Ponedlo por escrito.

Pocos segundos después, los dos estaban escribiendo. Maggie se sintió como si estuviera otra vez en el colegio, en Dublín. El verano, la temporada de exámenes, las monjas merodeando para asegurarse de que no copiaba del Mairead Breen. Solo que en esos momentos ella era una de las monjas. «Por fin un momento de tranquilidad», pensó.

Observó a la pareja que tenía delante: dos personas que en su momento se habían enamorado tanto que habían decidido compartirlo todo, incluso engendrar tres nuevas vidas. Cuando se había encontrado de nuevo con Edward después de…, después de todo lo que había pasado, había soñado con un futuro parecido para ella. No más zonas de guerra, no más salas de reuniones anónimas, no más jornadas de veinticuatro horas a base de café y cigarrillos. Después de haber cruzado los treinta, por fin sentaría la cabeza y tendría una vida de familia. Sí, lo haría quince años más tarde que sus compañeras de colegio, pero tendría una familia y una vida.

– ¿Has acabado, Brett? ¿Y tú, Kathy?

– Es que hay un montón de cosas que poner.

– Recordad, no todo es una línea roja. Hay que ser selectivo. Bien, Kathy, dinos tus tres líneas rojas. -¿Tres? ¿Estás de broma?

– Recuerda que he dicho «selectivo».

– Está bien. -Kathy empezó a mordisquear el extremo del lápiz hasta que se dio cuenta y se lo sacó de la boca-. Dinero para los niños. Los niños deben tener una seguridad económica absoluta.

– De acuerdo.

– y la casa. Debo quedarme con la casa para que los niños tengan sensación de continuidad. -Una más.

– Plena custodia de los niños, desde luego. Me los quedo yo. Sobre eso no hay discusión. -¡Por el amor de Dios, Kathy…!

– Un momento, Brett, primero tienes que decirme tus tres líneas rojas.

– ¡Pero si ya hemos hecho esto un montón de veces!

– No. De este modo no. Quiero que me digas cuáles son tus tres líneas rojas.

– Quiero tener a los niños el día de Acción de Gracias para que puedan comer con mis padres. Eso lo quiero.

– Bien.

– y libre acceso. O sea que pueda llamar y decir, no sé,

«Hola Joey, los Redskins juegan esta noche, ¿quieres que vayamos?». Quiero poder hacer eso sin tener que avisar tres semanas antes. Acceso siempre que quiera.

– Ni hablar…

– Kathy, ahora no. ¿Y la tercera, Brett?

– Es que tengo más.

– He dicho tres.

– Lo que he dicho antes: nada de dinero si ella no se dedica a tiempo completo a los niños.

– ¿No te parece que estás diciendo que no a la primera línea roja de Kathy? No puedes anularlas sin más.

– De acuerdo, lo plantearé de otra manera. Pagaré la educación de los niños solo si recibo a cambio de mi dinero un servicio de cinco estrellas. Y eso significa que a los niños los cuide su madre.

– ¡Eso no es justo! ¡Estás utilizando a los niños para chantajearme y obligarme a dejar mi profesión!

Y volvieron a la carga, a gritarse el uno al otro y hacer caso omiso de Maggie. «Como en los viejos tiempos», se dijo Maggie sonriendo para sus adentros. Al fin y al cabo estaba acostumbrada a eso, a negociar divorcios entre dos personas que no podían ni mirarse a la cara, que se tiraban al cuello la una de la otra. Una imagen acudió a su cerebro, pero la apartó rápidamente.

Sin embargo, ayudó. Le dio una idea o, mejor dicho, le hizo ver algo en lo que no había reparado hasta ese instante.

– Muy bien, Brett y Kathy. Acabo de tomar una decisión.

Estas sesiones se han convertido en un trámite inútil. Son una pérdida de tiempo tanto para vosotros como para mí. Vamos a dejarlo aquí -dijo cerrando de golpe la carpeta que tenía en su regazo.

Las dos personas que tenía delante dejaron de discutir de repente y la miraron. Maggie notó sus miradas, pero no les hizo caso y se dedicó a poner orden en sus papeles.

– No os preocupéis por el papeleo. Llevaré los documentos a las autoridades mañana. Cada uno tiene un abogado, ¿verdad? Sí, claro que sí. Bueno, ellos se encargarán de todo a partir de ahora.

Se levantó, como si se dispusiera a acompañarlos a la puerta. Brett parecía petrificado; Kathy estaba boquiabierta. Al final, Brett se obligó a hablar.

– No puedes, no puedes hacemos esto.

– ¿Hacer qué, exactamente? -Maggie le dio la espalda mientras devolvía el expediente a su lugar en la estantería. -¡No puedes abandonamos!

Kathy se unió a su marido.

– Te necesitamos, Maggie. No hay forma de que podamos salir de esta sin tu ayuda.

– Oh, no os preocupéis por eso. Los abogados lo arreglarán.

– Maggie siguió moviéndose por el cuarto, evitando el contacto visual. Oyó de nuevo el interfono y el sonido de otra persona o personas entrando y saliendo del apartamento. ¿Qué estaba ocurriendo?

– ¡Los abogados acabarán con nosotros! -exclamó Brett-.

Se quedarán con nuestro dinero y convertirán el asunto en una pesadilla peor de la que ya es.

La cosa funcionaba.

– Escucha, Maggie -rogó Brett-. Nos pondremos de acuerdo. Te lo prometemos, ¿verdad, Kathy?

– Sí, lo prometemos.

– ¿Vale? Te lo estamos prometiendo. Lo arreglaremos. Ahora mismo.

– Creo que es demasiado tarde para eso. Establecimos un tiempo para resolver las cosas…

– Oh, Maggie, por favor, no digas eso. -Era Kathy; imploraba-. No queda tanto por arreglar. Ya has oído cuáles son nuestras líneas rojas. No estamos tan alejados.

Maggie se dio la vuelta. -Os concedo diez minutos.

En realidad tardaron quince. Pero cuando salieron del despacho de Maggie al sol de aquella mañana de septiembre en Washington, Kathy y Brett George habían acordado compartir los gastos del cuidado y la educación de sus hijos de forma proporcional a sus ingresos, Brett pagaría más porque ganaba más, y la contribución de Kathy se reduciría a cero en caso de que dejara de trabajar para ocuparse de los niños. Así pues, él pagaría su parte aunque ella siguiera trabajando. De todas maneras, Kathy tendría un verdadero incentivo para quedarse en casa. Los niños vivirían con su madre en la casa, salvo fines de semana alternos y siempre que a ellos y a su padre les viniera en gana verse. La regla sería que no habría reglas estrictas. Antes de marcharse, abrazaron a Maggie y, para sorpresa de esta, se abrazaron ellos también.

Maggie se dejó caer en un sillón y se permitió una sonrisa de satisfacción. ¿Así era como compensaba lo que había hecho hacía más de un año? ¿Poco a poco, pareja tras pareja, reduciendo la desdicha de este mundo? La idea le resultó reconfortante, durante un par de minutos, hasta que se dio cuenta del tiempo que le llevaría. Para compensar todas las vidas perdidas por su culpa y por ese maldito error, tendría que pasar la eternidad en aquella habitación. Y aun así no sería suficiente.

Miró el reloj. Tenía que ponerse en marcha. Edward estaría esperándola fuera, listo para recorrer todas las tiendas de Washington dedicadas a la casa con la intención de equipar su hogar casi marital.

Abrió la puerta y se llevó una sorpresa. En la pequeña zona que destinaba a sala de espera, hojeando uno de los números atrasados de Vogue, estaba sentado un hombre vestido al estilo de Washington. Al igual que Edward, llevaba el uniforme completo de los domingos: camisa, americana azul y mocasines. Maggie no lo reconoció, pero eso no significaba que no lo hubiera visto anteriormente. Ese era uno de los problemas con los hombres de la capital: parecían todos iguales.

– Hola, ¿tiene usted cita?

– No. Se trata de una especie de emergencia. No tardaré.

¿Una emergencia? ¿Qué demonios significaba eso? Avanzó por el pasillo y abrió la puerta de la cocina. Allí Edward estaba firmando en un aparato de recibos electrónico que sostenía un hombre vestido con un mono de trabajo.

– ¿Qué está pasando aquí, Edward? Le pareció que él palidecía.

– Ah, cariño, puedo explicártelo. Tenían que desaparecer.

Ocupaban demasiado espacio y lo desorganizaban todo. De modo que lo he hecho. Ya no están.

– ¿De qué narices estás hablando?

– De las cajas que has tenido en tu estudio durante casi un año. Me dijiste que las desharías, pero no lo has hecho. Así que este señor tan amable las ha cargado en su camión y ahora van camino del vertedero.

Maggie contempló al hombre del mono, que tenía la vista clavada en el suelo, y comprendió qué había pasado. Pero no pudo creerlo. Pasó hecha una furia ante Edward, y abrió de golpe la puerta del estudio y efectivamente, el rincón estaba vacío. La moqueta donde aquellas dos cajas habían descansado se veía aplastada y presentaba un tono diferente. Volvió corriendo a la cocina.

– ¡Cabrón! En esas cajas estaban mis…, mis cartas y fotografías y…, y toda mi puñetera vida, y tú ¿vas y las tiras?

Maggie corrió hasta la puerta, pero el transportista, sin duda oliéndose problemas, se había largado. Maldiciendo en voz alta, llamó el ascensor una y otra vez.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -masculló apretando las mandíbulas.

Cuando el ascensor llegó, Maggie deseó que bajara más de prisa. Tan pronto como se detuvo en la planta baja y las puertas empezaron a abrirse, se deslizó por la abertura, corrió hasta la entrada del edificio y salió a la calle. Allí miró a derecha e izquierda, luego de nuevo a la izquierda y entonces lo vio: un camión verde que arrancaba. Corrió cuanto pudo para darle alcance y llegó a estar a pocos metros. Agitaba frenéticamente los brazos, como alguien pidiendo socorro tras un accidente de tráfico. Pero era demasiado tarde. El camión aceleró y desapareció. Todo lo que tenía era un número de teléfono incompleto y lo que creyó que era un nombre: National Removals.

Corrió escalera arriba, cogió el teléfono febrilmente, marcó el número de información con dedos temblorosos y preguntó el teléfono de la empresa. Se lo encontraron y le ofrecieron pasarle la comunicación. Tres timbrazos, cuatro, cinco. Un mensaje grabado: «Lo sentimos, pero todas nuestras oficinas están cerradas en domingo. Nuestro horario comercial es de lunes a vienes…». Si esperaba hasta el día siguiente sería demasiado tarde: habrían destruido las cajas y todo lo que contenían.

Volvió a la cocina y se encontró a Edward de pie, en actitud desafiante.

– Las has tirado -empezó a decir en voz baja.

– En efecto, las he tirado. Hacían que esta casa pareciera un jodido antro de estudiantes. Todos esos trastos, toda esa basura sentimental. Tenías que desprenderte de ella, Maggie. Tienes que seguir adelante.

– Pero, pero… -Maggie no lo miraba, tenía los ojos clavados en el suelo mientras se esforzaba por asimilar lo que había ocurrido. No eran solo las cartas de sus padres, las fotografías de Irlanda, sino también las notas que había tomado durante negociaciones cruciales, los apuntes privados sobre los líderes rebeldes y los enviados de la ONU. Aquellas cajas contenían el trabajo de su vida. Y en esos momentos iban camino del vertedero.

– Lo he hecho por ti, Maggie. Ese mundo ya no es tu mundo. Ese mundo ha seguido adelante sin ti. Y tú tienes que hacer lo mismo. Tienes que adaptar tu vida a lo que es. Nuestra vida.

Ahí estaba la razón de que esa mañana Edward se hubiera mostrado tan impaciente por que ella se encerrara en su despacho. ¡Y ella que había creído que solo quería que empezara el día con buen pie…! ¡Si hasta le había dado las gracias! Lo cierto era que Edward había procurado que los del transporte acabaran antes de que ella pudiera detenerlos. Por primera vez, Maggie le sostuvo la mirada. Despacio y en voz baja, como si le costara creer sus propias palabras, dijo:

– Quieres destruir lo que soy.

Él la miró inexpresivamente; luego señaló con la cabeza el otro extremo del apartamento.

– Creo que te están esperando -contestó en un tono frío como el hielo.

Maggie salió casi tambaleándose, incapaz de asimilar lo sucedido. ¿Cómo podía haber hecho algo así sin pedirle permiso, sin consultarle siquiera? ¿Odiaba a la Maggie Costello que conoció tiempo atrás hasta el punto de desear borrar todo rastro suyo y sustituirla por alguien diferente, gris y servil?

Entró en la zona que hacía de sala de espera con la cabeza dándole vueltas. El hombre de la americana azul seguía allí. En esos momentos hojeaba las páginas del Atlantic Monthly.

– ¿Es un mal momento? Lo siento.

– No, no -repuso Maggie con voz apenas audible, y preguntó maquinalmente-: ¿Su mujer está de camino?

El hombre hizo una curiosa mueca. -No debería tardar en llegar.

Maggie le indicó que pasara a la consulta.

– Dijo usted que se trataba de una emergencia… -Intentó recordar el caso, averiguar si era uno de los pocos clientes a los que había dicho que podían ponerse en contacto con ella en domingo.

– Sí. Verá, mi problema es que me cuesta mucho adaptarme.

– ¿A qué?

– A la vida de aquí. A la normalidad.

– ¿Dónde estaba usted antes?

– En todas partes, viajando de un lugar problemático a otro.

Siempre intentando hacer el bien, siempre intentando que el mundo fuera un lugar mejor y toda esa mierda.

– ¿Es usted médico?

– De alguna manera podría decirse que sí. Intento salvar vidas.

Maggie notó que sus músculos se tensaban.

– y ahora ha vuelto a casa y le cuesta adaptarse…

– ¡A casa! Menuda broma. Ya no sé qué es eso que llaman «casa». No soy de Washington. Hace casi veinte años que no he estado en mi ciudad. Siempre en la carretera, en aviones, en habitaciones de hotel, durmiendo en cualquier sitio…

– Pero esa no es la razón por la que le está resultando tan difícil adaptarse, ¿no?

– No. Creo que echo de menos la adrenalina, la emoción.

Suena fatal, ¿verdad? -Siga.

Maggie estaba recordando todo lo que había en aquellas cajas. Una carta manuscrita que había recibido del primer ministro británico dándole las gracias después de las conversaciones de Kosovo. Una foto que guardaba como un tesoro del hombre al que había amado a los veintitantos.

– Antes, todo lo que hacía parecía tan importante… Las apuestas eran muy altas. En cambio ahora nada se le parece ni remotamente. Todo es tan banal.

Miró fijamente al hombre. Las palabras salían de sus labios pero sus ojos eran fríos e indiferentes. Empezó a sentirse incómoda en su presencia.

– ¿Puede decirme algo más sobre el trabajo que estaba haciendo?

– Empecé con una organización de ayuda humanitaria en África. Trabajé con la gente de allí durante una guerra civil particularmente cruenta. De alguna manera, en realidad por casualidad, acabé siendo una de las pocas personas que podía hablar con ambos bandos. Naciones Unidas empezó a utilizarme como mediador, y yo les conseguí resultados.

Maggie se estremeció. Su cerebro daba vueltas a toda velocidad, y se preguntó si debía llamar a Edward, aunque eso era lo último que deseaba hacer.

– Al final me convertí en una especie de mediador profesional. El gobierno de Estados Unidos me contrató para que interviniera en un proceso de paz que estaba bloqueado. A partir de ahí, una cosa llevó a la otra y acabaron mandándome por todo el mundo, a conversaciones de paz que habían encallado. Me llamaban el Telonero porque yo era quien acababa cerrando los acuerdos.

¿Y si salía corriendo? Pero algo le dijo que no mirara siquiera la puerta. No quería de ningún modo provocar a aquel hombre.

– ¿Qué ocurrió entonces? -Su voz no delataba nada, salvo años de práctica.

– Yo era el mejor en mi campo. Estuve en todas partes, en Belgrado, Bagdad, volví a África…

Maggie tragó saliva. -Entonces cometí un error.

– ¿Dónde?

– En África.

Maggie no alzó la voz ni siquiera cuando dijo: -¿Quién demonios es usted?

– Creo que ya sabe quién soy.

– No. No lo sé. Dígame quién es y a qué está jugando. Dígamelo ahora mismo o llamaré a la policía.

– Usted sabe quién soy, Maggie. Lo sabe perfectamente. Yo soy usted.

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