Capitulo 42

Jerusalén, jueves, 18.23 h

Regresaron al hotel en silencio. Uri había vuelto a poner música rap a todo volumen para saturar cualquier micrófono con el que pudieran escucharlos, pero a Maggie le parecía insoportable. Prefirió no hablar a tener que aguantar aquel ruido.

En cualquier caso, le dolía la cabeza. Había tomado algunas notas mientras escuchaba la grabación de Guttman y les echó un vistazo.

… en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.

¿Qué sentido había en eso si el padre de Uri no tenía un hermano? Había demasiadas preguntas en el aire. Deseó sentarse en algún sitio tranquilo donde pudieran hablar sin tener que gritar con la música a tope o mirando constantemente por encima del hombro. Si los espiaban, casi con toda seguridad también los seguían.

Cuando llegaron al hotel, Maggie llevó a Uri directamente al bar. Pidió un par de whiskies y casi lo obligó a tomarse el suyo antes de pedir otra ronda. Dobles. La temprana penumbra del anochecer que bañaba el bar le resultó relajante.

– Bueno, Uri, ¿qué me dices de ese hermano?

– No existe.

– ¿Estás seguro? ¿No pudo tu abuelo haberse casado anteriormente y haberlo mantenido como un secreto de familia?

Uri la miró por encima del vaso, y sus ojos reflejaron el licor ambarino mientras sonreía ligeramente.

– Después de todo esto, después de lo de Nur y del testamento de Abraham, no me sorprendería que mi padre tuviera un hermano secreto. Creo que ya nada me sorprendería.

– O sea, que puede ser.

Uri parecía cansado.

– Sí, supongo que puede ser. Si puedes guardar un secreto, imagino que puedes guardar varios.

Maggie, sin pensarlo, puso su mano en la de él. Estaba cálida.

La dejó ahí unos segundos, hasta que se dio cuenta de que sería mejor retirarla.

– Bien. De momento dejemos a un lado la cuestión del hermano -dijo-. Ya volveremos después a eso. -Maggie vio en el extremo de la barra a un judío ortodoxo que comía cacahuetes mientras leía el Jerusalem Post, como si esperara a alguien. No recordaba haberlo visto allí al entrar-. Vamos -dijo de repente en voz alta-. Necesito sentarme en una silla cómoda.

Se bajó del taburete e hizo un gesto a Uri para que la siguiera. Cuando llegó a una mesa a cierta distancia de la barra y de espaldas al devorador de cacahuetes, dejó su vaso y se sentó para tener una amplia perspectiva. Si ese hombre quería observarlos o leer sus labios tendría que darse la vuelta y ponerse en evidencia. Miró alrededor. En el bar no había nadie más, aparte de ellos.

Llamó a un camarero y pidió algo de comer. Esperaron un momento y entonces, sin haberlo planeado, obedeciendo a un impulso, le contó a Uri lo que le había sucedido aquella mañana. Fue breve, se ciñó a los hechos e hizo lo posible por no mostrar autocompasión. Evitó los detalles anatómicos, pero vio que aun así la expresión de Uri pasó del espanto al enfado. -¡Qué hijos de puta! -exclamó al tiempo que se levantaba.

– ¡Siéntate, Uri! -Lo agarró de la muñeca y tiró de él-.

Escucha, yo también estoy furiosa, pero solo daremos con esa gente si mantenemos la calma. Si perdemos la cabeza, ganarán. -Lo miró a los ojos-. Ganarán los que mataron a tu madre.

Lentamente, Uri tomó asiento, justo cuando el camarero se acercaba con un par de sándwiches. Maggie agradeció el breve respiro,

– Escucha -dijo cuando estuvo segura de que Uri no volvería a saltar-, ¿sabes qué no logro entender? Por qué nos siguen pero no dan el golpe, por qué no nos borran del mapa. A todos los demás los han matado.

Uri comió en silencio durante un rato, como si se tragara su rabia. Al fin, haciendo un esfuerzo evidente por sonar menos preocupado de lo que estaba, habló:

– Como ex oficial de inteligencia de las fuerzas israelíes, yo diría que cuando siguen a alguien de ese modo solo puede significar dos cosas.

– ¿Cuáles?

– La primera, que eliminar el objetivo es demasiado arriesgado. Hablo de ti. Si los que nos están siguiendo son palestinos, lo último que necesitan es matar a un representante del gobierno de Estados Unidos, y más tratándose de una mujer guapa.

Maggie bajó la vista, no sabía cómo reaccionar. Los diplomáticos de mediana edad solían piropearla, y ella les devolvía el cumplido con una caída de ojos, pero con Uri no se sentía capaz de semejante maniobra. Sobre todo porque ese comentario, a diferencia de los otros, significaba algo para ella.

– Imagina cómo reaccionaría la gente en Estados Unidos si tu cara apareciera en las noticias y qué pensaría de los malvados árabes que te habían matado.

– De acuerdo, he captado la idea. -A Maggie le quedaba todavía un poso del tiempo que pasó interna en el colegio de monjas para temer tentar al destino-. Y eso valdría lo mismo para los israelíes.

– En cierto sentido para ellos incluso sería peor -dijo Uri, un poco más relajado con la ayuda del whisky-. Espiar a los estadounidenses ya es bastante malo, aunque lo hemos hecho algunas veces, pero ¿matarlos? No sería buena idea. Además, tú sigues siendo ciudadana irlandesa, ¿no?

– Sí. No he renunciado.

– Pues si te mataran se montaría una bronca de cuidado con los europeos.

– ¿y cuál es la otra posibilidad? Dijiste que había dos.

– No matas a la persona a la que estás siguiendo porque quieres que te lleve a alguna parte.

Maggie tomó un sorbo de su whisky y dejó que un cubito de hielo se deslizara entre sus labios. Lo hizo rodar dentro de la boca, disfrutando de su frescor en la lengua. Así pues, alguien, fuera quien fuese, quería que ella siguiera la pista del caso Guttmano No le harían nada mientras les fuera de utilidad.

– Pero la gente que me agredió esta mañana me dijo que me mantuviera alejada, que no husmeara más.

– Lo sé -contestó Uri-, por eso es posible que pertenezcan al primer grupo. No te han matado porque eso les causaría demasiados problemas.

– O tal vez hay más de un grupo siguiéndonos. Siguiéndome. Pero por razones distintas.

– Puede ser. Como he dicho millones de veces, las cosas en este país, en esta área, están muy jodidas.

Maggie dejó el vaso y sacó el post-it con las notas que había tomado en el despacho de Rosen.

– Tu padre dijo algo acerca de los «buenos tiempos». Mencionó un viaje que habíais hecho juntos con ocasión de tu bar mitzvá. Decía que esperaba que te acordaras.

– y me acuerdo.

– ¿Qué ocurrió?

– Me llevó con él en un viaje de trabajo a Creta. Quería visitar las excavaciones de Cnosos. Imagínatelo: con trece años y buscando viejas reliquias polvorientas.

– ¿Y?

– Eso fue todo.

– Vamos, Uri. Tuvo que pasar algo. ¿Fuisteis a un museo?

¿Hubo alguna pieza que tuviera un valor especial para tu padre? -Fue hace mucho tiempo, Maggie, y yo era un chaval. La verdad es que nada de aquello me interesaba. No recuerdo nada. -¿No pasó nada?

– De lo que me acuerdo es de que tuve que esperar un montón. Y que me gustó el viaje en avión. Eso lo recuerdo.

– Piensa, Uri, piensa. Tiene que haber una razón para que tu padre lo mencionara en su mensaje. ¿Ocurrió algo importante mientras estabais allí?

– Bueno, al menos en aquella época a mí me pareció importante. Fue especial estar así solo los dos, él y yo. Fue la primera vez. -Miró a Maggie y le mostró nuevamente una sonrisa amarga-. Y no se repitió.

– ¿Hablasteis de algo en concreto?

– Recuerdo a mi padre hablando de los minoicos, explicándome que habían sido una gran civilización. «y míralos ahora -decía-. Ya no existen. Eso podría pasamos a nosotros, a los judíos. De hecho, ha estado a punto de ocurrimos varias veces. Casi desaparecemos. Por eso necesitamos Israel, Uri. Después de todo lo que hemos pasado, necesitamos un lugar que sea nuestro.» Eso fue lo que me dijo.

«Algo en concreto», pensó Maggie con impaciencia, haciendo un esfuerzo por ajustarse a sus propias normas: sabía que en ocasiones bastaba con dejar hablar a la gente, dejar que las palabras brotaran por sí solas hasta que surgía la frase crucial.

– Me habló de sus padres, de cómo su madre había muerto con Hitler y cómo su padre había logrado sobrevivir. Esa sí es una historia increíble. Mi abuelo se refugió en la granja de una familia que no era judía en Hungría. Los escondieron, a él y a un primo suyo, en una pocilga. Justo antes de que acabara la guerra, logró escapar recorriendo kilómetros de alcantarillas.

»Mi padre decía que la lección que había que extraer de la vida de mi abuelo era que los judíos necesitaban tener un lugar donde nunca más debieran pedir permiso a nadie para sobrevivir, donde pudieran luchar y defenderse por sus propios medios si era necesario. No tener que esconderse nunca más en un chiquero.

La era nazi… Una idea acudió a la mente de Maggie. Se acordó de las discusiones acerca de los bancos suizos que habían seguido controlando las cuentas de los judíos asesinados por los nazis. ¿Podía haber una relación?

– Uri, el mensaje mencionaba Ginebra. ¿Es posible que tu familia hubiera dejado…?

– Mi familia no tenía dinero, no tenía nada. Era pobre antes de que llegaran los nazis y siguió siéndolo después.

– De acuerdo, descartemos el dinero. Pero ¿qué me dices de una caja de seguridad en Ginebra? Quizá tu padre escondió la tablilla en un banco suizo.

– Me cuesta imaginarlo; no era su estilo. ¿Una bóveda acorazada en Ginebra? Eso vale mucho dinero. Además, ¿cuándo podría haberla llevado allí? En la grabación dice que acaba de encontrar la tablilla.

Maggie asintió. Uri tenía razón. Lo de Ginebra tenía otro significado.

– ¿Y qué piensas de esa frase que dice al final? «y si resulta que dejo esta vida, entonces me verás en la otra vida, que también es vida.» Yo creía que tu padre no era un hombre religioso.

– La verdad es que fue una sorpresa oírlo hablar de esa manera, pero quizá eso es lo que te pasa cuando tienes en las manos la última voluntad de Abraham. Y si encima te da miedo la muerte, es posible que acabes hablando como un rabino.

– Lamento todo esto, Uri.

– Tú no tienes la culpa. Es horrible darte cuenta de que no sabes casi nada acerca de tu padre. Todos esos secretos… ¿Qué clase de relación puedes tener con alguien que te oculta tantas cosas?

– Mira -dijo Maggie-. Creo que van a cerrar. Será mejor que nos marchemos.

Sin embargo, en lugar de dirigirse a los ascensores, Maggie fue al mostrador de recepción. Uri la observó largar una historia acerca de alergias y polvo que no le permitían dormir una noche más en su habitación. El recepcionista del turno de noche puso cierta resistencia, pero acabó por claudicar. Cogió su llave y se la cambió por la número 302; luego llamó a un botones para que trasladara las maletas.

Maggie se dio la vuelta y le guiñó un ojo a Uri. -No habrá micrófonos en la trescientos dos.

Él insistió en acompañarla. Cuando llegaron, Maggie le preguntó dónde pensaba dormir. Uri la miró como si no lo hubiera pensado hasta ese instante.

– Mi apartamento seguro que está vigilado y la casa de mis padres, también.

– Casi diría que la única razón de que no te hayan matado es porque estás conmigo -dijo Maggie con una sonrisa. -Entonces lo mejor será que me quede contigo.

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