Jerusalén, viernes, 4.21 h
Consiguió salir del hotel más fácilmente de lo que había imaginado. Las instrucciones de Uri habían sido precisas, y la cocina estaba desierta. Encontró la amplia zona de las cámaras frigoríficas guiándose, no por el frío, sino por el sonido de los compresores. Allí, en la parte de atrás, tal como él había prometido, había una gran puerta de emergencia que requirió un fuerte empujón para que se abriera.
De inmediato notó una ráfaga de frío aire noctumo. Se había dejado la chaqueta en la habitación. Se quedó en la plataforma de carga, mirando la zona destinada a que los camiones de reparto maniobraran marcha atrás para entregar sus mercancías. Mientras caminaba arriba y abajo, masajeándose los brazos para entrar en calor, notó un fuerte hedor y se dio cuenta de que estaba junto a tres grandes cilindros de acero llenos a rebosar de basura del hotel.
Dos minutos más tarde vio los faros de un coche que se aproximaba, luego giró en redondo y dio marcha atrás. Era un Mercedes plateado, último modelo, que se acercó a donde ella estaba. Esperó, mientras los vapores de escape ascendían en el frío aire de la noche, y bajo el resplandor de las luces traseras vio unos escalones que descendían de la plataforma. Pensó en bajar y correr hacia el coche, pero ¿y si no era Uri?
Permaneció en las sombras, aguardando, hasta que oyó el eléctrico zumbido de una ventanilla al bajar seguido de un «¡Pst!» que la llamaba. Entonces bajó a toda prisa y se hizo un ovillo en el asiento del pasajero.
– Bonito cacharro. ¿Cómo lo has conseguido?
– He ido al mostrador del conserje, he abierto la caja de llaves del aparcacoches y he cogido la primera que he visto. -Por eso el uniforme.
– Por eso el uniforme.
Maggie asintió; había algo nuevo en aquel hombre al que solo conocía desde hacía una semana y con el que parecía destinada a pasar todas las horas del día y también de la noche: por primera vez creyó ver en él algo parecido al orgullo. Uri parecía complacido consigo mismo.
– Bueno, señorita Costello, ahora que ya tiene su limusina, ¿adónde quiere ir?
– A cualquier sitio donde haya un ordenador. No hemos conseguido entrar en la isla de tu padre. Me fundieron antes de que lograra entrar. Lo conseguirán antes que nosotros. -¿Quiénes?
– Los cabeza de conejo, sean quienes sean.
– ¿y no crees que la barrera de seguridad les impedirá el paso, como hizo contigo?
– Uri, esa gente tiene los medios necesarios para espiar nuestras conversaciones, introducirse en nuestros ordenadores y matar a Kishon y a Aweida un segundo después de haber oído sus nombres. La verdad, no creo que tengan muchas dificultades para forzar el sistema de seguridad que tu padre instaló en esa isla.
Maggie se dijo que, después de todo, aquellos hombres habían tenido poder suficiente para convertir su avatar en una masa informe de, píxeles. Ella los había conducido hasta la isla, y ellos se encargarían del resto.
– Mira, seguramente tienes razón -dijo Uri finalmente-, pero aun suponiendo que consigan entrar a la fuerza, tal vez no sean capaces de comprender lo que vean. Acuérdate del mensaje de mi padre en la grabación, decía que era necesario un conocimiento que solo yo poseo. -Calló unos instantes-. ¡Santo Dios, por qué ha tenido que hacerlo todo tan complicado!
– La verdad es que yo lo admiro. Un montón de gente importante está haciendo lo imposible por encontrar su hallazgo y nadie ha conseguido ponerle las manos encima.
– Todavía.
– De acuerdo, pero si quieres saber mi opinión me parece impresionante.
Uri condujo en silencio. Los limpiaparabrisas barrían rítmicamente el cristal sin hacer apenas ruido.
– Bueno, ¿adónde me lleva usted, monsíeur le choffeur?
– A uno de los pocos sitios de Jerusalén que está abierto toda la noche, y desde luego en el único donde hay un ordenador.
Aparcó el coche al principio de una zona peatonal llena de cafés y comercios cerrados.
– Esta es la calle Ben Yehuda -explicó-. Normalmente está a rebosar de gente, pero Jerusalén no es como Tel Aviv. A esta ciudad le gustan los sueños reparadores.
Uri la guió por la calle principal, pasaron ante un montón de hombres andrajosos que dormían en un portal, y se metió por una calle lateral hecha de la misma piedra gastada que el resto de la ciudad. También allí había indicios de vida anterior: bares y restaurantes que ya habían cerrado sus puertas. Maggie oyó la vibración de un bar.
– Es Mike's Place -dijo Uri cuando lo oyó-. Le pusieron una bomba, pero a los turistas les sigue gustando.
Continuaron caminando por aquella red de callejuelas donde cada arco o entrada abovedada daba a un comercio o unas oficinas; la vida moderna abriéndose paso en las piedras milenarias. -Ya hemos llegado: el Someone To Run With.
– ¿Se llama así?
– Sí, se ha convertido en una especie de institución en Jerusalén. Todos los colgados y los pasotas acaban aquí. Se llama así por un libro.
– Someone lo Run With -¿eh? Como tú y yo.
Uri sonrió y le abrió la puerta del local. Maggie entró, miró alrededor y al instante tuvo unflash-back y se remontó a cuando tenía dieciséis años. No es que a esa edad hubiera ido a lugares como aquel; sino que a la jovencita que era entonces le habría encantado. No había sillas, solo enormes cojines distribuidos en bancos de piedra y junto a las ventanas. El ambiente estaba cargado con los olores del té aromático, el tabaco y otros tipos de hierbas. En un rincón vio a un joven encorvado sobre una guitarra que disimulaba su rostro tras una lacia melena. Frente a él, con otra guitarra, una chica con la cabeza rapada, vestida con una camiseta enorme y pantalones hasta las rodillas que, a pesar de tan heroico esfuerzo, no lograba ocultar su belleza. Maggie examinó el lugar, los vaqueros rotos y los pelos trenzados, y no sintió la diferencia de edad -como le había ocurrido dos días antes en la discoteca en Tel Aviv- sino una punzada de verdadera envidia. Aquellos jóvenes tenían toda la vida por delante.
En ese momento agradeció haberse cambiado de ropa en casa de Odio Si esos críos la hubieran visto con su atuendo habitual la habrían confundido con alguien de la policía antidroga o algo así. Pero apenas les dedicaron una mirada. Seguramente estaban demasiado colgados.
Uri le señaló un rincón del local, donde había un solitario ordenador que nadie utilizaba. Maggie supuso que sentarse. al teclado sería de lo menos enrollado, especialmente a esa hora de la noche. Mientras Uri iba a la barra y pedía un par de cafés a una joven con un piercing en la nariz, Maggie encendió el ordenador y entró en Second Life.
Cuando el sistema le pidió el nombre, tecleó «Lola Hepbum», y al instante apareció un mensaje: «Nombre de usuario o contraseña no válidos. Por favor, inténtelo de nuevo». Obviamente, el avatar creado por Liz había sido eliminado del sistema. Iba a tener que entrar como otra persona, pero ¿quién? No conocía a nadie que tuviera un avatar en Second Life. Pensó en llamar a su hermana a Londres y despertarla.
Entonces oyó de nuevo en su cabeza la voz de Guttman, con la misma claridad que en el despacho de Rosen, doce horas antes: «y si resulta que dejo esta vida, entonces me verás en la otra vida».
¡Naturalmente! Tenía que entrar en Second Life no como Lola Hepbum, la pechugona y aventurera jovencita creada por su hermana, sino como el mismísimo Shimon Guttman. Así era como debía funcionar el código: la isla de Ginebra solo se abriría para él.
Apretó el botón de búsqueda para entrar en el directorio de nombres. Mientras introducía el nombre y el apellido rogó para que, por una vez, el viejo profesor hubiera puesto las cosas fáciles.
«Nombre de usuario o contraseña no válidos. Por favor, inténtelo de nuevo.»
Intentó distintas variantes: ShimonG, SGuttman y media docena de permutaciones más. Había unos cuantos «Shimon», pero el resto de los nombres no tenían sentido, y, cuando introdujo las contraseñas que había utilizado en el ordenador del profesor, no consiguió nada.
Uri llegó con una taza de café humeante. El mero hecho de aspirar su aroma hizo que Maggié se diera cuenta de lo cansada que estaba. Llevaba varios días aguantando a fuerza de adrenalina, y su cuerpo empezaba a notarlo. Le dolía el cuello por el golpe de Uri, y el brazo se le había hinchado por donde sus agresores la habían agarrado en el mercado.
Uri la observó trabajar.
– ¿Por qué no pruebas con el nombre que mi padre utilizaba para enviar correos electrónicos a ese árabe?
Maggie le lanzó una medio sonrisa para darle a entender que no era mala idea. Buscó «Saeb Nastayib» y se llevó una alegría cuando el ordenador le devolvió un único resultado: solo había un avatar con ese nombre. Repitió la misma contraseña -«Vladimir67»- y… ante sus ojos se materializó en pantalla una figura masculina, alta y delgada, como un maniquí desnudo hecho de fría piedra gris que, poco a poco, se fue vistiendo.
Apretó MAPA, introdujo «Ginebra» y clicó en TELETRANSPORTAR. Al cabo de unos segundos, el tiempo que tardó el sistema en cargarse, volvía a sobrevolar las verdes orillas y azules aguas del lago y buscaba de nuevo la isla de Guttman.
La primera inspección la inquietó: ni rastro de la isla. Y había en ello una lógica tenebrosa: si sus perseguidores habían decidido que el avatar de Liz ya no les era de utilidad después de que los llevara hasta su objetivo, también la isla sería prescindible una vez les hubiera revelado sus secretos. ¿Qué mejor forma de asegurarse de que nadie más descubriría el escondite de la tablilla de Abraham que destruir la única pista que llevaba hasta ella?
Así pues, tuvo que volar bajo, planear sobre las azules aguas, orientándose por el ondulante paisaje que, con aquella conexión de menor velocidad, se iba formando poco a poco en la pantalla. Pero al fin una mancha verde apareció en la inmensidad azul del lago, una mancha que acabó revelándose como réplica del Gran Israel que el padre de Uri había creado en el corazón de aquella Suiza virtual.
Maggie, preparándose ya para ser rechazada y ver aparecer el mensaje de error, se acercó. Sin embargo, esta vez no encontró ningún obstáculo. Ni siquiera la barrera roja. Estaba claro que había sido diseñada para que se activara únicamente ante la proximidad de desconocidos. El avatar de Guttman podía pasear por la isla con la misma libertad que ella lo había hecho antes por el barrio chino. El sistema ni siquiera le pidió una contraseña.
– Hemos entrado -dijo, aliviada de que el viejo profesor no hubiera puesto más obstáculos en su camino.
– ¿Y ahora qué? -le preguntó Uri, inclinándose hacia la pantalla con la taza entre las manos, disfrutando del calor del contacto.
– Ahora miramos.
No tuvieron que ir muy lejos. En la isla solo había una estructura, un simple cubo de hierro y cristal. En su interior únicamente había una mesa, una silla y un ordenador virtual. Maggie hizo entrar al avatar de Guttman y lo sentó en la silla. En ese instante apareció una ventana de texto:
Dirígete al oeste, joven, y sigue camino hasta la ciudad modelo, cerca del Mishkan. Allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios.
– Bueno, Uri, dime qué es esto.
Miró a un lado, esperando ver a Uri leyendo aquellas palabras al mismo tiempo que ella. Pero no estaba. Se había desvanecido con la misma rapidez que una de las criaturas anatómicamente imposibles que todavía parpadeaban en la pantalla.